Bruja

De Karina se decían muchas cosas, por ejemplo, que la tía Clara la abandonó al cuidado de mi abuela a los pocos meses de nacida y que nada se sabía acerca del que fuera su padre. No obstante la lluvia de chismes que la merodeaban, mi prima era ajena a tales menesteres. O eso era lo que le gustaba aparentar. Incluso, por momentos, parecía sentirse a gusto con su condición, ya que notaba que esto la convertía en el centro de atención familiar. Quizá fue debido a esta misma situación, que nadie se sorprendió cuando comenzó a interesarse por las historias de fantasmas y otros fenómenos paranormales.

Dada la fascinación que ella ejercía sobre todos nosotros, no le costó nada lograr nuestro consenso en torno a la conveniencia de abordar tales temas. De manera que, cada que nos veíamos en casa de mi abuela, durante las reuniones familiares, nuestros juegos fueron girando, paulatinamente, hacia esos tópicos prohibidos por el temperamento puritano de algunos de nuestros padres y tíos. Sucedió que, una tarde, cuando ya nos hallábamos envueltos en la atmósfera de aquellas fantasías, cuando ya no era necesario convencer a nadie acerca del acierto de Karina al elegir dichos temas, un domingo de agosto, estando todos reunidos en su habitación, siempre un paso adelante que el resto, ella sacó de debajo de su cama una tabla oija ante nuestra mirada absorta.

Le pueden preguntar lo que deseen; siempre atina. 

Incrédulos, nos volteábamos a ver los unos a los otros.

Miguel y Laura, los hijos de mía tía Ana, parecían ser los más afectados. Su semblante no sólo traslucía temor sino un extraño tipo de rechazo, como si hubieran sido ofendidos.

Yo no quiero jugar a eso. Estas cosas son puras mentiras y, además, son del diablo. Guárdala. — le dijo Miguel.

Bueno, si eres gallina no juegues y ya. Oye, Monse, ¿verdad que tú si quieres jugar? — inquirió.

Incrédula y sin saber muy bien qué contestar permanecí aturdida, con la respuesta atravesada en la garganta, y, antes de que pudiera articular palabra alguna, Karina me interrumpió, autoritaria, al tiempo que volvía a dirigirse a Miguel, con ese tono retador y burlón, que tanto hacía rabiar a mi primo mayor.

Hasta una niñita es más valiente que tú.

No sé si alguien más lo vio, pero yo pude notar de qué manera el rostro de mi primo demudaba sus facciones hasta volverse irreconocible; él estaba enamorado de Karina. Cosa de la que quizá nunca me hubiera percatado si ella no me lo hubiera dicho; “fíjate cómo está enamorado de mí”, me susurró un día, y, en efecto, pude notarlo con claridad, al tiempo que observaba de qué manera este hecho lo llenaba de vergüenza.

Tras un tenso silencio, que el resto de la manada observamos inquietos, Karina, con un tono que nunca le había escuchado, soltó:

A los gallinas sólo los quieren las tontas.

La frase quedó flotando en el aire. Mi prima se había excedido, todos nos mirábamos como compartiendo telepáticamente nuestros pensamientos, esperando el momento justo en el que las cosas estallaran, hasta que de pronto Miguel respondió:

Venga, te voy a mostrar que todo son mentiras. —dijo, más calmado, recuperando el control de la situación.

Entonces, Karina nos ordenó apagar las luces y prender un montón de cirios negros, que quién sabe de dónde había conseguido, para después sentarnos en círculo alrededor de aquel pedazo de madera.

Sólo te advierto que esto no es juego, Miguel. No vayas a preguntar tonterías o cosas que no te importen. Si no me haces caso, la oija nos puede castigar a los dos.  —le advirtió, completamente seria.

Rápidamente, el silencio iba erosionando la seguridad que por un momento mi primo mayor pareció haber recobrado, y, al extenderse más de lo habitual, todos comenzamos a sentirnos nerviosos. Karina, por su lado, no colaboraba; miraba fijo a mi primo, como si sus ojos fuesen dos alfileres negros. Finalmente, cuando la situación no podía ser peor, ella soltó una risita hiriente y espontánea que dejó flotando con malicia.

