Cada libro una exigencia. Cada libro una íntima demanda. Cada libro una escucha, un ojo, un cuerpo dispuesto a las palabras que intentan nombrar. Cada libro una manera singular de lastrar el lenguaje para que el lenguaje aparezca en su infinita indeterminación y, sin embargo, bajo una firma, bajo señales que indican que ese libro, que esa escritura, dice de la relación entre un nombre determinado, ubicado incluso en su propiedad, fijo, y la vastedad de la lengua. Cada libro un mundo –se abre un mundo en la página, en toda escena de lectura cada vez, toda vez, este mundo–. Abro entonces la página, adosada a un nombre que hasta ahora desconocía –Tania Favela–, y conmigo la escena de lectura de extiende. Se abre la exigencia de la escucha –el oído recibe el poema– y qué diría la escritura que mi lectura es capaz de comprender.
Pienso en el título –La marcha hacia ninguna parte–, verso hurtado de Resonancias renuentes de Hugo Gola, título ubicado sobre el nombre y la firma que este libro dispone. Pienso también en la inutilidad infinita del poema, en cómo ese espacio de lo no servicial es, justamente, su demanda, su porfía y su íntima exigencia. En la poesía como excedencia, esto es, como algo que nos sobra y que también nos excede. Que nos lastima y que, sin embargo, nos llama, nos convoca. Pero dónde nos convoca. Quizá hacia ninguna parte. Allí donde no hay parte, no hay lugar en el cual encallar, sino puro trayecto, merodeo de palabras en torno a otras palabras, que se tocan y se distancian, que se constelan entre sí y que luego licúan sus fronteras. Ninguna parte este poema, cerca espacios desde la mano y luego los ensancha, los difumina, los hace propios e impropios en un solo movimiento. La poesía de Tania Favela, al fin, me hace pensar en muchas cosas que se agolpan y buscan un modo de alinearse, de jerarquizarse incluso, sin lograrlo. Y es en este fracaso del orden –o incluso de una composición propia– donde encuentro, justamente, su fulgor.
Es cierto, este libro juega con la escucha. Su órgano vital pareciera ser el oído. Hay en él una manera de componer el poema que nos remite a una musicalidad, que nos ofrece leerlo en voz alta, como si esa fuera su primera demanda. Ya han dicho muchos traductores a lo largo de la historia de la literatura que si hay algo que debiera traducirse, más que un sentido, más que una forma determinada, más que un significado que, como un secreto, se oculta y opaca en cada texto, es un tono, una cierta musicalidad. Quizá leer es también un modo de traducir; se trata, en cualquier caso, de un trasvasije, un traer algo hacia nosotros mientras nos aproximamos a la vez. Y este libro nos conduce a eso: a la escucha, a las palabras como una forma compositiva a la manera de un coro de voces. Voces que son desdoblamientos entre sí, que se multiplican y que no cesan, pero también tejido con otros. No escribimos a solas. Aunque en apariencia fuera así, no estamos solos. La escena de la escritura, como también la de la lectura, nos cruza con la memoria acerca de otros libros, de palabras que otros escribieron y que se nos quedaron adosadas al oído, a la superficie del recuerdo que empuja y relaciona, conecta la lengua propia con las lenguas de quienes, como nosotros, escriben. Aquella conciencia de vecindad y de cruce se extiende en La marcha hacia ninguna parte, que está colmado y habitado por citas que intuimos y que, al final del libro, en una nota de autor, nos remite a firmas concretas y reconocibles. «[S]onaron las voces detrás del texto voces tejidas (pensó) con otras voces» (14), escribe Favela. Ese modo de hilvanarse con una otredad –sin embargo, constitutiva– afina (y afana) la musicalidad del poema y el concepto de coro: «Espero que se reconozca (dijo) (dije) –pensando en el texto– / en la forma del texto en la conciencia del texto / espero que se reconozcan en el tejido de voces (dijo ella / o él) en el tejido de tonos –espero– (dijeron ellos)» (14). En el tejido de tonos, en el coro, en este fulgurante concierto.
