El sueño persa

Te acostaste siendo consciente de todos los sonidos de la noche, tanto, que te sirvieron como la parodia de una canción de cuna mal desarrollada.

Los pasos en la calle ―plac… plac… plac…―, el sonido susurrante del viento ―shhh… shhh… shuuu―.

Tu propia respiración acompasada, matizada de sonidos que imitaban silbidos en plena formación, confundidos de vez en vez con un tímido ronquido.
Mientras duermes, una radio de fondo reproduce la última y más conocida canción de amor que el mes de febrero pudo inspirar a la cantante más bonita del pueblo. Dicha melodía amenaza con sacarte de ese estado de sueño que, en ese instante, si fueras consciente de tu alrededor, ni siquiera sabrías catalogar a qué capa corresponde, según los expertos…

Ven a mí, oh, sin razón aparente
Ven a mí, que quiero que me llenes
Me cubras
Con el sonido salvaje de tu amor…

El sonido rasposo de tu piel contra la tela de tus sábanas y de estas contra el edredón, indica a tu habitación que acabas de girar sobre ti mismo, dándole la espalda al colchón y la vista al techo que, en ese instante, se hace más y más negro.

Pero para tus ojos cerrados, eso es irrelevante, no tiene importancia. La música romanticona se mezcla ahora con los desaforados sonidos casi estridentes de una discoteca de bajo mundo, donde los jóvenes más jóvenes que tú echan a volar su imaginación, y su mente.
Oscuros como la noche, misteriosos como cualquier enigma sin resolver matizado de maldad incipiente…
Pero tú duermes, tal vez no tan profundo como desearías, pero, duermes.
Hasta que empiezas a notarlo.

Un suave peso…
Lo sientes, entre sueños, extrañado, porque lo usual es que se eche a tu lado, y esta vez, la calidez emanada viene de tus pies.
Suspiras, y te ríes entre sueños al imaginar que el gato por fin ha entendido que en invierno debe actuar como cobertor vivo.
Pero en eso, hace algo aún más atípico…
Percibes una lamida de su lengua calentita en tu nariz. Considerando que desde tus dieciocho años, ese persa de ojos ámbares ha sido tu única compañía en ese departamento de setenta metros cuadrados, te pones en alerta aunque no abres los ojos.
Y lo oyes gruñir.

Ese, te dices, definitivamente no puede ser el “Buenos días” habitual de tu pequeña bestia felina de cinco años de edad, principalmente porque, como buen gato, te ve más como un ratón apetecible sobre el cual limar sus uñas y dientes, que como una gatita a la cual acariciar.
Además de que, según alguna parte de tu consciente, aun es de noche, probablemente, las tres de la mañana.

Y aunque el calor parece incrementarse en tus pies, el ha lamido tu rostro…
¿Puede acaso bilocarse? Si fuese negro, quizás la respuesta podrías considerarla afirmativa, pero… Es rubio, o al menos, cenizo.
Entonces, lo sientes de nuevo.
Agudizas bien el oído, porque parece venir de todas partes… Está ahí, como la última noche en que creíste oír algo extraño, pero la actividad instantánea de tu cuerpo, al despertarse en el acto, según comprendiste luego, te había salvado de aquel terror.
Como aquella noche, se camufla, gruñendo, en medio de tanta onomatopeya y el siguiente estribillo de la canción de moda de los viernes en aquella discoteca…

Marca mi piel
Acércate más
Mi cuerpo es tuyo
Te quiero amar

Salta sobre tus pantorrillas cuando intentas girar para tomar tus anteojos, inmovilizándote. Y saltas tú, más que nada al percibir que el gato está erizado y bufa en señal de advertencia.
La música de calle parece aliarse con este evento, creándole la atmósfera perfecta.

Llegó tu noche, lo sabes.

Una huida más no es posible, porque ya esta es la tercera, y tú, especialista en cábalas y esoterismo, sabes que es así.
Los números no mienten, querido…

No se puede escapar de la muerte.

Te daría risa, piensas en un segundo, al recordar el sin número de alegorías sobre esta enemiga imposible de vencer. Y entre ellas destaca aquel perro demoníaco cuya imagen viste a los cinco años, en la portada de un libro. Ver luchar al gato contra la personificación terrorífica de ese ser que se convirtió en tu obsesión, te da risa, y empiezas a reír, ignorando un poco aquel sueño que lentamente torna a pesadilla.
Ironías.

Lo buscabas de niño
Y ahora, él te ha encontrado…

Porque lo has imaginado y entendido ya. Es una fuerza sobrenatural la que te ha capturado, y no tu inútil gato.
Tiemblas, haciendo que el ser avance hasta tus rodillas. Quieres gritar, pero es obvio que este terror nocturno te ha bloqueado, drenándote el habla, la vista, y todo sentido superior o inferior.
Y cuando ya lo sientes en ese lugar prohibido, el gato, cobarde, pasa por encima de ti hasta el suelo, bufando, y dejándote solo.
Asumes que acaba de arrinconarse contra la pared, porque ya no puedes oírlo. Dejando tus pies calientitos, pero rodeados de un frío gélido.

Sólo llega a tus oídos mi gruñido…

La hora de llorar llega. Lágrimas corren por tus ojos al escuchar que lo que antes era un gruñido estático de pocos segundos, es ahora una intermitente sucesión de Grrrs…

¡No quiero morir…!

Intentar suplicar se vuelve algo imposible de realizar, cuando sientes su uña afilada delineando los abdominales que llevabas dos meses formando, en tu cama. Los delinea, de paso acariciando internamente aquello que ni siquiera tú has visto de ti, por culpa de tu propia piel.

Te conozco mejor que nadie…

Lloras, dando por sentado que nadie te hará caso estando tan elevado el volumen del antro de la esquina. Pero empiezas a gritar, porque ya el terror nocturno se ha vuelto tan real como el asesino serial que había entrado esa noche a tu departamento.

Iluso.

Al día siguiente es sábado, y habías decidido ir al gimnasio por primera vez desde el día en que te caíste de la pelota de pilates y todo el mundo se rió de ti…

Te quiero devorar.

Pero, para tu fortuna, no va a dolerte. Será solo terror en su más pura esencia.

Delicioso…

Bien dicen que tienes, después de todo, tres meses, aproximadamente, para tomar consciencia de ello, para acostumbrarte a lo que pasó.

Solo te toca sufrir el miedo…

Porque tú, ya estabas muerto desde enero.

…de nuevo.

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