Para Verónica Eugenia
Una vez la fotógrafa libanesa Dalia Khamissy dijo en una entrevista que si la gente que se pone delante de un objetivo supiera todo lo que puede verse con una foto, no posaría tan tranquila.
He tenido esa experiencia desde que empecé a fotografiar a Mary Anne. Cada vez que mi lente la enfoca, siento que arrojo una bomba sobre una ciudad en ruinas.
1. Libélula
Pausa de cigarrillo. Calada larga mientras acomodo el equipo junto a la ventana. Enciendo la radio, me salto todas las emisoras del Estado que se rotan los adjetivos calificativos sobre el proceso revolucionario —que en este país avanza tanto como la sangre en una arteria obstruida— y por fin, encuentro una selección musical prometedora. All my sorrows soon will leave me/ then the sadder world will seem like new/the next time I see Mary Anne. Busco la luz. Hago los ajustes en la cámara. Localizo un objetivo al azar y disparo. Más tarde, en el cuarto rojo, la imagen de la pareja de golondrinas apostadas sobre la rejilla de un aire acondicionado queda opacada por otro objeto, capturado en plano medio, en una esquina de la fotografía. Se trata de un torso pálido enmarcado por dos cortinas de encaje, un torso desnudo de mujer con dos botoncitos rosados apuntando hacia el este y en un costado, el tatuaje de una libélula atrapada en un frasco de perfume.
En el reverso de la foto he escrito “Mary Anne” con una estilográfica.
2. Voraz
Algunas mujeres asimilan el dolor como si abrazaran un impacto de bala.
Marzo 23. El sol entra a raudales por la ventana abierta del apartamento de enfrente. Mary Anne está encogida en posición fetal sobre la cama. La parte de su espalda que se puede ver desde mi ángulo resplandece con los destellos que su piel le arranca al astro rey. La nuca está inclinada, como si quisiera fundir el mentón contra el pecho y volverse una luna llena, una luna lejana de esas que mi abuela metía en mis cuentos para dormir y me advertía que no debía mirar demasiado porque me podían robar el alma. Bajo las axilas se notan las marcas del sostén, cardenalitos hundidos que forman un ouroboros carmesí. Ella los acaricia con la ternura que se manifiesta por los recuerdos queridos. Lo femenino sabe que el cuerpo siempre revive el instante previo a la cicatriz y lo disfruta.
Mayo 30. Chincheta verde en la pizarra de corcho. ¿Con qué llena Mary Anne el silencio de sus horas?, pregunto con marcador en el pie de la polaroid. Desde que sé que ella existe me siento menos a la deriva, menos ínfima, como si hubiera encontrado una lágrima que me acompañara en la caída definitiva. Yo soy un latido que provoca vicio, la burla de los rumores que corearon mi abuela, mi tía y mi mamá, soy una melodía incómoda puesta a todo volumen en un cuarto chiquitico; el guiño bajo la falda corta, el juego de manos la manzana se pasea de la mesa al comedor, soy un instinto que busca señales en el viento, un malecón que espera el embate de las olas… mi silencio es la venida del descubrimiento, el ensayo y el error. Soy el gajo de una fruta que no sabe dónde enterrar su semilla. Y tomo fotos. Arrullo mi tiempo con el sonido del obturador.
Junio 26. Mary Anne acerca los labios al auricular como si fuera a rozar el lóbulo de una oreja. No recibe más que una llamada a la semana y siempre llora después de colgar. No suele llevar gente a su departamento y por las noches arma una trinchera de almohadas en el lado vacío de la cama, como si quisiera escudarse de un enemigo invisible.
Jamás cierra su ventana, ni siquiera cuando llueve.
Duerme poco, la delatan las ojeras. Primer plano de su rostro en mi cartelera, de nuevo, desnuda.
¿No sentirá Mary Anne que sus cuatro paredes la cercan, que se cierran sobre ella?
A veces tengo esta necesidad de salir corriendo, correr, correr, run, Forest, run, quiero correr y volverme parte del viento, volverme un corcel desbocado a la orilla de una playa, añorando desaparecer en la línea del horizonte…
A veces, también, me pesa la sensación de ser el origen de un abismo sísmico que no termina de desatar su furia en la tierra,
A veces me siento voraz de algo que no sé explicar…
III. En eterno verano
Rosas de cabeza. Plano general de la ventana de Mary Anne. Los tallos cuelgan del alféizar, suspendidos por encima de la cacofonía del mundo exterior. Ella se está vistiendo. Camisa de lino, falda larga de pana. Dos toquecitos de perfume por detrás de las orejas. Nada de maquillaje. Se mueve por su territorio como una sobreviviente. Camina con la punta de los pies, como si temiera toparse con una mina escondida en los remolinos de ropa que dejó luego de asaltar su clóset. Disparo. Plano detalle del pie izquierdo de Mary Anne levantando una pantaleta del suelo entre los dedos gordo y segundo.
Anoche, después de llegar de la oficina, vi La double vie de Véronique. En una de las escenas parece establecerse que la existencia de dos mujeres idénticas, que jamás se han cruzado aunque sus destinos galopan con el mismo compás, se justifica en el hecho de que una es la experiencia de los errores que la otra puede prevenir. Como si fuera una segunda oportunidad andante, resguardada de todo mal, en tanto que la otra paga por los pecados de las dos. Hoy, cuando tuve que cambiarme la falda de pana y la camisa de lino que manché con vino tinto, me pregunté cuál versión soy yo y deseé de todo corazón que Mary Anne recordara no descorchar la botella de vino demasiado cerca de su blusa cuando estuviera en la cocina.
Está en la calle. Lleva consigo las rosas marchitas. La veo cruzar. Una hormiguita blanca en medio de un mar de obreras negras. Acaba de mirar hacia arriba. Me tenso. Se encuentra justo delante de mi edificio.
Entra.
¿Tendrá la respiración entrecortada como yo? ¿Le sudarán las manos? ¿Sentirá este zumbido en los oídos?
Tocan la puerta.
Avanzo hacia el ojo mágico con mi propio ramo de rosas en las manos.
Mary Anne, there are no words that I could say,
No way to tell her what it means to me
To see her face again…
*