No me considero una buena escritora. Con demasiada frecuencia me dejo llevar por esa inmadura necesidad de redimir una parte de mí en metáforas o personajes. Es completamente egoísta y escasamente satisfactorio, algo así como morderse las uñas o releer una novela en lugar de empezar alguno de los 8 libros nuevos que esperan en la mesa de noche. Pero como todo escritor que se respeta, soy la primera en presumir que tengo problemas.
Hace casi un mes, mi psiquiatra sugirió que las personas de literatura tenemos una enfermiza fijación con la miseria y el dolor. Mencionó los pasajes sombríos de Milan Kundera, su aversión específica a la esperanza. De inmediato pensé en un amigo mío que suele compararse con personajes de Dostoievski o Kafka. Pensé en los poemas de Emily Dickinson que leía cuando empezaba a familiarizarme con la amargura y soledad adolescente. Pensé en Miguel Ángel Asturias emborrachándose en Guatemala y en Alfonsina Storni desapareciendo bajo el mar.
¿Por qué no les gusta la felicidad a los escritores? Los finales felices son la quinta esencia de todos los cuentos que nos contaban de niños: princesas convertidas en novias y mendigos convertidos en héroes. Sí, no faltaba la maestra perversa que te contara historias de espantos, crímenes o tragedias poscoloniales, pero parte del punto era entender que la verdad y el amor podrían salvarnos. Sin embargo, lo primero que me fascinó cuando leí Paula de Isabel Allende a los 9 años fue la ausencia de un final redentor en manos de la magia o el amor judeocristiano. Mi morbo por la literatura de verdad era esa desolación absoluta, la sirenita convertida en espuma o Caperucita Roja convertida en sashimi.
En el interés de salvar mi salud mental, comencé a pedir sugerencias de libros adultos con finales felices. Invariablemente, las recomendaciones que he recibido vienen de lectores no académicos, y todas, absolutamente todas, son libros de autoayuda. ¿Por qué no creemos en la felicidad dentro del arte? Celebramos a los artistas que se destruyen como parte esencial de su genio. Dicen que no tendríamos poemas ni pinturas hermosas sin la esquizofrenia o las drogas, y es un poco estremecedor admitir que nos da alegría experimentar esa volubilidad.
Hablamos del dolor como una emoción universal, pero buscamos maneras cada vez más específicas y extremas de experimentarlo en las narrativas de otros: tortura, alienación, soledad, adicción… ¿Por qué es tan complicado que veamos la felicidad en otros? O bien, ¿por qué es tan raro que entendamos las ramificaciones de ser felices?
He escuchado que la felicidad absoluta podría hacernos miserables. El equilibrio, invariablemente, llegaría a aburrirnos al punto de iniciar otra búsqueda, otra lucha por que se nos acaban el tiempo y el amor. Entiendo la idea de que la alegría no sea permanente en la vida real, pero no deja de inquietarme por qué este paradigma prevalece en la ficción como arte. Alguna vez le dije a alguien que para convertirte en poeta debes llegar a una parte muy oscura y dolorosa de ti mismo, y es muy difícil que alguien te ame después de ese punto. Tal vez nuestro preciso deseo, íntimo e inconfesable, es que alguien pueda convencernos de que el amor gana, que somos princesas o héroes, pero no monstruos. O bien, quizá deberían inventar la terapia para curarse el cliché.