Algo está podrido en Maipú 994: sobre las fotografías de Richard Avedon a Borges

Ah, what is Woman that you forsake her,
And the hearth-fire and the home-acre,
To go with the old grey Widow-maker ?

Rudyard Kipling

MADMAN! I TELL YOU THAT SHE NOW STANDS WITHOUT THE DOOR!

Edgar Allan Poe

1.¿Cómo fotografiar un olor? Un gesto contrariado, el ceño fruncido, y en primer plano una enorme nariz. ¿Qué huele Borges? En el año 1975, el famoso fotógrafo de moda Richard Avedon, según relata en su libro Portraits, se hartó de fotografiar ricos y famosos y juzgó que sólo le interesaba retratar nada más que a tres personas cuya obra admiraba: Samuel Beckett, Francis Bacon y Jorge Luis Borges. La tarde del 8 de julio de 1975, entonces, llegó a Buenos Aires y visitó a Borges en su casa de Retiro, sita en la calle Maipú 994, sexto piso “b”. Borges, en efecto, recordaría ese día para siempre, pero no por la visita de Avedon, sino porque la misma mañana del encuentro había muerto su madre, Leonor, “después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo”. Avedon refiere que cuando entró a la casa y llegó a un living pobremente iluminado por la lóbrega luz del atardecer, Borges le reveló sin un dejo de lástima que el cadáver de la madre yacía exánime en el cuarto de al lado. Si casi para cualquier persona la muerte de su madre es un acontecimiento más que significativo, para Borges, que menos por su fugaz matrimonio de dos años con Elsa Astete había vivido siempre, hasta los 76 años, con ella, no podía dejar de ser una pérdida de proporciones mayúsculas. Es interesante subrayar algunos datos sobre la relación entre Georgie y su madre, y que ilustran la peculiar relación que mantuvieron. En la década del 60, una vez que Borges queda completamente ciego, la dependencia se vuelve total. Ella se convierte en sus ojos, y por ende en su lectora, copista y acompañante de viajes al exterior (que precisamente abundarían a partir de esa década, que es en la que, tras ganar el premio Fomentor, adquiriría fama mundial y estatus mítico de ciego sabio homérico). James E. Irby, académico de Princeton, cuenta que en la primera visita a Estados Unidos, al verlos agarrados del brazo, casi todas las personas que no los conocían creyeron que eran marido y mujer[1]. Esta relación trastocada en sus roles conllevaba también un trato denigrante por parte de la madre, que lo aniñaba. El crítico literario Emir Rodríguez Monegal relata que, de visita en la casa, durante un almuerzo, cuando la empleada doméstica se disponía a llenar de vino la copa de Borges, Leonor la detuvo y le avisó: “no, el niño no toma vino”[2]. Borges, el “niño”, tenía 62 años. “Era como las madres que ayudan a sus hijos con los deberes escolares”, decía Monegal, al ver después cómo la anciana copiaba los versos que el ilustre escritor le dictaba en la sobremesa. Edwin Williamson, uno de los biógrafos más notables de Borges, relata cómo Leonor saboteaba todas las relaciones amorosas de su hijo, y cómo lo obligó a casarse con Elsa Astete, creyendo que sería su idónea sucesora tras su muerte. Según Williamson, Borges recién pudo disfrutar con libertad de su sexualidad y de sus relaciones amorosas sólo después de que la opresiva matrona pasara a mejor vida (es decir, a partir de los 76 años).

No parece por eso extraño que, cuando Avedon llegara al sexto piso de la calle Maipú 994, el célebre escritor lo recibiera con inesperada templanza, pese a la reciente muerte de la odiosa mujer de su vida, pese a la presencia vecina del cuerpo en pleno viaje irreversible a la descomposición. ¿Pero por qué, entonces, esa inquietud en el rostro contrariado?

2. Avedon afirmaba que le interesaba fotografiar lo que más temía, que en el caso de Borges era la ceguera. Tenía el fotógrafo neoyorquino un peculiar método de trabajo. Era un sello de sus retratos el fondo blanco, porque, según decía, “aísla al sujeto de sí mismo”[3]. Prohibía el maquillaje, los retoques, los cambios de vestuario y, mientras conversaba con sus modelos, disparaba las fotos por sorpresa, en imprevistos intervalos de segundos o de horas. Era famoso por ser, como Borges, un conversador ocurrente y genial. Cuentan que en estas conversaciones procuraba desencajar al retratado para obtener gestos nunca vistos, un verdadero desafío ya que en general se trataba de personas tantas veces fotografiadas que se habían vuelto estereotipos visuales de sí mismos. Cuentan también que, por ejemplo, mientras fotografiaba a los Duques de Windsor, como estos no relajaban sus rígidos ademanes, les dijo que al entrar al castillo había atropellado su perro, a fin de capturar después una expresión inesperada, fuera del dominio y control del protocolo real.

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Foto de Avedon a los Duques de Windsor (publicada con el permiso de Avedon Foundation, todos los derechos reservados)

 Digamos que, en una época de “devenir imagen” del capital, de absoluta espectacularización del mundo y de la vida, Avedon procuraba devolver la singularidad a los rostros de aquellas figuras vueltas ícono y mercancía, dotándolas de expresiones que nunca antes ningún ojo, en ninguna de las millones de reproducciones, había visto; expropiando de la propiedad privada que eran sus cuerpos algún gesto equívoco, ademán que se resistiera al sentido y al valor de la imagen ya mil veces mercantilizada y copiada, y que por eso se convirtiera en una nueva e irresistible mercancía.

Aquella tarde de 1975, sin embargo, Avedon fue cegado por la mercancía de sí que astutamente había pergeñado Borges, ya que, según declara, no pudo despojar al personaje de su mítico halo. Apenas se sentó, el ciego vate lo cautivó con sus clásicos trucos de seducción literaria. Le pidió que trajera de la biblioteca un libro de Kipling y, mientras Avedon buscaba el poema solicitado, “The Harp Song of Dane Women”, Borges lo recitó de memoria. Después, Borges le preguntó si prefería las leyendas o las elegías. Avedon, desconcertado, ya que estilaba otro tipo de conversaciones con los ricos y famosos que fotografiaba, aventuró que las elegías. Fue ahí que Borges recordó a su madre muerta, y le dedicó un largo poema elegíaco en anglosajón. Avedon declara:

“Me abrumaron los sentimientos y empecé a fotografiar. Pero las fotos resultaron más vacías de lo que yo esperaba. Pensé que de alguna manera fue tanto el peso de su figura que no había logrado poner nada de mí mismo en el retrato. Cuatro años después leo una crónica de Paul Theroux sobre su visita a Borges. Era mi visita: la luz suave, la ida a la biblioteca, Kipling, el recital anglosajón. De alguna manera, parece que Borges no hubiera tenido visitas. La gente que venía de afuera sólo podía existir para él si formaba parte de su propio mundo interior, el mundo de poetas y sabios que eran su verdadera compañía. La gente de ese mundo sabía más, discutía mejor, tenía más para decirle. La performance no permitía ningún intercambio. Él se había tomado su propio retrato hacía tiempo atrás, y yo sólo pude fotografiar eso.”[4]

A favor de Avedon cabe aclarar que, según declaran testigos cercanos a Borges, no era tarea para nada sencilla sacarle una foto, por más peregrino que fuera el fin o la circunstancia. Estela Canto, quien lo acompañó en viajes y largas sesiones protocolares, cuenta que siempre salía “hastiado y distante”[5], casi como una momia. Bioy Casares, por otro lado, revela que era muy difícil fotografiar a Borges si él sabía que estaba posando; se peinaba rápidamente, fruncía los labios y se quedaba inmóvil y muy tenso”[6]. Era, en suma, un aparato.

Y en efecto, la foto que registró Avedon aquella tarde no dista del personaje que acuñó Borges en su vejez y que las fotografías, a fuerza de repetición, no elevaron sino al estatuto de arquetipo: el sabio con la mirada perdida, extraviado en complejas abstracciones metafísicas divorciadas por completo del barro de la vida. O, en una interpretación más prosaica, un viejo estrábico y sin gracia que tramita por compromiso una foto carnet para la cédula de identidad.

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Primera foto tomada por Avedon a Borges, en Buenos Aires. (publicada con el permiso de Avedon Foundation, todos los derechos reservados)

3. Un año después, sin embargo, en una gira de Borges por Estados Unidos, Avedon lo citó en su estudio de Nueva York y tuvo revancha. Lejos del lóbrego alboroto del departamento de Retiro, de los manoseados volúmenes de Stevenson y De Quincey, Avedon intentó recrear el escenario del primer encuentro: un viejo escritor cansado junto al cadáver de su madre muerta. O aún más grotesco: un viejo que recién a los setenta y seis años logra independizarse de su madre, cuya presencia, intempestivamente, regresa. Pero no como un fantasma, sino bajo una forma más abyecta, un cuerpo en descomposición. No es fútil recordar que el poema de Kipling que Borges recitó de memoria en el primer encuentro fue “Harp Song of the Dane Women”, un texto reverso de Hamlet (este dato sin duda no pudo haber pasado inadvertido a Borges) ya que es sobre el fantasma, pero no de un padre, sino de una mujer danesa muerta.

 ¿Algo está podrido en Dinamarca?, habría recordado, cáusticamente, Avedon, a propósito de este poema, antes de disparar la famosa foto, que no retrata un rostro, sino un olor que se fuga al afuera de la imagen.

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Segunda foto de Avedon a Borges, tomada en Nueva York. (publicada con el permiso de Avedon Foundation, todos los derechos reservados)

Así, un escritor acostumbrado a brindar, gracias a su ceguera, un aspecto casi inmaterial, alejado de los mundanales asuntos terrestres, parece de pronto convocado (bajo la mirada de Avedon) por la sordidez de un nauseabundo aroma, como un sabueso que olfatea pero no termina de creer que ese es el objeto del que el olor emana. Si Borges acuñó un arquetipo visual de sí que, mediante la mirada ciega y estrábica, dirige siempre la atención a un más allá de lo visible (la complejidad inmaterial e irreal de las ideas filosóficas que ninguna imagen podrá jamás representar) la foto de Avedon, en cambio, restituye en el olfato un más allá de signo inverso, material y real, el cual, a diferencia de la filosofía, puntillosamente la obra borgeana reprime: la sordidez, la náusea, la carne podrida.[7]

No es vano tampoco recordar el fanatismo de Borges por los cuentos de Poe, maestro en el retrato de mujeres entre la vida y la muerte. De pronto el vate, gracias al ojo de Avedon, se convierte entonces en Roderick Usher: un hombre apresurado por enterrar a su madre pero cuya presencia temible, bajo la forma de una miasma hedionda, regresa (si la madre no existe, nada está permitido), como lo más irrepresentable, lo más abyecto, que hace caer, como una casa, las convicciones más elementales, que fractura la vista, y que sólo admite preguntar, en el más allá de toda imagen y de todo texto: ¿Qué huele Borges?

Post-scriptum La muerte física, que el siglo XIX documenta sin ningún tipo de prurito como un “fenómeno natural” (recordemos la elocuente imagen tomada en Paraguay al cadáver de Sarmiento) se transforma en el siglo XX, tras las sangrientas guerras mundiales, en un inquietante tabú. Así, si toda imagen del pasado siglo y del actual desplaza a la muerte a un afuera irrepresentable, la mirada estrábica de Borges y su olfato, como líneas de fuga, convierten al espectador de la foto, memento mori, en el invisible cadáver. Y de esa manera, acaso, el retrato de Avedon no evoca a la madre castradora muerta sino el sino de toda escritora o escritor que, después de Borges, por Borges, contra Borges, pero nunca sin él, quiera escribir: el temible peso epigonal del viejo que, con su monstruosa nariz, ya nos huele putrefactos y perecederos, condenados al borgismo y después al olvido.

[1] Williamson, Edwin. Borges, una vida, Madrid: Seix Barral, p.386.
[2] Íbid, p. 380.
[3] Sontag, Susan, On Photography, Nueva York: Rosetta Books, 2005, p. 146.
[4] Avedon, Richard, Portraits, Nueva York : Farrar, Straus, and Giroux, 1976.
[5] Vásquez, María Esther. Borges. Esplendor y derrota. Barcelona: Tusquets, p. 456.
[6] Íbid, 233.
[7] Carne podrida, la del cadáver, que en la obra de Borges sólo aparece, por su negación, en los bordes, en las uñas y en el pelo, como en el poema en prosa “Las uñas”: “Cuando yo esté guardado en la Recoleta, en una casa de color ceniciento provista de flores secas y de talismanes, continuarán su terco trabajo, hasta que los modere la corrupción. Ellos, y la barba en mi cara.” (El hacedor en Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1974, p.785)

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