La trama abierta

Siempre hay una manera. Eso piensa Anabella para despejar el nudo que se le forma en la garganta cuando ve que son las diez y cinco de la mañana. A las diez tenía que estar al otro lado de la ciudad y acaba de despertarse. Se da un pase con el ventolín que milagrosamente está al pie de la cama, para evitar una crisis de asma justo en ese momento. El nudo se deshace en el mar de confianza en sí misma que ella tiene de reserva: en su talento para poner las circunstancias a su favor. Siempre hay una manera, Anabella, se repite, ahora en voz alta, mientras busca un par de medias en el remolino de ropa que bordea su cama, una balsa recién encallada en el puerto de la realidad.

En bicicleta va a llegar más rápido que esperando dos colectivos. Además, puede decir en el curso al que tiene que ir que se le pinchó una rueda en el camino, en caso de que le hagan problema por el horario. No importa, eso es lo de menos. Ya se le va a ocurrir algo, o mejor dicho: ya va a ocurrir algo. Necesita un café. Piensa que no tiene tiempo de preparárselo y enciende la cafetera, en un gesto involuntario. La cafetera. Es capaz de atarla al portaequipaje de la bici para llevarla hasta cualquier parte con tal de tomarse un buen café.

Juntar las cosas en un morral, la billetera, algo para anotar… Lavarse los dientes. La cafetera hace un ruido raro.

—Vamos, linda, vamos… No me falles… —le dice al aparato con el cepillo de dientes en la boca mientras piensa por dónde le conviene agarrar con la bici.

Calienta la leche y la espuma. Para ella, el café es con leche o no es. Conoce los distintos tipos de granos, gasta lo que no tiene en un café tostado sin azúcar de Venezuela o Cosa Rica, que muele en casa. Y cuando está en su punto, le agrega leche y azúcar, ante la indignación del diletante promedio del café, que normalmente se jacta de preferirlo negro. Ésa es la mujer que ahora va a hacer magia para llegar a tiempo al curso, aunque ya son las diez y cuarto pasadas.

Busca una taza en el fondo de la pileta de la cocina, cubierta con platos y sartenes sin lavar. Por suerte el azúcar aparece pronto, en un rincón de la mesa repleta de lo que usó la noche anterior para amasar el pan que hoy tiene que vender sí o sí para pagar el gas, porque tiene aviso de corte. A la salida del curso va a volver a buscar esos panes, antes de ir al laburo; va a venderlos ahí mismo, en la clínica, y si no les gusta a los dueños que venda el pan, entonces que le paguen de una vez, que ya hace más de dos meses que trabaja para ellos sin ver un peso. Le prometieron un buen sueldo a cambio de asesorarlos para mejorar el servicio de comedor de la clínica, pero ahora no le pagan. Hasta este curso de seguridad de alimentos se había metido a hacer, en su tiempo libre. Reclamar es difícil, porque no tiene acreditación: le faltaron un par de exámenes para recibirse de cocinera, así que no puede firmar un contrato.

     —No importa, Anabella —dice, en voz alta. —Ya te van a pagar. Vos sabés por qué estás haciendo esto. Sabés lo que querés.

Lo que quiere es viajar. Necesita juntar plata para viajar como a ella le gusta. Para disfrutar, para conectar con los lugares y con la gente. Y para conocer las cavernas donde nace el roquefort. Pronto cumplirá cuarenta años: no puede demorarse más.

Se acuerda del viaje anterior. Ya pasaron cinco años. De Barcelona recuerda ser como una nena a la que dieron permiso para salir hasta las seis y vuelve después de las ocho. La empresa aérea con la que tenía que volver a Buenos Aires quebró el día de su llegada a Madrid, a pocas horas de tomar su avión de regreso. Sin dinero ni pasaje, había logrado colocar ella sola sus brownies en los bares de Lavapiés para pagarse el vuelo de vuelta. Con ese recuerdo vuelve a sentirse a gusto consigo misma. Siempre hay una manera.

