Colombia atraviesa por un momento histórico de ruptura política y social. A nosotros no nos importa. Estamos lo suficientemente enajenados o ebrios como para pensar en eso.
Daniel tiene El mundo en sus manos y nos lo pasa: lo comparte como un bareto comunal para que cada uno de nosotros viaje a través de él, como le dé la gana: no hay un camino definido. No cae en la estética de la patecabra y la del formol: en el madrazo simplista o en la retórica reforzada. Va más allá de esa dicotomía mediocre que atraviesa la cultura colombiana, como un pincho de carne vieja comprado en Cuadra Picha.
Las historias de El mundo en mis manos nos son cercanas, nos recuerdan cuando veíamos Cuentos de los Hermanos Grimm los domingos por la mañana, antes de coger esa costumbre de emborracharnos cada ocho días y estar dormidos o enguayabados a esa hora. Nos recuerda, además, que estamos irremediablemente solos y muertos. Muertos sobre todo, aunque hagamos grandes esfuerzos por ocultarlo: por oler bien y movernos, por ser responsables y buenas personas. Es mordaz. Efectivo.
Daniel Ávila va de la nostalgia al humor, pero no hay risa fácil: nos traslada a lo cotidiano desde la soledad de su libro, y nos invita a dejarlo a un lado, por unos momentos, para verle la cara a la vida y encontrarla mueca y fea, y así reírnos de ella.
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Aquí, un cuento del libro:
El azar del mar
Ahí estaban, en la orilla del mar. Embarcándose en un azar que sólo podía ser solucionado por el devenir del agua salada en sus secas ropas. Un barco lanzado por la fuerza de un brazo invisible y posado sobre el agua por una inclemencia solo perceptible para los ciudadanos del efímero navío.
El suelo del barco aun seco.
Su capitán: un pequeño hombre con rostro inquebrantable e inmóvil, de pie en la proa con la mirada fija en el horizonte.
Sin ninguna clase de instrumentos, guiaba el barco con la simple sospecha de su mirada y con una mano erguida hacia el sol que caía sobre sus ojos. Con su pie izquierdo elevado, apoyado en una caja de madera, y su pie derecho sobre la existencia a la deriva.
De vez en ola posaba la mirada en su tripulación y con un gesto inundado por la resolana ordenaba el cambio de dirección, el escape del barco a las ballenas, el giro en dirección adversa al sol, y en ocasiones solo pedía un vaso con agua para refrescar su garganta de madera. No había tal vaso.
Él seguía seco, sin humedad en sus ropas. Sólo una lágrima que bajaba por su rostro, se deslizaba por su cuello y caía en un clavado majestuoso hacia las profundas aguas del mar. No había agua de mar.
Sus preguntas: ¿Cuál es nuestro destino? ¿Cuándo llegaremos? ¿Por qué los peces son tan grandes? ¿Por qué las olas nos sumergen y aun así no nos mojamos? ¿Por qué soy capitán? ¿Quién nos espera en la orilla? ¿Cuál es nuestra misión?
Su piloto: un hombre regordete que se encontraba guiado por el azar del capitán dentro de la cabina.
Vestido de blanco, posaba su mirada pesarosa en la espalda del capitán, guiaba el timón del navío, y por ende su rumbo, con el devenir del brazo de su jefe. Cuando el brazo del hombre señalaba el sur, él daba la espalda al norte. Cuando el pequeño hombre señalaba el sol, el barco le daba la espalda a la luna. Así se condesaba su vida dentro del barco.
Su mano izquierda adherida al timón con pegamento, sus pies clavados al suelo con pequeñas tachuelas, amarillentas por la humedad. Su brazo derecho sostenía un vaso de cerveza ya vaciado por los años y su mirada era avivada por el sol que acrecentaba en su interior la tristeza de la inmovilidad.
Él seguía seco, sin humedad en sus ropas. Sólo una lágrima que se deslizaba desde sus inertes ojos y caía en un clavado de esperanza hacia el vaso malditamente seco, que mentía a los observadores con un papelito amarillo pegado por fuera e imitaba un contenido líquido en su interior. La lágrima caía y moría evaporada a los pocos segundos.
Sus preguntas: ¿Cuál es nuestro destino? ¿Cuándo llegaremos? ¿Por qué los peces son tan grandes? ¿Por qué las olas nos sumergen y aun así no nos mojamos? ¿Por qué soy piloto? ¿Por qué él es capitán? ¿Quién nos espera en la orilla? ¿Cuál es nuestra misión?
Su jefe de máquinas: una tierna mujer que se podía divisar desde afuera del barco por una ventanita que penetraba en su intimidad laboral.
Condenada al oficio de maniobrar los diferentes mecanismos que daban funcionamiento al barco, con sus cortas manos aferradas al volante de una válvula, daba giros repetitivos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, según lo acordara con el capitán y el piloto, que se enmudecían al ver la soledad dentro del caballo de mar.
Ella seguía seca, sin humedad en sus ropas. La única muestra de vida era una lágrima que se deslizaba por su rostro y caía en un clavado de esperanza por la ventana que daba al mar. La desgraciada lágrima se estrellaba contra el cristal y moría en la sed de sal.
Sus preguntas: ¿Cuál es nuestro destino? ¿Cuándo llegaremos? ¿Por qué los peces son tan grandes? ¿Por qué las olas nos sumergen y aun así no nos mojamos? ¿Por qué soy maquinista? ¿Por qué él es piloto? ¿Por qué él es capitán? ¿Quién nos espera en la orilla? ¿Cuál es nuestra misión?
Sus marineros: una decena de hombrecillos regados de estribor a babor y hasta la popa. Miraban atónitos al capitán, a la espera de sus órdenes, a la espera de su vaso de agua, a la espera de su entristecido mirar y a la espera.
Clavados al suelo del navío, de vez en ola miraban entristecidos sus ropajes ya amarillentos por los años, sus sombreros ya rotos por la ausencia de viento y por los ácaros hambrientos, los únicos que daban vida al barco.
Ellos seguían secos, sin humedad en sus ropas. Sólo unas gotas que brotaban de sus ojos inertes y se deslizaban hasta el suelo, en una caída kamikaze con el único destino de encontrar el mar. Las gotas morían evaporadas al chocar con el suelo hirviente. Esos brotes de existencia se desvanecían ante el calor de muerte que se posaba dentro de la embarcación.
Sus preguntas: ¿Cuál es nuestro destino? ¿Cuándo llegaremos? ¿Por qué los peces son tan grandes? ¿Por qué las olas nos sumergen y aun así no nos mojamos? ¿Por qué somos marineros? ¿Por qué ella es maquinista? ¿Por qué él es piloto? ¿Por qué él es capitán? ¿Quién nos espera en la orilla? ¿Cuál es nuestra misión?
Cuando la monotonía era muestra de la existencia en el barco, un movimiento fuerte alertó a sus tripulantes, un tirón que los sacó del agua y los elevó por los cielos, un cordón que los llevaba en su extremo, presos del aire y del azar. Un cordón que los sacó hasta la orilla y los tendió sobre la arena.
Ahí estaba el niño ensayando el flote de la botella y su barco de madera. Ahí estaba el pequeño niño arrodillado sobre la arena, feliz por el éxito de su juguete y sollozando lágrimas alegres que cayeran liberadas sobre el mar que se asomaba en la orilla.
Estaba mojado con el agua que se adhería presurosa a sus ropas. Sólo la tristeza que emanaba el barco desde su interior secaba la arena sobre la orilla y los pequeños seres inertes del barco se asomaban sedientos de mar por el corcho ahora expulsado por el niño.
Sus preguntas: ¿Para qué quiero esto? ¿Cuándo llegaremos? ¿Por qué los peces son tan pequeños? ¿Por qué sigo siendo un niño después de tanto tiempo?
Lanzó la botella de cristal de nuevo al mar. Esta vez sin cordón y sin corcho.
La botella se llenó de agua, al igual que el vaso de cerveza del piloto. Todos sus tripulantes murieron felices por la inundación. Por fin sabían qué es ser capitán, piloto, maquinista y marinero dentro del mar y empapados de mar.
El hombre tomó entre sus manos al niño de porcelana que sostenía un barco dentro de una botella y lo lanzó al mar. Su barquito se había roto y había caído al fregadero de los platos. Después de todo, ¿para qué podría servir un niño marinero sin su barco de botella?