En este punto, me parece que uno podría pensar que se trata de una poesía que juega, que está arraigada a esa noción de juego que, a su vez, se enlaza de manera evidente con la resistencia primera del poema a la utilidad. Y, al mismo tiempo, podríamos pensar en la primacía del cuerpo como receptor de la poesía –en este caso, sujeto al órgano de la escucha, a un modo de sensibilidad corporal–, lo que doblemente afirmaría que, aquí, el poema no está al servicio ni de una idea ni de algo que podamos resumir, productivizar o señalar como tema: «[S]obre las propias ruinas se alza el poema, en una perfecta indiferencia de sentido» (72), escribe Favela. Podría pensarse, además, porque este libro posee la cualidad de escapársenos, de sugerir imágenes y sentidos al tiempo que resta imágenes y sentidos. Se corre, diríamos, de una zona segura de compresión: «[N]ada que pescar / todo se fuga (así sin más) la realidad escurridiza» (42). Y qué ocurre allí donde no comprendemos, o bien donde la tarea no es, de hecho, comprender, sino dejarle sentir al cuerpo y a sus órganos. No obstante, esta entrada de lectura, precaria según mi apreciación, resulta insuficiente, algo corta o tal vez estrecha. Diría, entonces, que desde ese territorio sensorial y de vaivén musical, que a partir del tejido con otros y de su manera particular de aproximación al poema propio y al ajeno, lo que sucede es más bien una disposición. Que lo que ocurre, si algo ocurre en todo caso o si quisiéramos pensar que una exigencia de la literatura es leer que algo ocurre, implica disponerse de cara al lenguaje de un modo específico. Que hay una manera aquí, en este libro, de hablar del lenguaje al tiempo que se escribe, de enrollarse como un animal –nada doméstico– que observa su propia composición. Aquello, en ningún caso, omite su potencia sensorial, pero, en todo caso, no lo remite solo a eso. Lo expande al asunto de pensarse al tiempo que se construye.
En un breve texto de Silvio Mattoni, Tekhné, se desarrolla justamente la idea contraria a la musa como eje único del ejercicio de la poesía, asociada a una especie de imperio musical y a lo divino o lo inconsciente (18). Para agitar ese lugar común, Mattoni recurre a Hölderlin y a su concepto de sobriedad. Es cierto, el poema nace del deseo, del entusiasmo, de un arrojo vital hacia el lenguaje. Aunque, diríamos con Mattoni y aquel con Hölderlin, ese entusiasmo ha de conocer su límite mediante la reflexión sobria. «Cuando el sentimiento del poema se escapa de su propia forma y, en el caso extremo (…), no puede escribirse, cuando el poema, por lo tanto, fracasa, solo la reflexión puede rectificar ese estado y devolverle cierta consistencia» (20). El poema, así, se daría en esa dialéctica entre el entusiasmo y la reflexión. «Los grados de la reflexión permiten unir lo que parecía contrapuesto, arte e inspiración, sobriedad y ritmo» (22). Entonces, cuando leemos a Tania Favela y su inmensa fluidez que parece un puro arrojo a las palabras y a su música, al órgano de la escucha, a su sensibilidad y emotividad, en realidad, leemos una manera de disposición entre ese entusiasmo y la zona reflexiva que limita y conduce el arrojo. No me cabe duda de que este es el motivo por el que, a pesar de que nos dejamos conducir por el río en el cual nos hace navegar, encallar, ahogarnos incluso a ratos, intuimos que algo ha concertado una manera de oleaje, corriente, marea o caudal –«en todas las esquinas (grita) navegando ni el miedo ni el coraje nos salvarán / (choque de piedras) mariposas revoloteando / adentro ríos profundos descienden» (9)–. Que una mano, en fin, puede tejer en medio del océano. Que esa es, de hecho, su habilidad. Y que lo que está concertando, entre otras cosas –como la lectura y una manera de escribir vinculada y vehiculada hacia el otro–, es su relación con la lengua. Con su vastedad, con su potencia y también con sus límites. El entendimiento es otro.
Julieta Marchant
Obras citadas
- Favela Bustillo, Tania. La marcha hacia ninguna parte. Valdivia: Komorebi Ediciones, 2018.
- Mattoni, Silvio. Tekhné. Santiago: Cuadro de Tiza Ediciones, 2018.