Vivere

¿Y si tengo que tomar medicinas de nuevo…? ¡Yo no puedo medicarme!
¿Y si me desmayo al ir al baño…?
¿Y si resbalo al bañarme…?
¿Y si me desmayo en la calle…?
¿Y si no despierto?
¿…y si me tiro por ese puente…?
Después de todo, seré así siempre, siempre lo fui…
¿Qué tanto podrá cambiar mi vida, qué tan funcional volveré a ser…?
¿Volveré a ser…?

 

Me tomo la licencia, si es que es posible hacerlo, de usar este espacio para hacer un pequeño brindis voluntario.

Brindo, por la persona que, desde setiembre de este año, me regala los besos más tiernos, las caricias más dulces, las miradas más cargadas de empatía, y los sermones más firmes; por quien me permite hacer berrinches, sentirme celosa o saborear a trocitos algún estrago de envidia o frustración; por quien llena mi mirada de luz al observar su belleza, por quien celebra mis logros y aplaude mi nueva personalidad.

Y brindo por mi mejor aliada, mi cómplice, mi compañera… Mi dulce ansiedad. Aquella que apareció en mi vida para reestructurarla al ponerle un estate quieto a todo lo que carecía de color, y otorgándome renovadas energías luego de torturarme por nueve meses. La ansiedad no mata, son solo cuarenta minutos máximos, y quizás repetitivos, de desesperación absoluta, pero no mata; sin embargo, cuando estás casi veinticuatro horas en el mismo estado, llegas definitivamente a hundirte en un pozo. A no ser que te permitas nacer de nuevo, bendiciendo la oportunidad de reinventarte, pasando de víctima al ser que siempre fuiste.

Sin poder creértelo.

Como dije, por si no se entendió, brindo por haber vencido la parte más, en apariencia, horripilante de mi trastorno de ansiedad, pero principalmente, brindo por mí. Hoy, que se celebra el día en que dejé el cobijo de mi madre, y quedé a merced de un mundo incomprensible, brindo por mí, sin licor, porque aun no tengo ganas de beberlo, pero sí de corazón.

Pero antes, divaguemos un poquito…

En el dos mil y tantos, cuando tuve el valor de mostrarle a una amiga mi primera novela original, ella me preguntó: ¿Por qué empleas nombres extranjeros? Mentiría si dijese que recuerdo mi respuesta, pero luego de terminar de editar esa misma novela, para publicarla a través de Amazon, me hice la misma pregunta. Y me respondí a mí misma de la siguiente manera:

¿Y por qué no hacerlo?

Hace casi un mes, por un medio digital personal, me atreví a exponer ante las personas más cercanas de mi “grupo de contingencia”, como llamo a aquellas almas que han estado para mí desde noviembre del año pasado hasta este catorce de diciembre, el largo camino de estos meses de inicial incertidumbre y posterior actual éxito.

Parte de aquella nota cargada de reflexiones propias y ausencia casi ridícula de los típicos “Por culpa de…” (al menos no explícitos, porque, seamos sinceros, el yo víctima suele colarse a veces), corresponde a las cursivas de arriba. No, no fueron un intento fallido de versos sin conexión o demasiada superposición. En realidad, eran el día a día de esos primeros nueve meses, con mayor intensidad los tres primeros, luego de que mi cuerpo me regalase la oportunidad de revivir.

Recapitulando en mi divagación, retomando el tema de mi predilección por nombres raros o extranjeros…

¿Por qué Vivere?

Nuevamente… ¿Y por qué no?

En italiano, francés, catalá, ruso, japonés, quechua, o el idioma o dialecto que elijamos, “Vivir” es probablemente la bendición más aterradora de todas, la más asfixiante, y al mismo tiempo, la más hermosa fantasía sólida para los sentidos. Vivir es respirar, capturando esas moléculas compuestas por aire y demás elementos y organismos que pululan en el ambiente; es exponerte a todo, tanto lo bueno como lo malo, lo claro como lo oscuro.

Hace un año, concretamente un día como hoy, celebré mi cumpleaños intentando detener los temblores de mi cuerpo, ahogándome en una peluquería mientras ocupaba mi mente en cualquier cosa que no fuera la perspectiva de que el tinte me envenenara y terminara muriendo delante de mi hermana y la estilista… Recuerdo haber repetido como un mantra Solo hoy, solo hoy, solo hoy… , intentando recordarle a mi cuerpo que si “pasábamos ese nivel”, ya no nos haría daño el resto de nuestra vida.

