El arte de la traducción siempre me pareció fascinante (quiero decir, ¿qué podría superar el dedicarse a jugar con letras y palabras en una persecución constante —e ilusoria— de mantener el significado?), pero desde que el lenguaje se transformó en el foco y centro de todos mis estudios (y, a la larga, de mi vida), mi perspectiva sobre el mismo cambió drásticamente. Podría pensarse que el estudio y análisis de teorías abstractas sobre gramáticas generativas y ensayos de lingüística sería una tarea tediosa que, de manera práctica, poco aplica al cometido de la traducción, pero puedo afirmar desde la experiencia que no es así. Un conocimiento profundo del lenguaje no lo privó de sus maravillas, sino que me permitió apreciarlas desde una nueva perspectiva.
Todavía me acuerdo de la emoción que experimenté cuando tuve la primera materia de traducción propiamente dicha. Cursaba el segundo año de la carrera y era sobre campañas publicitarias por lo que, en preparación para tan desafiante tarea, leímos largos apuntes sobre estructuras gramaticales equivalentes en los dos idiomas. Una de las más básicas refiere al uso del posesivo en relación a las partes del cuerpo: mientras el inglés lo mantiene («Raise your hands»), en español se prefieren otras formas, como el artículo definido para evitar la redundancia («Levanten la mano»), limitando el uso del posesivo solo en casos de ambigüedad semántica.
Empapada de reglas gramaticales y sugerencias de la RAE, entregué orgullosa mi primera traducción. Ahora, un par de años después, me pregunto qué tan redundante u obvia es esta posesión corporal. ¿De verdad somos dueños de nuestro propio cuerpo? La respuesta parece evidente: sí, por supuesto, ¿de quién más, si no?
Reformulemos la pregunta, entonces: ¿qué tanto afecta el lenguaje a la percepción que tenemos de nuestro cuerpo como nuestro? Esta problemática no es para nada nueva, y es una que atraviesa los estudios lingüísticos desde que comenzó a cuestionarse el uso mismo de la lengua. La forma en que nos comunicamos y la elección de las palabras que usamos son consecuencia y reflejo de la cultura en que surgen. Y, en la medida en que estas cambian (como inevitablemente ocurre), también lo hace el lenguaje. Es por eso que, con el auge del feminismo y la conciencia de género, nos encontramos con nuevos mecanismos como el tan polémico lenguaje inclusivo.
Pero volvamos a la idea del cuerpo, ese cuerpo que no es mío sino ajeno, casi como una entidad cuya forma y dictamen obedece las leyes prescriptivas de una institución extraña. El cuerpo que no es mío, pero con el que convivo desde el instante mismo de mi nacimiento hasta el día en que muera. El cuerpo que no es mío pero que tiene que conformar con las estéticas de mi época («Que no demasiado flaca pero tampoco demasiado gorda; que sin estrías ni celulitis porque son desagradables; que nada de pelos porque eso es de sucia; que si no tenés culo sos plana pero si las tetas son de gorda no cuentan»). El cuerpo que no es mío pero que es visto como un elemento más de comercio con el que jugar como plastilina. Pero yo no soy plastilina. Yo soy carne y huesos y sangre y experiencias y música y bailes y risas y llantos y cerveza con amigos y abrazos a mi mamá y mates a la tarde y…
Es por eso que, así con conocimiento de la gramática y todo, decido romper mi traducción de segundo año, ignorar la regla básica que da por supuesta la relación conmigo misma, y reclamar como mío lo que me fue dado por derecho. Porque no es el sino mi cuerpo, mi acompañante más leal que es libre de manifestarse en las formas y maneras que más prefiera. Hoy decido dejarle libre, que explore por su cuenta las manifestaciones de su propio ser sin sentirse limitado por las restricciones de un lenguaje que tanto me apasiona.
Es por eso que hoy puedo afirmar esta verdad tan obvia pero tan mancillada: mi cuerpo es mío.