Menudo momento para escribir una crónica sobre Viena. Saquean un supermercado y yo me impresiono ante unos muros pintados a fines de siglo. Balean a un niño y yo me emociono respirando la humedad de las paredes de la casa en que murió Schubert.
Llamo a esto “turismo” y quizá… inconciencia. Pero, empezando por la verdad, yo no sé escribir una protesta. Las veces que lo intenté me dijeron que no se entendía muy bien lo que estaba diciendo. De modo que voy a escribir, desgraciadamente, una crónica sobre Viena. El que quiera leer una protesta, deje este texto o se va a sentir frustrado. ¡O mejor no! Espere un poco, porque puede que, puede que… proteste.
Una observación, antes de pasar a Viena: Cuando alguien está demasiado convencido de decir la verdad, inmediatamente, deja de ser sincero. Observen, esto sucede en las calles. En los televisores, en los presidentes, en uno mismo; en las discusiones, en los supermercados. Y tiene su razón de ser. Cuando uno está convencido, se exacerba, se obnubila, afirma. Cuando uno está convencido, se inflama, se auto-adora, se auto-inmola y enseguida… ¡miente!
Esto, claro, es parte de la cotidianidad, de la tan alabada “opinión propia”, de la personalidad, el compromiso intelectual, etcétera, etcétera. Pero si uno va a escribir literatura, la opinión resulta una herramienta un poco tosca. Porque la literatura no depende (quizá en absoluto) de la verdad ni de la realidad, sino de la sinceridad. Por eso es tan difícil el destino de los buenos escritores. Las opiniones (sobre todo las políticas) apuntan a zanjar verdades y a constituir facciones, pero la literatura, en cambio, no sé bien a qué apunta… en todo caso, se resigna y se conforma con ser sincera.
Lo que quiero decir con esto es que las protestas literarias son una costumbre fea. No son literatura, y como protesta, suenan, digamos, pretenciosas. Mencionemos al monstruoso de Céline, ya que viene al caso. Hizo, con su sinceridad, enormes libros. Con sus opiniones: desastres. La mejor manera de escribir literatura es desinteresarse de las propias certezas (que era algo que Céline podía). En cambio, una buena manera de escribir una protesta es no intentar volverla, al mismo tiempo, una gran obra literaria. Esto lo digo para desanimar a los poetas de la crisis y desmantelar la imagen de que, porque uno es una víctima, inmediatamente, es también un gran poeta. Y aquí me detengo, para que nadie se ofenda.
Por otra parte ¿hace falta sinceridad para decir que un gobierno es malo? ¿hace falta literatura? En fin, creo que voy a protestar, así que no me pregunten.
Ahora sí, volvamos a Viena.
Lo primero que voy a decir (y que seguramente nadie quiere saber en este momento) es que Viena es una ciudad a punto volverse blanca. Una ciudad de color crema, a veces un poco gastada, a veces imprevisiblemente tenue. Pero casi siempre, con firmeza y seguridad, color crema, con intenciones de volverse blanca. Los edificios son como nubes pesadas, posadas en las veredas. Grandes, con puertas de entrada siempre muy lejanas. Frecuentemente hay que caminar toda una cuadra para llegar hasta el final de un edificio y luego esperar un semáforo y luego cruzar una calle muy ancha y luego caminar media cuadra para llegar a la entrada del edificio siguiente. Todo esto hace que, de una puerta a la otra, uno se vea obligado a dar un paseo.
Los precios de las cosas son en euros –¡oh, señor! ¡el dólar!– De modo que los cafés aumentan mientras uno se los está tomando. Se puede no pagar el colectivo, porque Viena es una ciudad casi sin argentinos. De forma que el transporte público funciona a partir de una especie de idea de la responsabilidad personal (¡jamás se nos hubiese ocurrido!): “Yo pagué mi boleto, entonces sencillamente me subo”. Impresionantemente, esto parece dar resultado. Y los argentinos, mientras tanto, también lo agradecemos.
En el centro de la ciudad, hay un jardín de rosas con una línea de sillas mirando –¡todas!– hacia las rosas. No sé cómo lograron que, desde este parque, todo lo que se vea del resto de la ciudad sean edificios hermosos. Habrán tenido un método cruel y les habrá parecido justo. Por ejemplo: un emperador se habrá parado sobre una silla a mirar desde el centro del jardín hacia todos lados y habrá ordenado decapitar a los edificios feos. Después, ese mismo emperador habrá ordenado a todos los propietarios de los alrededores que sus casas no tengan más de tres pisos, o que, si sus casas llegaran a tener más de tres pisos, entonces… que a partir del tercer piso, todo sea hermoso. Habrán proclamado esta medida y, a partir de entonces, habrán utilizado los métodos de la discriminación, la demolición a traición, la expropiación. Lo cierto es que los jardines de rosas habrán sido, para los vieneses, asuntos fatales.
Por otra parte, un jardín de rosas es, en sí mismo, un peligro. Es tan hermoso que hace, por un momento, concebible… ¡la necesidad de un imperio!
