Por Solange Saballos
Por los dientes apretados.
Por la rabia contenida.
Por el nudo en la garganta.
Por las bocas que no cantan.
Por el beso clandestino.
Por el verso censurado.
Por el joven exilado.
Por los nombres prohibidos
yo te nombro, Libertad.
Yo te nombro, Libertad. Nacha Guevara
Para Laura Pardo

Vivir una dictadura en el ombligo de Centroamérica es revivir los recuerdos de una generación anterior, la de mis padres: los que ofrendaron más de 50.000 muertos, heridos y desaparecidos con su esperanza puesta en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la que derrocó la dictadura familiar de Somoza en 1979, causó una guerra por 10 años y finalmente dio paso a la dictadura familiar de los Ortega-Murillo a inicios de 2006.
Vivir una dictadura es sentir, como si fuese un déjà vú, que las historias de la época de la guerra entre 1980-1990 que me contaba mi mamá desde pequeña se sucedan actualmente, como si la memoria histórica de su juventud la hubiera vivido yo.
Vivir una dictadura es que el gobierno posea un grupo de maleantes al margen de toda ley constitucional entre los que destacan paramilitares, pandilleros y la mismísima policía con permiso e impunidad para cometer las peores atrocidades en nombre de “la paz” que cínicamente predica el estado.
Vivir una dictadura es que el gobierno tenga comprados, sobornados, chantajeados u obligados a todos los trabajadores públicos para hacer su capricho, y tengan que asistir a cada una de las actividades convocadas por Ortega-Murillo en las rotondas o en las marchas para supuestamente respaldarlos.
Vivir una dictadura es temer salir a las calles a toda hora, no solo después del toque de queda autoimpuesto a partir de las 6 pm. Es experimentar una desconfianza y miedo inmensos al ver al vecino sandinista, a ese que pertenece a los Consejos del Poder Ciudadano, con un radio en una mano y un listado en otra, apuntando a los vecinos que no simpatizan con la crueldad del régimen Ortega-Murillo.
Vivir una dictadura es ver encapuchados con armas de guerra apostados en las esquinas de los barrios que se levantaron para proteger a los estudiantes, amenazando a cualquiera que les dirija una mirada, o bien, asesinando sin que se les enjuicie o quemando familias enteras sin compasión.
Vivir una dictadura es experimentar un terror en el estómago cuando visualizás a algún policía, con su mirada torva y su arma cargada, deteniendo a los carros o peatones para obligarlos a mostrarles sus smartphones y redes sociales. Si tenés algún mensaje opositor o vinculación con grupos anti-gobierno vas preso.
Vivir una dictadura es no poder pasar por donde siempre pasabas para hacer alguna diligencia o visita porque hay tranques compuestos de barricadas de adoquines con enmascarados paranoicos empuñando armas artesanales, exigiéndote identificarte o negándote el paso. También es sentir una gran desazón cuando la policía y los encapuchados logran barrer con ellos, porque sabés que muchos están heridos, presos o desaparecidos por pelear por un país libre.
Vivir una dictadura es sentirte en peligro de muerte por exponer un punto de vista, una crítica, un comentario ajeno a los intereses del señor Gobierno. También es vivir un aluvión de mensajes llenos de odio sin dirección cuando pedís cuentas claras al movimiento estudiantil, alianza cívica y demás asociaciones que se autoproclaman azul y blanco, pero que se hacen de la vista gorda ante las anomalías realizadas por sus propios adeptos.
Vivir una dictadura es una inequívoca señal de muerte si sos periodista opositor. Basta con una cobertura fiel a los hechos, un tweet cuestionando los lujos que se dan los Ortega-Murillo y sus allegados a costillas de los impuestos de los ciudadanos, tomarle fotos a los paramilitares, para que se te acuse de terrorista y se te persiga con saña.
Vivir una dictadura es darte cuenta que los periodistas opositores también necesitan comer, que están dispuestos a hacerse los sordomudos cuando la corrupción proviene del llamado bando azul y blanco, porque aún “no es el momento” de hablar de dichos temas, ya que estamos “todos unidos” para “derrocar al dictador”. Las oenegés patrocinadas por los fondos norteamericanos como USAID y NED insisten en este punto, no vaya a ser y retiren sus fondos publicitarios.
Vivir una dictadura es que Estados Unidos utilice nuestro movimiento autoconvocado contra la dictadura para inmiscuir sus intereses: utiliza figuras públicas, oenegés, fondos monetarios, senadores, diplomáticos y ayuda humanitaria para introducir leyes internacionales que inciden en nuestra política actual, aunque no sepamos ni tampoco nos interese cuáles serán las consecuencias a futuro.
Vivir una dictadura es ver una masa de oportunistas carroñeros cobijarse con la bandera para infiltrarse en los espacios más puros e inocentes, como el movimiento estudiantil, y tratar de comprar por todos los medios a sus dirigentes para que actúen al son del COSEP o del mismísimo FSLN.
