Obra negra (Almadía, 2017), de Gilma Luque (Ciudad de México, 1977), tiene como eje la idea de una estructura: sugiriendo a la esclerosis como la pérdida de la misma, y a la planeación y la construcción de una casa como un anhelo de ella. Además de poner de frente el desarrollo de un individuo paralelo a un proceso degenerativo. Los personajes de esta historia son una familia que se enfrenta desde diversos puntos a la enfermedad de la madre y con ello también a su infantilización: la esclerosis avanza y la madre empequeñece. A diferencia de la narradora, quien crece sumida en la confusión y en un duelo perpetuo. Cada uno de los personajes encuentra una distracción distinta: el padre se concentra en los arreglos de la casa, el hermano en la música y el estudio, y la narradora en el amor, mientras que Verónica va perdiendo no solo la movilidad, sino su capacidad para ser un actante en la historia y para quien el más grande refugio es la posibilidad de encontrar la forma de curarse, esperanza que con el tiempo se va oscureciendo hasta quedar relegada a la sombra.
Estructurada en tres capítulos: “Búhos”, “Testigo blanco” y “ O Canadá”, ésta es una novela que dura años, que va desde la niñez a la etapa adulta del personaje principal. No es la historia de un accidente intenso y rotundo: un drama concentrado en una acción o en la espectacularización de la violencia, sino de un drama que se prolonga temporalmente, tanto que acaba siendo una costumbre, algo cotidiano y silencioso, como un grito ahogado en una almohada. De ahí que la narración tenga un tono de diario, donde sólo podemos conocer a los personajes a través de la mirada de quien nos cuenta de ellos. En esos años de encierro al que la enfermedad somete no sólo a la madre, sino a toda la familia hay, no obstante, momentos de huida: pequeños viajes en carretera, dentro y fuera de México. El deseo adolescente de abandonar más que la casa familiar, sus problemas y de constituir su identidad es un móvil.
Así, el deseo de la huida se concreta no sólo a través del viaje, sino también desde y hacia el amor de pareja. De modo que seremos testigos de la salida del personaje de la Unidad Santa Fe (donde vive esta familia), en la Ciudad de México, hacia el mundo en busca de su propia historia en varios intentos, puesto que en esas salidas la narradora se da cuenta de que aun lejos de la casa familiar los conflictos o la persiguen o la habitan. Nos enteramos también de los pensamientos de una mujer que desde niña tuvo que comenzar a cuidar de la madre y que fue consciente de la posible pérdida de forma temprana; y que vivió luego el terror de verla transformarse en una especie de monstruo, en la medida que la enfermedad la va imposibilitando y amargando:
Cada noche sueño que mamá se muere. Sé que la tragedia de Edipo es como la de Sísifo: infinita. Que mi piedra es huir incontables veces y llegar a ese cruce de caminos, siempre al mismo lugar. A donde quiera que Edipo vaya regresará a ese momento en que su tragedia comienza. Así me sucede. Tengo que tomar una decisión: cuidar de mi madre o abandonarla otra vez, abandonar la idea de ser su cuerpo, de ser ella. Una u otra, no hay tercera opción.
Algunas de las pautas temporales en la narración están dadas en relación con la etapas de vida marcadas culturalmente y por la religión católica: la primera comunión, los quince años y la boda. El temor y la ansiedad que éste provoca se vuelven parte de la identidad de la protagonista, así como un rencor que se acumula hacia Dios o la fuerza capaz de curar a la madre. Luque nos deja ver a un personaje para el que los deseos o los placeres más sencillos se ven saboteados por la debilidad y la degeneración del cuerpo de su progenitora. Para quien la cura significa también el poder llevar una vida “normal”, aunque ella perciba que eso no existe, pues la gente que la rodea vive su propios dramas y también está condenada a su manera. Aun con ello, la protagonista conoce el amor, pero en ese conocimiento hay una decepción: el amor, igual que su madre, también se degenera.
Entre algunas de las novelas con las que personalmente pude conectarla debido al argumento, están Fruta podrida (FCE, 2007) de la escritora chilena Lina Meruane (1970) y Una muerte muy dulce (1964), de la francesa Simone de Beauvoir (1908-1986). Y, finalmente, más allá de la discusión de si es autoficción o biografía novelada, o el comentario estéril de si tiene un tono “intimista” o son recuerdos de la autora, Obra negra logra configurarse como una novela completa, y que, a su vez, se cierra sobre sí como una historia inacabada, ya que, como la autora misma lo afirma, la memoria siempre lo está.