La progresiva implantación del cine sonoro en Europa durante la primera mitad de la década de los treinta coincidió con unos años inequívocamente convulsos desde muy diferentes parámetros. Las consecuencias de la crisis económica se unían a una larga y profunda crisis político-social que se venía arrastrando desde el final de la Primera Guerra Mundial, no solo en los países perdedores como Alemania y Austria, sino incluso entre los vencedores como Italia. La consecuencia de esa situación fue la polarización europea entre dos frentes cada vez más nítidos: por una parte, los regímenes totalitarios, representados por la Alemania nazi, la Italia fascista y la URSS estalinista; y por otra, las democracias más o menos estables, encabezados por Gran Bretaña y Francia.
En este contexto internacional y bajo las específicas coyunturas de cada país, se desarrolló la cinematografía de los años treinta y primera mitad de los cuarenta. Más allá de las arduas consecuencias del cine sonoro, favorecedoras por un lado de las industrias nacionales y responsables por otro de la innovación en las estructuras productivas, genéricas y estilísticas del cine, las cinematografías nacionales se vieron inevitablemente condicionadas por sus contextos internos y externos, de forma que resulta imposible abordar este periodo de la historia del cine sin considerar esas profundas repercusiones de la conversión del cine en un arma político-ideológica.
Los valores ideológicos inherentes al discurso fílmico, pueden ofrecerse de forma más o menos explícita. Si en la mayor parte de la producción convencional podemos considerar que adopta formas implicadas o incluso podríamos decir latentes, en determinados casos, esa presencia de lo ideológico puede resultar manifiesta. Como todo momento de crisis bélica o social, el predominio cuantitativo de la producción se ciñó al ámbito de la distracción, fuese en el terreno de la fantasía y el terror expresionista, la comedia y la opereta (aún mudas), los serios de aventuras, las películas sexológicas, etc. Sin suponer que esos films no tuviesen implicaciones ideológicas más allá de la inherente a su propia existencia como espectáculo, eso no impide señalar tendencias políticamente más explícitas adscribibles a los diversos bandos. A la creciente ideologización del cine alemán no escaparían las aventuras policíacas como Doktor Mabuse, der Spieler (El Doctor Mabuse, F. Lang, 1922), montañeras como Die weisser Holle vom Piz Palü (Prisioneros de la montaña, A. Fanck/ G.W. Pabst, 1929) o Das blaue Licht (La luz azul, L. Riefenstahl, 1932), bélicas como Niemandsland (Tierra de nadie, V. Trivas, 1931), sin olvidar las nada esotéricas lecturas políticas de films del periodo sonoro tan dispares como Emil und die Detektiven (Emilio y los detectives, Lampretcht, 1931), Kameradschaf (Carbón, Pabst, 1931) o M- Mörder unter uns (M, el vampiro de Düsseldorf, F. Lang, 1931). En conclusión, los años treinta habían comenzado en Europa bajo el signo de una intensa politización del cine en Alemania.
A M, el vampiro de Düsseldorf podemos situarla dentro del movimiento artístico llamado Expresionismo, que se desarrolló en Alemania entre 1910 y 1925. Este movimiento se manifestó primero en la pintura y después en otras artes como el cine. Surgió como una reacción de los artistas jóvenes alemanes ante las tendencias artísticas de la época, la situación que se estaba viviendo en ese momento en Alemania y los valores que predominaban en la sociedad.
El término Expresionismo proviene de la palabra expresión, que Pavis define así: La expresión dramática o teatral, como toda expresión artística, se concibe, en la visión clásica, como una exteriorización del sentido profundo o de los elementos ocultos; por lo tanto, como un movimiento del interior hacia el exterior….
Sin embargo, el Expresionismo no se basó simplemente en la expresión, sino, más bien fue una exasperación de la expresión, es decir, la expresión al máximo, encaminado a obtener efectos de gran emotividad. Los términos alemanes expression y expressionismus fueron creados derivándolos directamente del latín para añadir un matiz más enérgico a los sinónimos propiamente alemanes de ausdruck y ausdrukkunst (el verbo ausdrucken además de expresar, significa literalmente exprimir, retorcer), con lo cual se quería aludir a un arte basado en la exasperación de la expresión.
Las actividades de los expresionistas se vieron interrumpidas por la Primera Guerra Mundial y tras la guerra, Alemania había quedado en un estado de profunda crisis económica, política y social, lo que llevó al Expresionismo a una nueva fase en la que trataron de dejar a un lado el subjetivismo y optaron por hacer un arte mucho más comprometido social y políticamente, que tuviera una visión más objetiva de la realidad.