Vivir una dictadura es notar el tremendo abismo educativo que tenemos los nicaragüenses, prontos a edificar pedestales para poner en ellos nuevos héroes que pretendemos resuelvan con prontitud todos nuestros problemas y nos ahorrarán el fastidio de pensar críticamente.
Vivir una dictadura es que los profesores estén acostumbrados a recibir salarios miserables en las escuelas sin rechistar. Es ver que cuando logran algún puesto en la universidad, sobre todo pública, sigan callando aunque asesinen estudiantes insurreccionados en sus propias caras. Es ver que los rectores del sistema de educación superior son cómplices de la dictadura y tienen sus manos llenas de sangre.
Vivir una dictadura es sentirte enfermo de los nervios. Dolores de cabeza o migrañas, sensación de cansancio, insomnio, gastritis y demás son problemas derivados de la situación de alerta a la que tenemos sometido el cuerpo entero.
Vivir una dictadura es que los periodistas y comunicadores del régimen se presten a distorsionar noticias y expandir rumores a favor del gobierno para poner al pueblo en contra de la lucha por un verdadero estado cívico. Es atribuirse la capacidad de mantener en paz a la sociedad nicaragüense a punta de plomo. Incluso lo portan en sus camisetas. Se vuelven sicarios de la información con tal de salir en la TV.
Vivir una dictadura es un desconocido amparado por las redes sociales que te acusa de “no hacer nada por tu país” o de “no ser digno de ser llamado nicaragüense” porque te atreviste a cuestionar la estupidez y el impulso con el que actúan muchos de los que se autoproclaman libertadores de la patria por lanzar morteros, pero que son incapaces de autocuestionarse y sucumben a los mismos abusos de poder que dicen combatir.
Vivir una dictadura es notar como tu círculo social es cada vez más reducido. Amigos temerosos se marchan para poder resguardar sus vidas: unos porque no encuentran trabajo, otros porque están siendo perseguidos. Es tener conocidos que han sido torturados o mutilados. Es conocer a uno o varios de los casi 500 muertos que la dictadura le ha cobrado al pueblo.
Vivir una dictadura es que a las familias de los muertos no se les deje ni siquiera celebrar sus exequias, porque los paramilitares o la misma policía llegan a destruir las honras fúnebres y ahuyentar a los dolientes. Además se les da persecusión a los familiares si continúan elevando su voz para exigir justicia.
Vivir una dictadura es que haya fosas comunes donde apilan los cadáveres de los campesinos que confiaron en que si quitaban el tranque de Lóvago les entregarían a Medardo Mairena sano y salvo.
Vivir una dictadura es tener presos políticos que no cuentan con cargos criminales en sus historiales penales, pero que son tratados como los más cruentos enemigos por alzar su voz y organizar a su gente contra el abuso estatal: Medardo, Pedro, Irlanda son solo algunos de los más conocidos.
Vivir una dictadura es no poder ir a clases con normalidad. Las universidades privadas ofrecen solo clases en línea y las universidades públicas se convirtieron en trincheras donde sobrevivía el que tenía más gente que lo siguiera sin cuestionamientos, o el que bajaba los ojos y seguía con su incansable labor de soldado por amor a sus ideales.
Vivir una dictadura es que al llegar a las universidades un grupo de chavalos, menores de 25 años en su mayoría, armados con lanzamorteros te cuestionen a dónde vas y por qué. Es ver miradas con emociones mixtas (paranoia, miedo, desconfianza, a veces rencor) que constantemente te evalúan o te tachan de infiltrado.
Vivir una dictadura es experimentar la violencia de género desde perspectivas distintas. A los hombres se les golpea, amenaza, tortura; a las mujeres se les golpea, amenaza, tortura y abusa sexualmente en su mayoría, sí, en su mayoría, porque también han llegado a abusar sexualmente a los hombres.
Vivir una dictadura es notar como la sociedad nicaragüense, profundamente homofóbica, sigue empujando a la comunidad LGBT+ a espacios privados, casi inexistentes, aunque ellxs presten su apoyo incondicional para derrocar a un estado asesino y violador.
Vivir una dictadura es que aunque escapés al exilio los militares del régimen orteguista-murillista te persigan para capturarte y enviarte de regreso a la dictadura para ser torturado o asesinado.
Vivir una dictadura en Nicaragua es ver cómo, a pesar de nuestra historia convulsionada por las guerras, la ola de inmigrantes que llega a habitar en ciudades alejadísimas, la crueldad con la que la dictadura asesina jóvenes, el desencanto y el endurecimiento de nuestros sentimientos, el luto por los muertos que ofrendaron su vida por una patria libre y el miedo constante a la muerte, se levanta una nueva generación de ciudadanos que ha decidido renunciar a las armas para elevar un clamor por una insurrección ciudadana, cívica y que no siga tiñendo de sangre de hermanos nuestro pendón bicolor.
