Otro más
Camila se despierta de madrugada. Va a despertar a Jorgito, dispuesta a alistarlo para la escuela. “Ojalá sea un buen hombre”, piensa mientras lo baña.
Lo deja mudado y entalcado en el comedor, –que es más bien la vieja mesa de cuatro que tiene a la par de sus camas.
Calienta las tortillas con un par de tenedores en el quemador de la cocineta. “Esto también quema”, dice para sí.
Cuando despacha a Jorgito, le recuerda que vaya donde su abuela después de clases.
Aún está oscuro. El aire entra por las paredes de plástico que dan al patio. Con este aire refresca su cuerpo tan acostumbrado a la desnudez. Ahí, toma la manguera y se lava, de abajo hacia arriba.
En esa inspección, observa los moretones que tiene de semanas en las piernas y en los brazos. No fueron golpes (esta vez), sólo el desenfreno de un amor comprado.
Prepara las medias, el camisón y el blúmer, y baña todo, incluso a ella misma, con el perfume que le regalare la vecina, –la que vende productos por catálogo–.
Camila ya está lista, –o resignada–. Camila abre sus puertas hacia un nuevo día.
Tierra
Tiene clavadas las pestañas y la sonrisa en el surco que conduce hacia su ombligo. El perfil de su cuerpo confiesa con orgullo su condición. No mira su propio ombligo, sino el ombligo de la criatura para la que aún está tejiendo su traje de piel. El cabello rizado que cae de la media cola adorna como frescos ramilletes a su par de pechos profundos, inviolables, impacientes por florecer.
Sus ojos se cuelan en su vientre por ese túnel oscuro, y andando a tientas, percibe una paz incognoscible. Se siente como justo antes de desprenderse del acogimiento de otro útero. Así es como se le permite regresar a tu tiempo original, así es como puede poseer un pedacito del Edén en su propio cuerpo, encarnado en una ella o un él apenas en mera faena del taller; así es como puede re-saberse ella misma como alfarera.
Con sus manos de emperatriz, ayuda a esculpir la redondez de su barriga; tal cual vidente manipula las energías en una bola de cristal. Pero el poema estaba en sus ojos. Al alzar su barbilla, mirome fijamente, como dando fe definitiva de sus poderes místicos: Cual diosa eterna, felina, tenía los ojos negros, dilatados, infinitos; parecían destilar los secretos del tiempo, de la materia y de la vida.
Decálogo de mujer
Que mis pechos no sean tu asunto de discusión.
Que la forma de mis caderas no sea tu asunto de discusión.
Que si me corté o no el pelo no sea tu asunto de discusión.
Que la ropa que me pongo no sea tu asunto de discusión.
Que los amigos y amigas que elijo no sean tu asunto de discusión.
Que los novios y novias que elijo no sean tu asunto de discusión.
Que mi soltería no sea tu asunto de discusión.
Que mi maternidad no sea tu asunto de discusión.
Que mi «virginidad» o mi «honor» no sea tu asunto de discusión.
Que ni un sólo asunto de mi vida
sea tu asunto de discusión.
Este es mi decálogo de mujer,
las leyes con que rijo mi vida.
Si querés estar en ella,
habrás, con esto, de aceptar
que no vengo de una costilla.