El cine expresionista alemán tuvo su principal desarrollo con películas como El gabinete del doctor Caligari de R. Wiene (1919), El Golem de P. Wegner (1920) y Nosferatu de F.W. Murnau (1922), que de cierta forma expresan el sentimiento de muerte y destrucción que dejó la Primera Guerra Mundial en la Alemania de la época. El estilo del que se nutrió el cine expresionista, fue la corriente artística Die Brücke, ya que las técnicas cinematográficas permitían recrear con facilidad los estilos ilusorios y las deformaciones ópticas. Los decorados y vestuarios fueron diseñados por pintores, para quienes las películas debían ser dibujos vivos sobre tela pintada, iluminados de forma contrastada y rigurosamente compuestos. Todo se supeditaba a una visión trágica del mundo: la perspectiva exagerada, la luz, las formas, la arquitectura, el vestuario extravagante, el maquillaje efectista, la interpretación gestual próxima a la pantomima y los movimientos exagerados de los actores.
Precisamente, mediante estas deformaciones de la realidad, los cineastas expresionistas trataban de reducir el estado de ánimo y la mentalidad de los personajes que, como en el caso de M, el vampiro de Düsseldorf, eran diabólicos y perversos. A través de estos personajes, el cine expresionista, pretendió subvertir los valores de la sociedad burguesa, denunciando de forma violenta y exasperada sus aspectos negativos.
Fritz Lang es un caso aparte en la historia del cine, un creador genial dotado de asombrosas capacidades de adaptación. En cuarenta años, dirigió cerca de cuarenta películas, pasando del mudo al sonoro, del blanco y negro a color, rodando en tres lenguas (alemán, francés e inglés) y otros tantos países, atravesando todos los géneros, de la ciencia-ficción al western, del más oscuro cine negro al más recargado relato de aventuras. Cineasta omnipotente en la Alemania previa, convertido en tirano en rodajes que a veces duraban más de un año, eligió el exilio en Hollywood tras su perdido estatus, aceptando rodar en pocas semanas guiones que le ofrecían los productores, al servicio de todos los grandes estudios americanos.
Su estilo se adaptó sin cesar a la heterogeneidad de las condiciones de producción y a la calidad desigual de los relatos que le proponían ilustrar, porque su arte consiste justamente en desnudar los engranajes del relato, en mostrar con la mayoría eficacia posible el desarrollo de una acción y en encontrar en ese encadenamiento de los acontecimientos, la ilustración del fatalismo que lo habita. La trayectoria de Fritz Lang es la de un hombre con una idea fija, en el tumulto del siglo veinte.
Al inicio de los años treinta, Fritz Lang, no es del todo el cineasta estrella del decenio anterior. El fracaso de La mujer de la Luna ha precipitado la caída de su propia productora, la Fritz Lang Film GMBH, fundada en junio de 1927 y ha roto los últimos acuerdos de distribución que existían con la UFA. De hecho, M, el vampiro de Düsseldorf es un pequeño proyecto cuyo rodaje solo dura seis semanas, de enero a marzo de 1931, producido por la Nero-Film de Seymour Nebezahl, que destaca por haber financiado dos futuros clásicos: Die Büchse der Pandora (1929), de George Wilhelm Pabst y Menschen am Sonntag (1930), de Robert Siodmak.
El rodaje viene precedido por un trabajo de escritura y preparación extremadamente minucioso- el guión listo para rodar es de un grosor poco común- sin que por ello Lang recupere en él la fiebre de las grandes sesiones colectivas de su apartamento berlinés, el período más feliz de (su) vida. Aun cuando el guión está firmado en solitario por Thea von Harbou, se sabe que Lang es el responsable de gran parte de él.
El caso del vampiro de Düsseldorf, alias Peter Kürten, asesino en serie detenido en mayo de 1930, inspira el guión de M, el vampiro de Düsseldorf, como otros hechos diversos del mismo orden. Pero el propósito es más amplio: se trata de un estudio de la negrura del alma humana, de la bestia que aflora en cada uno de nosotros y de poner patas arriba las nociones habituales de inocencia y culpabilidad, de justicia y venganza.
