Bogotá se convirtió,
por unas pocas horas,
en la interminable
lucha de un continente:
Bogotá fue la parte-por-el-todo
de la historia americana;
épicas y victorias
de la silenciada tierra.
En las calles se jugaron
los deseos y la vida.
La lluvia y los charcos sucios
por la noche fueron corresponsales
ausentes de simpatía política.
Estudiantes atrincherados
en un supermercados
gritaron «¡no estamos armados!»
mientras la furia
se vestía de oficialidad.
Luego, las bocas sucias
dijeron que hubo tomas
y que el asedio fue unilateral:
que los armados y uniformados
eran mártires que defendían
su patria del peligro de la educación.
En la enorme pantalla universal
se celebra que un carro vino tinto
arremetió contra los cuerpos.
«Deberían darles plomo»,
«estudien, vagos», «yo hubiera
hecho lo mismo».
¿Cabe aquí las palabras
fascismo de teclado?
Un policía se incinera
por el eructo de un cóctel:
arremetida de un forajido
que no espera el futuro,
y los que hablan son los mismos
que queman policías
a los ojos de lo Oficial;
entonces, la represalia es doble,
por el alcohol sobre-calentado
y por las ideas frescas.
En Bogotá se juega la vida
de un país y un continente.
Los charcos están sucios
de sangre y de gritos.