* * *

Deja la taza sin lavar sobre la mesa cubierta de harina y sale, cerrando la puerta de El último cafetín del mundo. Anabella habla de El cafetín sin molestarse en aclarar que se refiere a su casa: una habitación en el fondo de un jardín librado a sí mismo, conectada a una cocina en permanente remodelación. Los límites están en la cabeza, suele decir ella, radiante. Cuando conoce a alguien, en casa de una amiga, en el dentista o en la parada del colectivo, enseguida le cuenta que tiene un cafetín especializado en cafés del mundo, que en el cafetín se hacen eventos de todo tipo y compromete a la persona a visitarlo. Una vez en el cafetín, sentados en la cama a medio hacer, los invitados no tienen tiempo de desilusionarse. Desconcertados ante la naturalidad con que la anfitriona se desenvuelve, se preguntan si habrán malinterpretado a Anabella con lo del cafetín, o directamente si no estará ella un poco mal de la cabeza.

Pero enseguida sucede otra cosa: aparece una intensidad asociada a estar ahí que inhibe las preocupaciones. Un bienestar. Aunque el suelo esté cubierto de ropa y cosas y en la mesa se amontonen los paquetes de harina vacíos, Anabella prepara el café, elige una taza coqueta que enjuaga distrayendo al invitado, se sienta cerca, se demora en la charla como si no hubiera después, escucha, capta, opina, cuenta algo, hace reír, y en algún momento, casi siempre llega alguien venido de cualquier parte, porque Ana deja la llave debajo de la puerta, accesible a quienes conozcan el truco; y ese alguien acepta un café, cómo no tomarse un café en El último cafetín del mundo. El nuevo, sin darse cuenta, va declinando sus malas sospechas, o bien, en todo caso, se resigna a aceptar que se trata de un delirio compartido. Como casi todo lo que compartimos con los otros.

Pero no, no es delirio, ni individual ni colectivo. Quizás lo que sucede es que hay que resignificar el término cafetín, la expresión tengo un cafetín, que ante la evidencia de lo que allí sucede se imanta con un sentido diferente. La persona invitada se da cuenta de que la realidad no es siempre como ella cree que es. Las cosas pueden ser de muchas maneras. Anabella, allí delante, contándote cómo pagó su pasaje de vuelta desde Madrid vendiendo brownies en Lavapiés y afirmando que de haberse quedado en España se habría hecho millonaria y que tiene que volver pronto a Europa porque no puede cumplir cuarenta años sin haber estado en las auténticas cavernas de roquefort, ella es la prueba viviente de eso: de que la realidad tiene fronteras borrosas. De que una puede retocar esas fronteras según le parezca. Porque lo más importante al final es encontrarse con una misma y conectar con el otro, como repite ella, anfitriona de un portal multidimensional en pleno corazón de Monte Castro.

* * *

Cierra la puerta y sale. Son las diez y media de la mañana. Anabella piensa que si eso que le sucede hoy fuera un cortometraje, el argumento sería la manera que la protagonista encontrará de llegar a tiempo al curso de seguridad de alimentos. Se imagina una música de fondo. Pero descarta la idea, no le parece suficiente para trama. Más bien, el corto se trataría de las aventuras que vive la heroína hasta llegar a su destino, que pueden multiplicarse hasta el infinito, hasta curvar el espacio-tiempo, porque siempre hay grietas en las superficies que parecen impenetrables. En un instante caben millones de instantes. Ella tendría que escribir las cosas que le pasan, aunque es difícil. Su amiga Rita, que es escritora, le dice siempre que si escribiera las anécdotas que ella le cuenta, nadie las creería.