Lo más asombroso en M, el vampiro de Düsseldorf, es sin duda, el modo en el que Lang se apropia de una nueva técnica, el cine sonoro y la utiliza enseguida con toda su riqueza. Sabemos que la desaparición del cine mudo supuso una regresión estética, debido a la pesadez del proceso de grabación, pero Lang logra inventar un modo de ilustración sonora que le es propio y que no le limita jamás: disocia frecuentemente la banda sonora de la imagen, prolonga un diálogo para transformarlo en un comentario en off, regresa abruptamente al diálogo directo, sin que esas idas y vueltas parezcan nunca artificiales. Aquí, imagen y sonido se complementan en lugar de repetirse y esa unión añade, ininterrumpidamente, información al relato.
Fritz Lang siempre cuidó las escenas de apertura de sus películas: pueden preparar la situación condensando acontecimientos anteriores al relato, revelar el incidente detonante o literalmente, poner en marcha la acción. La secuencia inaugural de M, el vampiro de Düsseldorf, concentra estas diferentes funciones. Tras los créditos, en sonido off, una canción infantil. En picado, un circulo de niños en el patio de un inmueble. La canción de la niña que dirige el juego es de visible actualidad: El asesino llega a su hora/ te hará picadillo. La cámara efectúa una panorámica hacia la izquierda y, a continuación, encuadra, ahora en contrapicado, la galería que domina el patio. Una mujer pide a los niños que se callen. Los niños continúan. Vemos a esta mujer, sin duda la portera, tendiendo la ropa, quejándose a una de las inquilinas. Confía su irritación a quien abre la puerta: Ya se habla bastante del asesino. Contracampo, ahora estamos en casa de la señora Beckmann, que responde: Mientras escuchemos cantar a los niños, al menos sabemos que están ahí. Es decir, en tres réplicas, la información esencial: un asesino de niños anda suelto y ningún niño está seguro. Nos quedamos en casa de la señora Beckmann, que lava la ropa. Inserto de un cuco que señala el mediodía. Da comienzo entonces una alternancia de acciones, casi mudas, cuya simetría hará aumentar la tensión.
La primera escena (el asesinato de Elsie Beckmann) es una lección de puesta en escena, un montaje alterno que hace emerger la angustia progresivamente. Por un lado, la señora Beckmann prepara la comida de su hija; por otro, Elsie, de ocho o nueve años, sale de la escuela. La señora Beckmann prueba la sopa. Corte. Elsie, que iba a atravesar imprudentemente la calle, recibe la ayuda de un policía. Corte. La señora Beckmann pone la mesa. Corte. Travelling sobre Elsie, que camina jugando con una pequeña pelota. Se insinúa la sensación de peligro. La pelota rebota en una columna en la que hay fijada un cartel: se ofrece un millón de marcos a quien ayude a capturar al asesino. De pronto, una sombra se recorta sobre el cartel: la de un hombre con sombrero y después escuchamos una voz de una dulzura absoluta, casi infantil: Tienes una bonita pelota. ¿Cómo te llamas?. La voz silba una melodía (tema procedente de las Suites para Peer Gynt de Grieg y lo silba el propio Lang). El espectador sabe inmediatamente que se trata del asesino. Su aparición revela a un actor singular, Peter Lorre, cuyo tiempo de presencia en la pantalla es escaso, pero cuya interpretación, primero muda y luego verborréica, marcarán la historia del cine. Volvemos a la madre. Inserto sobre el cuco: son las doce y veinte. Inquieta, la señora Beckmann mira la escalera por la que acaban de subir los niños, pero no Elsie. Corte. La niña es acompañada de un hombre achaparrado a quien vemos de espaldas y que le compra un globo de goma. Regreso a la madre, que habla con una vendedora de revistas ilustradas, llama a Elsie en la escalera. No hay respuesta. El cuco indica las 13h 15. La madre sigue llamando. Los planos son cada vez más cortos: el vacío hueco de la escalera, un desván donde se seca la ropa, el abrigo de Elsie, inmaculado. A continuación, la pequeña pelota de Elsie se detiene en un monte bajo, después el globo, que ha volado, queda atrapado en un cable de electricidad. La tragedia ha tenido lugar, sin que Lang haya mostrado lo que no se puede mostrar, pero el asesino ya se ha desenmascarado en esa melodía silbada ritualmente. La economía narrativa alcanza su máxima expresión.
Lang recupera la estructura de El doctor Mabuse: el relato desarrolla en paralelo los esfuerzos científicos de la policía, dirigida por el grueso inspector Lohmann para detener al asesino y los del hampa, menos sesudos y mucho más eficaces (los cabecillas saben que, no habrá impunidad para nadie mientras el asesino siga en libertad). El film pasa de una reunión a otra, de un sistema a otro y esa alternancia le confiere su ritmo y vigor.
