Ganador del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017, y dividido en los apartados «Sobre el sistema del mundo» y «Sobre el movimiento de los cuerpos», Principia (FETA, 2018), el primer poemario de Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986), es la indagación de un Yo que parece asumirse desde la catástrofe: sea por premonición o como un sobreviviente de la misma. El cuerpo que habla enumera los objetos alrededor de los que orbita, pero también los describe como escombros.
Una casa es un eje, una familia es un eje, el amante es un eje. Pero así como se guarda testimonio de ese afuera, los poemas se asoman al interior del cuerpo con la certeza de la ciencia y la duda del espíritu. El Yo saca al cuerpo de sus límites para explorarlos, y para ello usa una radiografía, una lámpara hospitalaria o un elemento que ayude al ojo, como representante de la conciencia y de la existencia, en su búsqueda:
Ahora, tocada
por el diámetro del cañón
imagino mi cuerpo encendido
como una alberca en la noche.
Sólo entonces, con la luz adentro,
toma forma el agua, se sostiene a sí misma,
es algo más que vidrio disuelto.
Quizá solamente visto,
desgranado en vericuetos y órganos, el cuerpo
existe plenamente.
En los poemas, Elisa reconoce como parientes a sus padres y abuelos, pero también a los ancestros de otros reinos: nos da información sobre las manías de unos y de otros, como alguien que ha convivido con ambos («Conoces a los animales por el olor del aserrín y el excremento»). En ese ejercicio, teje el lenguaje científico con el religioso («inmaculada madre celular»). Propone experimentos para medir cosas inmensurables, desde hechos tangibles: el dolor a través de los decibelios del llanto. Se hermana con el tumor dentro del cuerpo de la madre («Un tumor es quizá un hijo que no nace»). Cuenta la transformación del cadáver de la abuela por medio del fuego, su desaparición. De modo que en la muerte uno vive su propio Apocalipsis, el cual quedará registrado mediante una serie de números en un acta de defunción, que representa un tiempo y su paso. Mientras tanto, el alma son los habitantes del cuerpo: bacterias, virus y parásitos («Pero esto que también me habita / algún día se mudará de cuerpo»), como lo son las personas de los espacios, hasta que, igualmente, deben mudarse.
Por otro lado, todos aquellos fenómenos físicos y astronómicos que parecen predecibles dejan de serlo, con ello el amor y la presencia. En la segunda parte se enumeran caídas y desplazamientos, así como sus excepciones («Un objeto puede existir y sin moverse. Desatado de la fuerza de otros. […] Quizá los objetos sólo existen cuando están inmóviles»). Se hace un inventario de pérdidas y de las certezas que las mismas que han dejado: la huella como una forma de acercarse a un cuerpo ahora inexistente en el mismo espacio que el nuestro; el contorno o el contenedor como una manera de acercarse a la forma que estuvo al interior, a su masa.
El universo es una alberca vacía,
forma en descanso, cuatro esquinas
falsamente azules que no contienen
nada. En resumen,
un despropósito, eso,
y un querer estar ahí,
pero en otro sitio, adentro,
pero bajo otras reglas.
El vacío desde el que todo inicia se debe a una desaparición, a ese haber entregado el cuerpo al fuego. El origen de la vista, lo que ha permitido el haber abierto paso a la luz, haber observado con ojo y microscopio, y lo que ha dejado de estar al alcance de la mirada… Todo lo que se mueve o se desplaza a través de las páginas de Principia está de algún modo despidiéndose, a punto de borrar sus límites, pero también dejando un vestigio de su paso. Que a nosotros, como a Elisa, eso nos consuele.