En eso piensa mientras sube a la bici, acciona los pedales y se dirige por la vereda hasta la esquina. Ya bajando por la rampa, presiona los frenos para no darse de cabeza contra los autos que pasan. Tiene que torcer rápidamente el manubrio porque los frenos no funcionan. Cierto, ya lo sabía, se olvidó con el apuro. Casi pierde el equilibrio. Qué va a ser, no hay tiempo de arreglar los frenos ahora. No pasa nada, ayer anduvo sin frenos también y no pasó nada.

La cara de Rita aparece en ese momento en el aire, como la sonrisa del gato de Alicia. Pero no sonríe: la mira con el mismo gesto con que la miró anoche, cuando Ana fue a cenar con ella, los ojos enojados adentro de los anteojitos de carey. Esa cara le puso cuando Ana le contó que había pedaleado por toda la ciudad con la bici sin frenos. Le contó que, en un momento, venía andando cuesta abajo por una avenida y se encontró con que el semáforo estaba en rojo. Un río de autos pasaba por la calle perpendicularmente. No tenía forma de frenar. Se dijo: Y bueno, fue lindo mientras duró, deslizándose calle abajo a toda velocidad hacia los coches en movimiento. Casi en la esquina, el semáforo cambió a verde, los autos se detuvieron y ella pasó de largo, vivita y coleando. ¡Otra oportunidad! ¡Otra oportunidad! coreaba interior-mente, confirmando su buena estrella.

Cuando oyó la historia de su amiga, Rita se rio bastante. Pero enseguida puso esa cara que ahora se le aparece a Ana en el cielo. No se lo dijo, pero no hacía falta que se lo dijera. El mensaje era: ni se te ocurra volver a subirte a esa bicicleta sin asegurarte de que podés parar. Rita era así, cauta, prudente: miedosa. Lo que sí le dijo Rita cuando Anabella se fue de su casa en esa misma bici sin frenos, a las tres de la mañana, fue:

—A ver qué hacés con esa otra oportunidad, amiga.

A Anabella le da un escalofrío. Para sacudírselo, piensa que si tuviera que guiarse por los parámetros de seguridad de su amiga no saldría de su casa. Ella no tiene miedo. De nada. O bueno, sí. Tiene miedos. Pero sus miedos no tienen nada que ver con los de Rita. Y así, como se borra la espuma que deja una ola en la playa, se va borrando la fea expresión de Rita en el cielo de Anabella, que ahora pedalea cada vez más rápido por las calles de Buenos Aires, entre coches que le ceden el paso y semáforos que cambian de luz a su favor.

* * *

Durante un tiempo corto, las dos amigas habían trabajado como maestras haciendo suplencias en escuelas primarias. Ambas habían depuesto enseguida el intento, Rita a raíz de un doctorado en literatura que decidió emprender y Ana dedicándose de lleno al rubro culinario. Pero en una escuela se habían conocido unos años atrás, una mañana de fines de diciembre. Para ser precisas, se encontraron por primera vez el día que estaba vaticinado el mismísimo fin del mundo. Desde hacía más de un año se aseguraba que aquel día –el solsticio del 21 de diciembre del 2012– había sido señalado por el calendario maya como el último. Ante la razonable desconfianza que crecía entre la gente a medida que la fecha se aproximaba, los propagandistas de la profecía habían agregado una aclaración: sería el final del mundo tal como lo habíamos conocido hasta ahora, abriendo el abanico de interpretaciones prácticamente al infinito.

Dentro de ese infinito de posibilidades, cupo el encuentro entre las amigas. Rita advirtió la concomitancia de fechas unos años después, cuando la presencia de Anabella en su vida ya había transformado su mundo ampliando los límites de la realidad. Esta coincidencia alimentó la convicción de Rita en su profunda ignorancia del funcionamiento general de las cosas, convicción que le ayudó a superar su congénita propensión al miedo.

