Lejos de parecerse en la tonalidad a Chaparro o a Bolaño, como señala Pablo Montoya en el prólogo, al que con ese nombre le creería si hablara de automovilismo o cosas por el estilo; Carlos Castillo, en los cuentos de Dalila Dreaming, canta con su propia voz, que es como un concierto de rock a media noche, tan estruendoso que sólo termina con la lectura de la última página… o cuando llaman la policía.
El tono, en la mayoría de estos cuentos, es ebrio y alucinante. Pero no es la embriaguez del balbuceo: en el transfondo de cada relato está el escritor lúcido que se toma en serio —incluso demasiado, me parece— su oficio, y que conoce las mañas —las “técnicas” dirán ustedes— para escribir grandes historias, como las de Dalila Dreaming.
Contra la baba espesa del crítico literario, del literato, y de toda esa gente que no es capaz de escribir un poema que no huela a retórica, a formol o a biblioteca, digo que Dalila Dreaming es un gran libro, por cosas muy sencillas: Primero, porque fui capaz de leerlo mientras cagaba o iba montado en los buses cebolleros de Bogotá, segundo, porque no me sentí estafado y los libros en el Fondo de Cultura Económica son muy caros; tercero, porque estoy seguro de que me lo volvería a leer; y, por último, porque es un libro honesto: esto lo sé porque me he emborrachado con el profe, y después de leer Dalila Dreaming uno se remite a esos momentos de embriaguez, en los que todos —incluso él— éramos personajes de uno de sus cuentos.