La atmósfera se estaba volviendo irrespirable, hasta que el sonido chirriante del apuntador de la oija contra la olorosa tabla de fresno, infundió en nosotros un terror que no he vuelto a experimentar desde entonces. Laura, la hermana de Miguel, emitió inmediatamente un grito casi igual de terrorífico que aquel rechinar que nos había puesto los pelos de punta.

Estoy casi segura de que si en ese momento nadie intervino para terminar con aquel juego horrendo fue porque todos nos estábamos muriendo de miedo y porque no podíamos dejar de mirar, hipnotizados, de qué manera el apuntador se deslizaba lentamente sobre la tabla, guiado por la mano inerte de mi prima, quien, en lugar de mirar aquello, veía fijamente hacia el rostro de Miguel, sin parpadear.

Tras unos segundos que nos parecieron interminables, por fin el apuntador se detuvo sobre el extremo izquierdo de la tabla, posándose sobre el “Sí”. Desconcertados, mis primos se veían sin entender nada. La mirada de Miguel cambió otra vez. Atónito, había perdido la posibilidad de articular cualquier palabra, mientras mi prima lo observaba de una manera que en aquellos instantes me pareció indescriptible. Fue un segundo solamente, un gesto apenas insinuado, pero que en aquel instante creí distinguir en ellos dos algo espantoso. Mas no tuve tiempo de reparar en algo mas porque una fría ráfaga de viento se coló de improviso en el cuarto, apagando todos los cirios.

Asustados, todos mis primos y yo, buscamos la puerta para escapar pero ésta se encontraba cerrada. Tratamos de encender la luz más los apagadores no respondían. Yo también estaba alarmada. No había motivo para que la puerta estuviese cerrada, ya que yo misma había sido la última en entrar y estaba segura de no haberle puesto seguro. Sergio y Ángel, los hijos de mi tío Miguel, comenzaron a gemir, intentando forzar la perilla, pero todo resultó inútil. Me sentía en medio de una pesadilla.

En ese momento se escucharon los pasos apresurados de mis tíos, subiendo las escaleras.

— ¡Qué chingados están haciendo! . —gritaban, desde afuera.

Cuando por fin llegaron al cuarto de Karina intentaron abrir la puerta a patadas pero no tuvieron más éxito que nosotros. Adentro, todos, hasta Miguel, llorábamos. Todos, menos Karina quien, entre las sombras, parecía haber desaparecido.

Recuerdo que empecé a gritar su nombre, fuerte e insistentemente, sin recibir respuesta. Sentí las uñas de Laura enterrándose en mis brazos. Y ya estaba a punto de aventarla cuando de pronto todo se quedó sumergido en un silencio casi inverosímil.

La energía eléctrica se había ido en toda en la casa. Lo supimos porque la rayita de luz que se filtraba debajo de la puerta desapareció. Mis tíos allá afuera ya no decían nada. Inesperadamente, decidí tomar cartas en el asunto. Aunque tal vez el uso de la palabra “decidir” sea excesivo, porque no recuerdo que aquella acción hubiera sido el resultado de ningún acto reflexivo. Quizá, de habérmelo pensado mejor, nunca lo hubiera hecho. El punto es que corrí entre las sombras a buscar el encendedor que me prima había dejado al lado de la oija. No tuve problemas para encontrarlo y, de inmediato, presioné el gatillo.

Lo que vi me dejó paralizada. Aquello escapaba a mi comprensión, incluso ahora sigo sin poder entender nada. No puedo ni siquiera articular algo que me ayude a describirlo. Ninguna palabra, ninguna imagen acude en mi auxilio. Sólo puedo decir que era algo verdaderamente inhumano, una sombra que se revuelve en si misma, devorándose. Acaso, lo único que recuerdo a ciencia cierta de aquella ocasión es mi estado de  shock, mi incapacidad para poder sobreponerme.

