Queremos tanto a Lovecraft

Aprovechando la publicación de El color que cayó del cielo, traducida por Liliana Colanzi, revisitamos al genio del horror y la fantasía, H.P Lovecraft.

…en un febril y caleidoscópico instante estalló en esa granja maldita un cataclismo deslumbrante y volcánico de chispas y sustancias antinaturales, encegueciendo momentáneamente a los hombres que lo vieron y enviando hacia el cénit una nube bombardeante de elementos coloridos y fantásticos de los que nuestro universo debiese renegar″.

El estilo de Lovecraft es inconfundible: pletórico, lleno de perífrasis, cargado de palabras rimbombantes. Es como un virus, que se prende en el lenguaje y lo modifica, lo adapta para sí mismo, creando una atmósfera única que se multiplica hasta el infinito.

La imaginación de Lovecraft produce monstruos: bichos malvados y llenos de tentáculos que no existieron hasta que este hombre, oriundo del norte de Estados Unidos, los liberara al mundo. Los señores del abismo que duermen y acechan en la ciudad de R´lyeh; el loco Abdul Alhazred y su grimorio, el Necronomicón; los seres pegajosos de otro mundo que devastan todo a su paso, las plantas que mutan y te devoran espora a espora, son algunas de sus muchas e infecciosas creaciones.

Si hay un universo en el que dejó una huella absoluta es en la esfera de la cultura popular. Stephen King, Mike Mignola, Neil Gaiman, Alan Moore le han presentado sus respetos, creando historias ambientadas en su seno, con homenajes que van desde las manifestaciones del idioma de Cthulhu (Hellboy, sin ir más lejos, viene de ese espacio ficcional), hasta las combinaciones estrambóticas como “Estudio en Esmeralda”, el relato que le valió a Gaiman un premio Hugo a la mejor historia corta el año 2004.

Su innegable talento lo pone codo a codo con el otro gran maestro de la literatura gótica del terror, Edgar Allan Poe. Y es que ambos se atrevieron a señalar, en un mundo donde los creadores literarios buscaban la iluminación y el decorado de lo “bueno”, aquello que estaba oculto: las fuerzas malévolas que operan en el ánimo, la insignificancia del hombre ante la inmensidad de lo desconocido, el solaz que produce en algunos encontrarse en compañía de la podredumbre, la infelicidad y la muerte.

Mucho se ha hablado del racismo de Lovecraft. Tanto, que el año pasado se decidió retirar su efigie del World Fantasy Award, uno de los tres premios más reconocidos en el ámbito de la fantasía y la ciencia ficción. Nnedi Okorafor, increíble autora nigeriana, admitió que observar el busto de un racista redomado al lado de sus otros grandes premios, como el Wole Soyinka (premio a lo mejor de la literatura africana), le provocaba urticaria. Sin embargo, se trata de la primera mujer negra en recibir este premio desde sus orígenes en 1975, un honor que supera al hombre detrás de la efigie.

No sabemos si Lovecraft hubiese aprobado; ni si estaría tranquilo con el mundo que ahora lo admira al punto del ridículo: retraído y misógino como era, la actualidad podría haberlo aterrorizado. Hoy, en su nombre, se cometen todo tipo de atropellos; desde antologías ambientadas en el mundo de Sherlock Holmes; cuentos que combinan al mythos de Chtullu con las redes sociales; peluchitos del rey de los abismos con tentáculos de felpa… hasta nanas para niños… su creación aguanta de todo.

Y es que ése es su poder; haber creado un universo narrativo, una modalidad de escritura tan característica, que al leerla se reconoce inmediatamente. Un discurso que se reproduce a sí mismo, la contagiante verborrea que, cien años después, nos inspira aún delicioso terror. En El color que cayó del cielo Colanzi se luce, además, replicando esa vorágine, traduciéndola, contagiándonos, invitándonos adentro de ese horroroso mundo, tal y como a Lovecraft le hubiese gustado que fuese.

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