«Tocar de oído»: el intento de aferrarse

Tocar de oído es el segundo libro del poeta Ignacio Pizarro Muñoz, editado en julio de 2018 por Cerrojo Ediciones, Santiago de Chile.

¿Qué implica exactamente tocar de oído? Frente al acto de tocar, no puedo sino pensar en Tomás el incrédulo. Dicen que incluso el mismísimo Cristo resucitado desafió al Apóstol a tocar sus llagas, y entonces, tocar pasa a ser uno de los actos centrales del mito fundacional. Tocar lo concreto, la llaga, las huellas del holocausto del Hijo. Pero tocar también como un enfrentamiento, como la exigencia de un sujeto activo. Qué es tocar de oído entonces, sino una metonimia para designar el intento de aferrase a lo sonoro, a lo invisible, al espacio delimitado por sus propias reverberaciones. Para esta generación abandonada por Dios, no podemos sino aspirar a tocar de oído porque tocar de oído requiere por sobre todas las cosas: intuición. Y es que en este libro el hablante lírico está condenado a amar lo invisible, —y como si fuera poco— ha sido cegado por la luz que custodia la no-proximidad, el no-rostro, la luz ardiente de quien es por el mismo hecho de ser. Ante esto, se nos presenta una doble necesidad de intuición: la intuición de quien se aproxima a ciegas y la intuición de quien toca a oído.

El poemario se aglutina bajo la meta-narración del concierto de música docta. El concertista es descrito como un solemne maestro sobre el escenario-monte, lugar de recepción de mensajes inaccesibles donde el maestro-patriarca será el encargado de comunicarnos los designios de lo invisible. Los testigos de este ritual tampoco son testigos pasivos sino al contrario, son músicos que han dejado a un lado sus propios instrumentos en pos de un voluntario ejercicio de subyugación. Somos aprendices pero a la vez los más indicados receptores, ¿y aprendices de qué realmente? Cito: «la música se hizo carne/ y puso su morada entre nosotros». Más allá del guiño bíblico que recorre todo el poemario, no es que nos quieran pasar gato por liebre, no es un ejercicio tan simplón como el de reemplazar la palabra «Dios» por la de «música», si no que confirma la presencia del corpus como un corpus sonoro, un canto, y a la vez, este canto rapsódico como el del verbo que interpela. Es un largo giro en donde finalmente el músico ejerce el canto como una suerte de sacerdocio y el texto es legado mismo de este sacerdocio. Cuando hablo de rapsodia quisiera referirme a lo arcaico, a lo salmódico. Como lectores podrán reconocer la prolijidad rítmica y métrica con que ha sido escrito. Cada remate, cada esbozo de rima ha sido pulido y no podría recibir corrección alguna. El autor de este libro tiene una técnica de escritura pulcra, cuidada. Lo que nos obliga como lectores-músicos a ser rapsodas, a leer y pronunciar el canto, somos comprometidos por el texto y no nos queda más remedio que cantar por intuición, tocar de oído.

Este canto es además, un canto cargado de cuerpo, fuego y dolor. El dolor asociado a la sanación, ¿sanación de qué? No me queda muy claro. El fuego por otro lado, se cuida de ser un fuego santo, sacramentado. A ratos amordazado por un erotismo difícil de admitir, y sin embargo, erotismo que se cuela por cada poema e imagen: recorremos la súplica de frutos maduros que queman, necesidad de hacerse ceniza con la esperanza de resucitar —muertes que no matan realmente—, y el espacio de la noche en tinieblas, espacio que descansa al fin de esa luz cegadora lo que lo convierte en refugio de besos, embriaguez, mordiscos, olores y sombras.

Quisiera advertir también, que este canto frente al cual nos comprometemos como sacerdotes de lo invisible, como músicos y como rapsodas, es un canto desahuciado. El silencio es una lanza permanente en el costado. El canto, el concierto es y será siempre rebasado por un silencio inconmovible. «Sé que estás / tras la puerta / escuchando este lamento. / Ten piedad de mí, acércate. / Tan solo ven». El que escucha, que no es ni el lector ni el hablante, no se aproximará nunca y su invisibilidad se basa en el silencio, en lo indetectable. De nuevo estamos a ciegas y como si no bastara el desconsuelo, nuestra posición de subordinados nos pone siempre frente a un tercero, una suerte de tribunal al que habría que rendir cuentas.

El canto comete la osadía de presentarnos imágenes ya conocidas: el carpintero, el labrador, el hijo pródigo, la familia. Pero el mérito no está en la originalidad si no en la libertad con que cantamos-recitamos, y esa libertad nos propone otras formas de aproximación, no sin un cruel presentimiento de fatalidad, fatalidad de «esta tierra llamada a ser estéril», del «pan que da hambre» y del «agua que da más sed». Hay también, una dosis de autoflagelación que irá in crescendo hasta el punto cúlmine en el que el hablante parece despojarse y esto a su vez, lo hace enmudecer. Lo interesante del que enmudece sin duda, es que recién comienza a escuchar. Lo que nos deja frente al siguiente paradigma: quizás el concierto comienza cuando este realmente acaba.

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