El debut del joven escritor mexicano Jorge Comensal con su primera novela Las Mutaciones (Antílope, 2016) cuestiona una suerte de cotidianidades que repentinamente son amenazadas con el cáncer que contrae Ramón Martínez –abogado típico, padre de familia- en la lengua. Situando contra la espada y la pared a los involucrados: la esposa y sus dos hijos; la mujer que se encarga de la limpieza en el hogar de los Martínez, devota predicadora de los posibles milagros; un hermano incomodo que no hace más que endeudarlos. Luego el segundo plano, que da cuerpo y forma: un doctor apasionado a la música de Bach, quien piensa haber hallado en el caso del mudo la oportunidad científica de su vida; una psicóloga-tanatóloga que indaga en la intimidad de sus pacientes; un jovencito alérgico, personaje satelital, que me atrevo a pensar que tiene la mayor complicidad con el autor de la novela, arrojando en este sus fragilidades, exponiéndolo como hormiga en una pecera a las imposibilidades amorosas. Y por último, cereza en lo alto del pastel, un loro. Loro y lengua. Mudez y parlanchinería. Con este detalle la novela alcanza sus mayores puntos. Un discreto homenaje a Flaubert, a propósito o no. Ocasiona que la portada de la primera edición de Las Mutaciones, dibujo perezoso hecho por el ilustrador Alejandro Magallanes, sea una cara enjaulada o más bien un loro dentro de una jaula.
Las Mutaciones se sitúa en el mismo campo de batalla que las novelas Canción de Tumba (2012) de Julian Herbert, Examen de mi padre (2016) de Jorge Volpi y Arde Josefina (2017) de Luisa Reyes Retana. Aclaro, delimitando los mismos escenarios: hospitales, salas de consultas, la relación paciente-terapeuta, la relación paciente-doctor, la enfermedad y la medicina como chispas de reflexiones.
Mencionando más puntos a favor, la prosa de Comensal se lee reluciente y entretenida. En un paralelismo entre el lenguaje coloquial, bien usado, con sus “faltas” necesarias para hacer del dialogo de sus personajes autentico, con la precisión de verbos acertados y tonos sarcásticos, que me recuerdan los diálogos empleados en Gazapo (Joaquín Mortiz, 1965) de Gustavo Sainz. Atinado al referirse a lo contemporáneo con distancia y ridiculez. Describe Comensal a la hija de Roberto Martínez: una vez que hubo recuperado la calma, mordió el gansito, abrió Google y con manos expertas relampagueó en el teclado la palabra “cancer”, sin acento, porque al buscador no le importaba la buena ortografía.
Comensal revela en una charla cómo surgió parte de la idea para la novela: para titularse de la carrera de filosofía y letras se disfrazaba de medico todas las semanas e impartía asistencia lingüística terapéutica. Para realizar su tesis se infiltraba en el hospital siglo XXI. De modo que es en este espacio donde conoce numerosos casos de personas que tienen la imposibilidad del habla. Poder pensar pero no poder decirlo. Que si nos quedamos callados todo puede colapsar. Fueron esos momentos, tal vez, los que formularon la condición de Ramón Martínez, ese hombre que pide su pistola, ese al que no le queda más que escribir en una libreta sus pensamientos.
Coyoacán, abril del 2018