Todo encuentro es propiciado por el azar, pero en este caso su intervención había sido flagrante. Sucedió de la siguiente manera. A pesar de acercarse el fin del año escolar, Rita tuvo buena suerte: consiguió una suplencia en un quinto grado. El cargo era en el turno de la tarde. Una mañana, sin embargo, malinter-pretando algo que la directora había dicho el día anterior, concurrió en el turno de la mañana para asistir al acto de entrega de diplomas, que reuniría a los alumnos egresados de ambos turnos. Llegó temprano. Como no reconoció a ninguna compañera subió al primer piso, a su aula de quinto, a completar unas planillas, mientras en el patio de la planta baja se terminaba de disponer las sillas y los adornos de papel. Bajó al oír murmullo. Fue entonces cuando confirmó su error: ninguna maestra del turno tarde había concurrido.

El patio estaba ya repleto de filas de sillas, que ocupaban las familias. La directora, sentada con las demás autoridades en primera fila, delimitaba una especie de escenario donde se ubicaban los alumnos egresados en gradas, allí expuestos como un producto empaquetado, con sus jopos embadurnados de gel. Eran púberes en los que se fomentaba un crispamiento emocional de dudoso gusto alrededor de aquel acontecimiento institucional, en virtud de algún misterioso criterio que Rita intentaba reconstruir en su cerebro, con desagradables resultados.

De pie al fondo, detrás de la última fila de sillas, intentaba anestesiarse para no recibir el impacto de la música que chirriaba en unos parlantes de mala calidad: violines de sintetizador rebotaban contra el papel dorado que habían colgado de las puertas de las aulas, formando moños. Advirtió que madres y padres se habían vestido con esmero: camisas recién planchadas, plataformas altísimas de corcho y mucho ánimal print formaban un paisaje bizarro con el patio de la escuelita como fondo –patio que algún espíritu reñido con la humanidad había decidido, en un pasado impreciso, pintar de beige.

Rita intentó transformar la desazón en distancia antropológica: los rituales de pasaje son necesarios, pensó; jalonan lo inabarcable de la experiencia, marcan los ciclos vitales que nuestra desoladora concepción lineal del tiempo impide representar. Lo que tenía delante era lo más parecido a un rito de fin de la infancia que podía esperarse, ensamblado con el cotillón decadente de una civilización a la deriva. Las lágrimas de emoción de madres y padres eran genuinas.

En eso andaba Rita cuando advirtió que una maestra se había detenido a su lado. Con las manos enlazadas en la espalda, contemplaba la escena sin decir nada, fruncido el ceño. Al advertir que Rita la había visto, le sonrió, la saludó y le preguntó quién era.

—Soy maestra de la tarde, de quinto —respondió Rita, que recién entonces se dio cuenta de que un grupo de maestras la miraba desde otro rincón del patio, con desconfianza. Explicó que era suplente desde hacía poco tiempo, que había entendido mal y por eso había concurrido al acto por la mañana.

—Y te tuviste que comer este garrón —dijo Anabella sorpresivamente.

Rita sonrió por primera vez en lo que iba de la mañana. El guardapolvo que usaba esta mujer estaba lejos del blanco rutilante que las maestras suelen elegir para las modestas galas escolares. Otros detalles de su apariencia le sugirieron que quizás fuera la profesora de plástica o música (a las profesoras de artes se les exige menos domesticación que a las maestras de grado, en lo que a normalización escolar se refiere). Le preguntó qué hacía ella en la escuela.

—Soy la maestra de éstos —dijo sin descruzar las manos de la espalda, señalando con el mentón al grupo de púberes que se alineaban a lo lejos, en el improvisado escenario. –Lo único que me alegra es que se vayan de una buena vez, ya estaban insoportables, pobres criaturas –agregó, mientras sonreía evasivamente a una madre, que le hacía señas para que tomara asiento a su lado.

No sólo era maestra de grado, sino que era la maestra de los egresados. Y en lugar de estar allí adelante de todo, junto a la directora, fingiendo lágrimas después de leer unas palabras alusivas cargadas de lugares comunes, estaba en el fondo charlando con ella. Rita se dio cuenta de que le dolía la espalda de haber estado tensa. Se relajó. Se rió. Entonces Anabella siguió:

—Yo no sé lo que hago acá. Toda la vida quise escaparme de la escuela y no volver nunca más. Salir por una ventana, tomarme un avión, irme a vender sanguchitos a la playa. La primaria fue un suplicio y la secundaria, peor. Un calvario. De ésa sí que me escapé. La terminé mucho después, en una nocturna. El profesorado todavía lo tengo pendiente, me tomaron sin el título, me falta la residencia. Y ahora… ¿Podés creer? —Se miraba el guardapolvo blanco que llevaba puesto como si fuera una costra que se le había adherido al cuerpo. —No entiendo cómo llegué acá de nuevo.

Conversaron unos minutos más, a medida que el acto terminaba, dando paso al momento en que las familias se sacan fotos y distribuyen gaseosa en vasitos de plástico. Rita quedó encantada con Anabella: una mezcla de radicalidad crítica y sentido del humor. Como si el reverso de esa aparatosa ceremonia de la que estaban obligadas a participar no fuera la amargura de un orden hostil –que Rita sentía casi físicamente, punzándole las tripas– sino un caos del que podían apoderarse para moldear a su favor, o directamente para habitar a sus anchas. ¿Habría encontrado el remedio contra el cinismo, uno que no era conformismo ni ingenuidad? Intuyó en ella algo diferente. Una especie de dispersión o trama abierta donde todo el tiempo podía irrumpir la felicidad.

Anabella también percibió algo en Rita que no quiso dejar pasar. Un poco porque siempre encontraba algo en la gente que no quería dejar pasar. Y otro poco también porque un destello debajo de los anteojitos de carey le había encendido la intuición. Sobre todo cuando Rita le dijo que esa noche iba a leer sus poemas en un bar, que podía venir si quería. En algún momento, en el desorden del final del acto escolar, buscaron un papelito y una lapicera, y Anabella anotó la dirección del bar.

Rita le contó a todo el mundo del personaje que había conocido esa mañana. Se lo contó a su novio mientras viajaban al Burlesque de Balvanera, donde los jueves se hacía un ciclo de poesía y música al que un compañero de la facultad de Letras la había invitado a participar. El ciclo estaba anunciado a las nueve, pero en cierto circuito de Buenos Aires el inicio de los eventos puede retardarse de una a tres horas, costumbre que los no habitués lógicamente ignoran. Serían las once ya cuando Rita salió a la vereda a fumar un cigarrillo con algunas amigas y comenzó a contarles de nuevo el encuentro que había vivido por la mañana. No había terminado, cuando vio aparecer en la esquina a Anabella, que avanzaba a paso vivo hacia el bar, sonriente, como si la hubieran invocado.

—¡¿Ya leíste?! —le preguntó a Rita cuando la tuvo delante, antes de decir hola.

—No, estamos por arrancar.

A Ana se le ilumnió la cara:

—¡Yo sabía que tenía que venir!

Tiempo después, Anabella le confiaría a su amiga que al llegar con dos horas de retraso y comprobar que no era tarde sino justo a tiempo, interpretó aquello como una señal de que algo de lo que estaba sucediendo ahí tenía que ver íntimamente con ella. Lo que Rita no sabía aún es que Anabella era capaz de experimentar ese tipo de revelaciones más a menudo de lo habitual. Una señalética del pálpito la guiaba por los laberintos de la vida cotidiana. Aquella noche, sin embargo, había nacido algo para las dos. Ese había sido el fin del mundo tal como lo habían conocido hasta entonces.