Un nudo de angustia, nervios y palabras revueltas, eléctricas, punzaban mi cerebro. El encendedor se me calló de la mano y azotó contra el piso. Fue ahí cuando pude recobrarme, aunque sea a medias, al notar la presencia de mis otros primos y primas que tampoco podían moverse. Unos pocos segundos después regresó la luz y la puerta se abrió por sí sola, como si nadie la hubiera empujado. Karina yacía tirada sobre el piso, mientras que mis primos lucían sumergidos en el silencio más absoluto.

Nuestros padres al fin entraron en la habitación, abrazándonos y zarandeándonos para que les explicáramos qué demonios había pasado, pero ellos no podían ofrecer otra cosa mas que su silencio atónito, mirando a sus progenitores a los ojos con tal expresión de desconcierto, que rápidamente dejaron de preguntarles cosas para comenzar a sentir temor. Por el contrario, yo no paraba de hablar, señalaba a Karina, que estaba tirada en el piso, sobre la oija, y me dedicaba a gritar toda una retahíla de frases inconexas, carentes del menor sentido. Como si todas las palabras acumuladas durante el largo silencio estallaran de un solo golpe, tan sólo para aturdir aún más a nuestros, ya de por sí, temerosos padres.

Fue mi tía Ana quién por fin actuó, recogiendo a mi prima del piso y poniéndola en su cama, para acto seguido, tomar la tabla y el apuntador entre sus manos y aventarlos por la ventana hacia la calle.

Sólo hasta que ocurrió aquello, el resto de mis primos se soltaron a llorar a rienda suelta, incontrolables, al tiempo que yo seguía sin poder dejar de hablar, mientras nuestros padres y mi abuela nos abrazaban, sin saber muy bien qué hacer.      

Esa tarde la reunión terminó temprano, los papás de Sergio, Miguel y Laura, salieron corriendo en sus respectivos autos. Mi abuela, yo y mis padres, no tuvimos más remedio que quedarnos y mandar a llamar al sacerdote de urgencia para que echara agua bendita en la casa.

Agotada por todas estas impresiones, caí profundamente dormida.

***

Los días subsiguientes transcurrieron sin sobresaltos. Una inquietante serenidad flotaba en el aire y, lentamente, aquellos sucesos fueron amoldándose a las distintas almas como a recipientes de diferentes formas.

Se generaron las más diversas diversas reacciones entre nosotros. Efectos ilógicos, imprevisibles. Como el hecho de que mis tíos, testigos secundarios de los sucesos, comenzaran a hablar de ello, añadiendo elementos increíbles, con una fe aún más grande que la que algunos de nosotros profesábamos. Miguel, por el contrario, estaba empeñado en renegar de aquello, aduciendo siempre miles de razones lógicas y “comprobables” que, según él, volvía. comprensible lo acontecido.

Otros, como Sergio y Laura, que habían vivido todo desde el principio en el más puro escolofrio, al siguiente domingo, lucían completamente frescos, listos para seguir adelante, como sí haber soportado tal opresión les diera ánimos para no creer lo que habían visto. Karina no tenía reposo. Fingía ser la misma de siempre, pero en casa me evitaba con cualquier motivo, mas yo distinguía en ella un semblante meditabundo y parsimonioso que no alcanzaba a comprender pero que, no obstante, me resultaba inquietante.

Por mi parte, aunque aquello permaneció en el aire durante mucho tiempo, un día, no me acuerdo precisamente cuando, me levanté con la mente totalmente despejada, entendiendo que nadie, jamás, sabría qué fue lo qué ocurrió, aunque haya aún quien afirme lo contrario. Lo que sí recuerdo, con toda seguridad, es que fue ahí cuando, casi sin notarlo, de la manera sutil en la que ocurren las cosas realmente importantes, supe que tenía una especie de “misión”: aprender a escribir bien para, un día, poder contar lo que nos había pasado.

A %d blogueros les gusta esto: