(Recomiendo acompañar la lectura que sigue con esta música: «Todas las hojas son del viento» Pescado rabioso )
«Sentí que el barrio mismo se había entristecido. Lo decía el libro de Fernando y yo sabía ahora que era verdad: que las cosas que nos rodean tienen vida porque nosotros tenemos vida, y son capaces de entristecerse cuando nosotros nos entristecemos.»
Gabriel es un chico de barrio que, como la mayoría de nosotros a esa edad, tiene una bandita de amigos. Una tribu que comparte rituales y secretos, que se juntan en una esquina desde donde pueden escuchar el acordeón que toca el vecino a través del portón, que juegan carreras con tablas de madera cuando la calle se inunda, que arman expediciones a la quinta de un productor de vino patero para robarse las damajuanas que serían el cierre perfecto de un sábado en el que primero pretendían visitar a las putas de la villa. Porque a esa edad (calculamos 11 o 12 años), durante la turbulenta década del 80, en el barrio se acostumbraba a ir en grupo a «debutar» con las expertas.
Gabriel, Alejandro, el Percha, la Rata, el Tumbeta, el Chino y Marisa, que es una chica pero ataja mejor que nadie y se defiende con tomas de Judo, viven en el barrio del Viaducto, en Sarandí (en el sur de la provincia de Buenos Aires), a unas cuadras del río, de las vías del tren, de la cancha de Arsenal y de villa Corina. Y si por casualidad conocés bien la zona (como yo) o te criaste en un barrio de calles de tierra y tuviste la suerte de poder salir a jugar y perderte por ahí en bicicleta sin preocuparte de nada, vas a sentir que esta historia también es la tuya. Todos añoramos la libertad de ser chiquito, inventar tus propias aventuras, andar en zapatillas jugando al «pan y queso», tomar vino a escondidas y hablar de Perón como si supiéramos, repitiendo siempre lo que se decía en la familia. Eran años de mucha violencia que ya nadie se molestaba en ocultar, años en los que la vuelta a la democracia nos había insuflado litros de esperanza y valentía, de sueños. Años en los que se trabajaba para dejar de herencia el negocio familiar, mucho antes de que la revolución de la importación de los 90´nos funda y nos obligue a reinventarnos. Y es que si hay algo que llevamos bien puesto en nuestra historia es la capacidad de renacer. Pablo Ramos lo sabe con fundamentos de quien ha vivido en los pozos más hondos del infierno y ha vuelto para contarlo.
A lo largo del relato y a raíz de sucesos que sumen de pronto al barrio en un peligroso delirio, Gabriel empieza a descubrir palabras que hasta entonces le eran insignificantes: precariedad, adicción, homosexualidad, depresión, hacinamiento, amor y muerte. Entiende por primera vez lo que significa la belleza y lo que se siente al tener de frente un cadáver. Emprende el camino inevitable a la adultez, desprovista de esos colores eléctricos e invencibles que predominaron hasta entonces en aquella esquina de Sarandí.
Con una prosa a base de lunfardos en sepia que nos suenan y nos envuelven en una lectura ligera pero llena de sobresaltos, esta novela corta te sienta de golpe, te levanta, te hace caminar en círculos con nerviosismo y te vuelve a sentar. Te saca sonrisas, te recuerda a una abuela o un vecino. Te sorprende con algunas lágrimas. Porque a todos nos dolió crecer y esos recuerdos con olor a río y a tierra te transportan de vuelta al patio del colegio, a la plaza, a todos esos lugares comunes que a lo mejor ya no existen, pero están ahora, gracias a Gabriel, más vivos que nunca.
Confieso que, al terminar de leer la última oración, con el corazón a medio romper en una mano y el lápiz con el que la subraye en la otra, pude por fin soltar el aire que sin darme cuenta retenía. Recordé, ahí mismo, la sensación que tuve, allá en la primera adolescencia, cuando me tocó leer Mi planta de naranja lima (José Mauro de Vasconcelos). El vacío, la pérdida y el duelo de haber acabado una gran historia.
En una entrevista le preguntaron alguna vez a Ramos por qué escribía y respondió: «Para civilizar el dolor». Quizás el autor tenga razón y esa sea la única forma de soportarlo.
El origen de la tristeza(Alfaguara 2004)
Pablo Ramos (Avellaneda, 1966) Publicó los poemas de Lo pasado pisado (1997), la trilogía El origen de la tristeza (2004), La ley de la ferocidad (2007) y En cinco minutos levántate María (2010). Los libros de cuentos Cuando lo peor haya pasado (2005 –premio del Fondo Nacional de las Artes y premio de la Casa de las Américas) y Hasta que puedas quererte solo (crónicas sobre adicciones – 2016). Por su guión de El estaño de los peces obtuvo el premio Opera Prima de INCAA (2011). Fue un chico de barrio con una familia disfuncional, un alcohólico y un cocainómano. Es un renacido. Es un artista que transforma el dolor en algo que podemos leer de una sola sentada. Es valiente. Es real.