* * *

Anabella pedalea por una calle porteña, alrededor de las diez y media de la mañana de un día cualquiera. Sabe que debería ir más despacio. Sabe pero no le importa. Oye sonar su teléfono en el morral y, al intentar detenerse, advierte que no le resulta fácil parar sin los frenos. No llega a atender, pero ve una llamada perdida de Gladys, la psicóloga, que ahora le acaba de enviar un mensaje de texto: le recuerda que ya volvió de viaje, que habían acordado retomar las sesiones esa misma mañana. Que la espera en el consultorio a las once. Ana sube a la bicicleta y sigue pedaleando. Debería dejar ese curso al que está llegando tardísimo, debería ir a lo de Gladys aunque no tenga la plata para pagar la sesión hoy, pero no hace ninguna de las dos cosas. Pedalea. Siente lo mismo que había sentido por la mañana, cuando encendió la cafetera mientras pensaba que no tenía tiempo para prepararse un café. Sigue pedaleando. Siente algo parecido a la angustia, pero ve una viejita sentada en un umbral que le canta a las palomas y se olvida de todo lo demás. El mundo es, sin duda, un lugar maravilloso.

* * *

En otro lugar de la ciudad, Rita acaba de levantarse y poner la pava, mientras va y viene ordenando unos papeles que tiene que llevar a la facultad. Encuentra un cuadernito con apuntes escritos por ella misma, que no recordaba. Se sienta, se ceba un mate y lee: El cuento necesita una historia. La novela necesita personajes. Intento número quichicientosmil de sacarle la ficha a la narrativa por el lado teórico, ante su vergonzosa imposibilidad de no escribir nada más que ese género deus ex machina que es la poesía, esa coartada destinada a preservar al sistema literario del vacío mutante que lo corroe. Incómoda, deja el cuadernito sobre la mesa de luz, en la pila de libros a medio leer. Sigue preparando esos papeles. Quizás no haya razón para lamentarse de no poder escribir descentrándose de sí misma. Quizás lo suyo sea la poesía y, a lo sumo, el ensayo: dos géneros que no exigen ese descentramiento, sino todo lo contrario. Con la estilización de su yo no tiene problema. Lo que no consigue es ponerse en el lugar de otro y desde allí, hablar. Una calamidad.

Rita da por sentado que la narrativa exige escribir desde una identidad ajena, necesariamente ficcional, o bien sobre ella. Escribe sin dejar nunca de ser quien es, de ser ella, Rita, con su manera de pensar y de ser, su localidad, su biografía, sus taras singulares, y cree que eso le impide acceder a la novela y al cuento. Cree que debería devenir imaginariamente otro, pese a saber que el yo que experimentamos como propio es una ficción como cualquiera –o bueno, no como cualquiera, pero ficción al fin, sobre todo para una lectora ocasional. No se da cuenta de que la ficción se construye con la realidad, porque no hay otro material con el cual se pueda construir nada.

Mientras se ceba otro mate, Rita intenta imaginarse una novela con personajes extraídos de su vida cotidiana. Piensa en Anabella, en eso que le había dicho una vez medio en broma y que Ana siempre le recuerda: que escribir sus anécdotas sería muy difícil porque resultarían poco verosímiles. Se da cuenta de que, con el material narrativo que le proporciona su amiga, sería difícil decidirse por cuento o novela. Ella reúne al mismo tiempo espesor de personaje y engranaje de historia. ¿Se podrá escribir algunas de sus aventuras en formato de cuento? Las anécdotas son muchas. Por ejemplo, la de cuando era jovencita y se sumó a un grupo de una iglesia que hacía una olla popular en una miserable estación de tren: Ana fue, se puso a charlar con un chiquito de doce años que tenía asma como ella, no tenía ventolín y dormía al aire libre, y ahí mismo dejó la olla, invitó al pibito a quedarse en su casa y lo alojó durante un año. O como cuando fue maestra en una escuela de jornada completa durante menos de un mes y le alcanzó para organizar la musicalización del almuerzo, con una programación de canciones votada por los propios chicos; el comedor dejó de ser un calvario, pero tuvo problemas con toda la planta docente, que resolvió cocinando facturas caseras para todas.