También habrá sido muy costoso para los vieneses eliminar de su ciudad las estridencias. Los carteles, por ejemplo, son tan neutros que son realmente irrecordables. Si el paseante anda perdido, más se pierde cuanto más intenta ubicarse. A veces, en un edificio blanco, hay una palabra escrita en tímido beige o en un verdecito claro. La única estridencia permitida es, al parecer, el color amarillo, que está solamente un poco prohibido (digamos: apenas condenado). Si de pronto ocurre que alguien pinta un edificio de amarillo, y el amarillo combina más o menos bien con el resto de la cuadra, las autoridades vienesas recomiendan tolerancia.
Entonces: Viena es crema, beige y blanca, con estridencias en amarillo. Las puntas de algunos edificios sostienen pequeñas reliquias doradas. En la punta (gótica) del Rathaus, lo que parece una antena es, en realidad, la estatua de un hombre. En otros casos hay cruces, estrellas de muchas puntas o pequeñas esferas. Es como si toda la mole blanca del edificio alzara solamente la puntita de uno de sus dedos al cielo y ese dedo, en contacto con el cielo, se le dorara.
Por otro lado, están repartidas por la ciudad unas enormes bolas de oro que parecen, más que orbes imperiales, pelotas de playa. Están fijas, pero no me sorprendería nada verlas rodando por los techos. Significan: la totalidad del mundo. O la totalidad del universo. O la totalidad del dominio del Emperador. Pero, no vamos a engañarnos, tienen el tamaño perfecto de una pelota de playa.
En el centro de la ciudad está, impasiblemente gótica, la catedral de San Esteban. Hecha con huesos de gaviotas, cartílagos de golondrinas, y huesos de la emperatriz Sissi.
Por las calles, un par de carteles rogando que no resuciten los nazis. Nazis. Un hombre negro que no logra venderme algo y me levanta un dedo y me reclama: “you know I love you”.
Otro hombre que me asusta: en la vereda, me pregunta a dónde voy y si quisiera alguna vez salir con él a tomar té. Me asusto. Le digo que no hablo alemán. Me dice en español: “Hola, chica guapa, dime si te gusto”. Le digo ¡no! en alemán y cruzo la calle corriendo. Es cierto que el pobre llevaba, en una bolsa de compras, una planta de albahaca y no era peligroso. Pero, de todas maneras, no valía la pena dejarle seguir encontrando maneras de asustarme.
Es de notar que Viena es más clara cuando uno se acerca al centro. Las catedrales góticas son su pertenencia más pálida. Aunque quizá no son totalmente blancas, tienen una naturaleza… no sé cómo decirlo… ¿anémica? ¿espiritual?. Blanquean, aclaran, dilatan y enflaquecen todo en sus contornos.
Hay una especie de instinto de combinación que, en esta ciudad, la gente, no sé porqué, en gran medida, posee. Será que sus almas están en calma, o, por el contrario, que sus almas atormentadas buscan la calma en el mundo exterior. O que no están en crisis. O que ocultan sus crisis sociales en el aspecto hermético de una ciudad hecha de túneles blancos. En fin, se entiende perfectamente que algo pasa, que toda esta gran necesidad de combinación significa algo.
Algunas cosas más para decir de Viena: se puede pasar el día visitando a antiguos conocidos, en sus departamentos.
La casa de Freud, por ejemplo: está mezclada con su consultorio. No queda mucho, pero hay fotos. Todas las repisas estaban plagadas de estatuas. Él las llamaba: “mis viejos y mugrientos dioses”. Cuando escapó del nazismo y se instaló en Londres, mandó una carta, avisando que ahora sus dioses estaban en un lugar más amplio, pero que, en el camino, todos se habían muerto.
Algo que siempre sospeché de Freud y que ahora confirmo, es que se inventaba pacientes anónimos para hablar, en sus libros, de sí mismo. Esta mentira benigna, producida por una especie de ideal literario de sinceridad, es una de las grandezas del psicoanálisis. La psicología actual, en su intento de aproximarse a la verdad psíquica como si esta fuera un objeto, pierde sinceridad (la subjetividad, en una vida psíquica, los es todo). Se vuelve menos literaria… ¿más exacta? Claro. También: más intrascendente.
En la casa de Beethoven, me entero de que B. caminaba componiendo (¡como Mandelshtam!). Como oía muy mal, creaba melodías a partir de los sonidos deducidos de sus impresiones visuales. Escribió una sonata para piano mirando (y no oyendo) correr a un caballo. Cuando compuso la Novena Sinfonía ya estaba tan sordo que, durante el estreno, tuvieron que girarlo, para que “mirara” el estruendo con que lo ovacionaba el teatro.
En el apartamento de Schubert, me entero de que el pobre hombre terminó de morir por culpa de la humedad de los muros de su casa. Esa misma casa a la que uno ahora va a pasear. Pobre Schubert, muerto de humedad, y cuya muerte se volvió ahora un paseo bonito. ¡Qué vergüenza para mí, en medio de este siglo de turistas! y…¡qué criatura más susceptible, Schubert! ¡Qué muerte más evitable! En honor a él, a la sinceridad, a los tiempos mejores y a ese niño argentino baleado en el Chaco, estornudé mientras escuchaba un Lied. E hice bien, porque el estornudo es un rechazo, un rugido de rabia, contra la humedad, contra la muerte, contra todo. Como no es una protesta ni un partido político, puede que a alguno le sepa a poco. ¿Otra vez, literatura? Ese día, volví a estornudar en el medio del Lied, por lo menos, cinco veces.