Es también festival de siluetas, rápida y hábilmente trazadas: una cena de notables de rostros alegres se inclina al pugilato denunciador, un anciano abordado por un niño se convierte en un pedófilo en potencia, amenazado por la multitud. Finalmente, el hombre de la calle es invitado al cine de Lang, aunque se funda rápidamente en la multitud o en el seno de la organización, porque la manera meticulosa en que los gánsteres reunidos registran el edificio en el que se ha ocultado Hans Beckert, alias M, el asesino, recuerda los métodos de la red de Mabuse.
Hay una leyenda que rodea al film: durante mucho tiempo se llamó Los asesinos están entre nosotros, hasta que, durante el rodaje, Lang comprende la dimensión evocadora de la letra M escrita en el hombre de Peter Lorre (antes, un miembro del partido nazi habría hablado a solas con el cineasta, creyendo que el título aludía a él y a sus amigos). M, el vampiro de Düsseldorf, aunque no es una obra de denuncia política, sí se tiene en él la idea de un nuevo e indecible mal que se añade al mal tradicional, ya conocido. En este caso, se trata de un crimen sexual especialmente odioso (Sabemos en qué estado hemos encontrado a esos niños, dice un confidente de la policía), pero también podría ser una nueva forma de totalitarismo sanguinario. El jefe de los bandidos, Schränker, aparece sucesivamente con un traje de cuero, como el que llevarán los asesinos nazis y más tarde de uniforme (se hace pasar por un policía). Su arrogancia y su autoridad pueden hacer pensar en un miembro de las SA. La ironía suplementaria es que está interpretado por Gustaf Grüdgens, que será el actor preferido de Hermann Goering, número dos del régimen nazi y modelo del Mephisto de Klaus Mann.
El desenlace es magistral. Detenido por el sindicato del crimen, Hans Beckert tiene derecho a una apariencia del proceso. Un abogado de la defensa, tomado de oficio, defiende su irresponsabilidad, lo que confirma el legendario monólogo del acusado: Llevo en mí esta maldición, esta quemadura, este suplicio (…). Corro rodeado por las fantasmas de las madres y niños, y cuando cedo (al deseo de matar) todo se desvanece ante mí. La multitud se deja llevar: la prisión es demasiado suave, lo soltarán, reincidirá. Peter Lorre se ha convertido en la víctima y su rostro de rasgos gruesos, de ojos globulosos, nos conmociona. Cuando, aterrado, cree sucumbir a la multitud presa a lincharlo, una mano se abate sobre su hombro, mientras en sus oídos resuenan las palabras: En nombre de la ley…. Nunca la formula ritual de todo arresto ha parecido hasta tal punto una promesa de justicia y libertad, el triunfo absoluto de la ley, escrita y colectiva, sobre el salvajismo en marcha.
El 21 de mayo de 1931, diez días después del estreno del film, Joseph Goebbels, diputado nacional-socialista del Reichstag, anota en su diario lo bien que piensa de M, el vampiro de Düsseldorf: Fantástico. Contra el sentimentalismo humanitario. A favor de la pena de muerte. Un día Lang será nuestro director. Dos años más tarde, convertido en ministro de Información y Propaganda del Reich, Goebbels decreta la prohibición de El testamento del doctor Mabuse, uno de los primeros títulos sometidos a la censura nazi.
Bibliografía:
• Aguilar, Carlos. Guía del cine. Ediciones Cátedra, Madrid, 2004.
• Bernuz Beneitez, María José. El cine y los derechos de la infancia. Tirant lo blanch, Valencia, 2009.
• Méndez Leite-von Hafe, Fernando. Fritz Lanf. Su vida y su cine. Damián, 1980.
• Sánchez-Biosca, Vicente (coord.). El cine de Fritz Lang. Universidad de Valencia, 1992.
• Ferenczi, . Aurélien. Fritz Lang. Cahiers du cinema ediciones, París, 2007.
• Lang, Fritz. M, el vampiro de Düsseldorf. Divisa Home Vídeo, 2012.
• García Fernández, Emilio/ Sánchez González, Santiago. Guía histórica del cine. Editorial Complutense, S.A., 2002.
• Palacio, Manuel/ Santos, Pedro. Historia general del cine. Vol.VI. La transición del mudo al sonoro. Cátedra, 1995.
• Monterde, José Enrique/ Torreiro, Casimiro (coord.). Historia general del cine. Vol.VII. Europa y Asia (1929-1945). Cátedra, 1997.