También se podría construir con Ana un personaje para una novela, claro que sí. El argumento no importaría tanto. En la novela, una se adentra en un universo, y sea cual sea el final, por bien construido que esté, siempre queda una desolación, porque es un mundo que desaparece, no una historia que termina. En cambio, recordaba lo que Edgar Allan Poe había escrito sobre el cuento: que su final tiene que ser sorpresivo, enlazando todos los cabos que habían quedado sueltos. También Julio Cortázar escribió que un verdadero cuentista se reconoce en que sus relatos son ecosistemas, mecanismos de relojería, sin una pieza de más ni una de menos, y no fragmentos deshilachados de experiencia. Rita suspira: no va a lograrlo nunca. A lo mejor tiene que resignarse y profundizar en el ensayo, que al fin y al cabo es un género digno.

Se ceba el último mate y se le ocurre maquillarse, aunque nunca se maquilla por la mañana. En realidad, casi nunca lo hace. ¿Pero por qué no ahora mismo? ¿Por qué no la boca rojísima y las ojeras sin cubrir, según cierta moda neorromántica entre las estudiantes de Letras? ¿Por qué le teme a la frivolidad? ¿Por qué le teme a tantas cosas? Se calza los anteojitos de carey y como si hiciera algo que no se debe hacer, se pinta los labios con un labial de mala calidad, que desaparecerá en menos de una hora. La inutilidad de ese gesto se puede entender de varias maneras, piensa; por ejemplo, como un reborde, un pliegue de más en una cadera, un exceso, un gasto improductivo, algo que no hace falta y que, por lo tanto, permite que el resto de las cosas adquieran su razón de ser. Julio Cortázar, tan escritor macho —como le gustaba decir a él: que escribía para lectores macho— no podía tolerar la voluta insignificante, que provee de sentido al logos. El cuento como mecanismo de relojería está bien. Pero el cuento también puede ser cualquier cosa que una quiera que sea, porque si las fronteras de la realidad son esponjosas, cómo no van a serlo también las fronteras de los textos con los que intentamos aprehenderla. El rojo de sus labios hizo a Rita sentirse muy precisa al reflexionar: la poesía es la bolsa de gatos a donde va a parar todo ese plus de insignificancia que, si se derramara por los poros de los demás textos, haría implotar al sistema literario.

* * *

La psicóloga va a tener que esperar. Perdón, Gladys –dice Anabella en voz alta mientras esquiva a otra bicicleta, sin crédito para responder el mensajito. Antes de las once calcula que va a haber llegado al curso. Es hasta las doce, no cree que el profesor vaya a decirle nada. Y si le dice algo, puede inventar alguna excusa. O decirle la verdad. Al fin y al cabo, quedarse dormida tampoco es un pecado. Le viene un gusto amargo a la boca y lamentablemente, lo identifica: está en cuarto grado, sentadita en su pupitre, esperando que la maestra la nombre, la haga pasar al frente, le pregunte si estudió, y ella tenga que dejarse preguntar cosas que no puede responder, o en cambio, decir que no sabe, inventar una excusa, dejarse exponer así, delante de todos. Anabella debería bajarse de esa bicicleta e ir a lo de Gladys. Por alguna razón que ignoramos, esa mañana la protagonista de esta historia no percibe las evidentes advertencias. Sigue pedaleando. Un rayo de sol que se filtra de pronto entre dos edificios le hace cerrar los ojos.

Once en punto de la mañana suena el teléfono de Rita, que se acaba de calzar la cartera al hombro para salir. Atiende.

—Hola, amiga…

—Hola, Anita, cómo va.

—Acabo de chocar con la bici.

De fondo, se escucha el barullo del tránsito.

—¡Cómo que chocaste! ¡¿Cómo estás?!

—Bien… Bah, tengo un pie mal. Estoy esperando la ambulancia.

Anabella suena acongojada. Miedo no, miedo no tiene. Le dice en qué esquina está y que la van a llevar al Hospital Ramos Mejía. Deciden que Rita vaya directo al hospital y la busque ahí. Cortan.

* * *

En pleno barrio de Villa Crespo, un patrullero corta el tránsito. En el medio de la bocacalle, Anabella está sentada sobre el empedrado. Acaba de cortar el teléfono y ahora le hace señas a un policía para que se acerque. Le pide que le alcence su morral, que necesita el ventolín para el asma. El oficial es un jovencito que se esfuerza por fruncir el ceño y aparentar recio, pero que en realidad se asustó cuando Anabella cayó al suelo. Le dio impresión verla volar por el aire en dirección opuesta a su bicicleta y caer ahí, entre los autos. Ana se da cuenta, tiene el ojo entrenado para ver la fragilidad. Ahora le acerca el morral y se pone en cuclillas al lado de ella, solícito. Ella le da charla mientras revuelve el morral y piensa que Rita se horrorizaría de verla intimar con el uniformado: le dice que espera no haberse quebrado, que tiene que trabajar, que tiene que irse de viaje. El muchacho intenta consolarla, no te preocupes, flaca, seguro que no es nada, a un primo mío le pasó y a la semana ya andaba lo más bien.

Llega la ambulancia. Rápidamente, un médico cincuentón se acerca a donde la víctima del siniestro y el agente conversan, al ras del empedrado. Sin siquiera agacharse, planilla en mano, mira el tobillo de la accidentada por encima de sus anteojitos:

—Te quebraste la tibia y el peroné —dice. —Te llevamos a la guardia. Calculale seis meses de recuperación, mínimo.

El médico se aleja unos metros y da indicaciones a los enfermeros, que van en busca de la camilla. Se pone a completar unos papeles. El policía lo sigue con la vista.

—Qué frío, el tipo —dice en voz baja, contra todo pronóstico, sin dejar de mirarlo con rencor. –Son unos carniceros…

Ana siente el espasmo de la risa que le sube por el pecho, pero se contiene porque Rita tiene un poco de razón y capaz que hay que fijarse con quién, por lo menos alguna vez en la vida. Y además porque lo único que le falta a ella, en esa situación, es reírse. Anabella, por favor, podés parar –piensa, indignada ella también.

Se acuerda de los panes que quedaron en el cafetín, tiene que avisarle a Rita para que al menos los reparta entre los vecinos, que se van a poner feos. Piensa en las cavernas de Roquefort, mientras dos fornidos enfermeros empiezan a manipularla como si fuera una muñequita de porcelana y trapo.

Se alegra de no tener que volver a la clínica por un tiempo. Pensándolo bien, no va a volver más. Era un lugar horrendo. Esa decisión la reconforta. Acostada adentro de la ambulancia, se adormece.

* * *

Reclinada en una camilla al fondo del pasillo del hospital, donde la dejaron porque no había camas suficientes en la guardia, Ana ve aparecer a Rita. Ya desde lejos la nota enojada y asustada, las dos cosas. Pero trae un par de muletas en una mano y un café con tapita (para que no se enfríe) en la otra. Trae los labios medio borroneados de rojo. Anabella se acuerda del cortometraje que se imaginó al salir de casa, un par de horas atrás, el de las aventuras que viviría la protagonista en la bicicleta sin frenos, buscando retroceder en el tiempo para llegar al otro lado de la ciudad. Esta podría ser la escena final del corto, con música de Nino Rota. Se ríe. Rita llega a su lado, suspira, apoya las muletas contra la pared, le da el café y le dice que ahora sí que tiene otra oportunidad, pero que hay que ver cuántas le van quedando.

—No me retes, amiga. Ahora no. Después me retás.

Se abrazan. La cámara se aleja dejándolas a ellas en el centro y continúa retrocediendo por el pasillo descascarado del hospital, hasta salir por una ventana. Las amigas siguen en el centro de la imagen pero son un puntito visto desde la vereda. La cámara sigue retrocediendo y se detiene en la rama de un árbol donde hay un pájaro, que sale volando de golpe.

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