Por eso, entre risas (que al fin son reales, que al fin se sienten, que al fin nacen), ayer, trece de diciembre, me aguanté mis lágrimas de felicidad al comer todo lo que deseé en el almuerzo corporativo por fiestas. No hubo antes unas papas fritas, una chuleta de cerdo (espero algún día dejar de ser carnívora, lo siento si aun no lo logro), una ensalada, y unas verduras a la parrilla más ricas que aquellas. Porque estaban condimentadas con el triunfo de mirar hacia atrás un ratito y recordar que, un año atrás, solo me alimentaba con zanahorias, pollo y agua.

Celebrar un año más de vida, luego de vencerte, elimina cualquier incomodidad relacionada con cuán más viejo puedas volverte, o si eres “tan exitoso como…”, o “qué tanto te falta para…”. Y por eso me siento una quinceañera que se muere por ir a bailar, cantar, besar, ¡y girar y girar!

Ciertamente hay cosas que han cambiado entre un año y otro, pero es parte de la vida, y la vida sigue caminando, la vida se sigue nutriendo. La vida no deja de ser, así como nada está quieto, porque todo, incluso lo estático, gira con la Tierra. Porque somos co creadores de nuestra vida…

Entonces, ¿por qué Vivere?

En mi época New Age, cuando aun las cosas no mostraban cuán críticas se iban volviendo en mi interior, escuché aquella canción en labios de Andrea Boccelli y Gerardina Trovato. Tengo ascendencia (ancestral, pero ascendencia) italiana, pero definitivamente no parlo italiano, así que tuve usar el traductor para entender el resto de cosas que no había entendido (porque, seamos sinceros, el italiano tampoco es tan difícil de entender…).

Sin embargo, la letra de aquella canción se me metió en las venas, porque representaba mucho de lo que sentía en ese momento, tanto o más que la versión de Miserere que Andrea tiene con Zucchero. Ciertamente fue una época en la que sentirse miserable y frustrada con la vida, que exigía tanto de una niña, adolescente, joven y adulta, era el pan de cada día…

Pero llegó Dare to live, la reivindicación del Vivere original. Y aunque olvidé por mucho tiempo esa canción, o la escuché en mis momentos “limpios”, recién ahora puedo sentirla completamente mía.

Porque me atreví a vivir de nuevo.

En estos ya treinta y seis años de vida, he expuesto la desnudez de mi alma de muchas formas diferentes… He llorado ante muchas personas de manera humillante e incluso de manera ridícula, dándoles en bandeja las herramientas para tratarme como un ser inferior o inválido. He soportado burlas, gritos, indiferencia, falta de reconocimiento, puñaladas por la espalda, confrontaciones de frente, traiciones, entre otras…

Tristemente, las más terribles venidas directamente de mí.

¿Qué espero de estos treinta y seis años, entonces? Ya para aterrizar un poco las ideas.

Una torta, sinceramente sí. Y regalos, también (parte de recuperar mi categoría de “ser humano vivo” es tener esos pequeños guiños de engreimiento).

Pero quiero más seguir adelante, sin mirar a los costados, solo de frente. Que los pequeños giros de mi rostro hacia atrás sean solo para recordar cuán grande fui al vencerme y cómo lo hice. Porque sé muy bien que puede haber gente que al mirarme y contrastarme con mi pasado, llegue a calificarme como hipócrita por “aparentar que hago lo correcto”. Sin embargo, siempre planeo estar abierta a explicar mis motivos, porque aunque mi vida no haya sido el drama más terrible de la historia de la humanidad, mucho hay que puede servir de ejemplo.

Gracias a Dios, no soy perfecta, ni quiero serlo. Quiero seguirme reconstruyendo, quiero seguir revisando día a día las cosas que aun me cuestan cambiar, aplaudirme las cosas que hago bien, quiero seguir robando horas del día para hacer lo que me apasiona, y dedicar más segundos a aquello a lo cual le agradezco que mis sueños se estén cumpliendo… Quiero que no sea el peso de la sociedad lo que me haga crear algo mío, y que aun si no ocurre, no duela el señalamiento por no ser “lo que debería”.

Quiero seguir siendo mi mayor orgullo, mirarme al espejo y dejar de ver “lo que dicen que no soy”. Quiero tomar en mis manos estos últimos doce meses de guerra constante con un fantasma que venía de mí y acunarme, porque al fin vuelvo a ser la ganadora de batallas que siempre he sido.

No sé con quiénes recibiré las horas y minutos exactos que marcan en verdad mis treinta y seis años de vida. Solo sé que serán las personas correctas y a quienes ofrezco directamente lo mucho que tengo por ofrecer.

Gracias a quienes asumieron mis responsabilidades laborales cuando ocurrió mi hecatombe.

Gracias a quienes no me vieron como un problema, sino como una oportunidad.

Gracias a mi familia directa, por tener la paciencia suficiente y soportar el dolor de ver mi propio dolor, sin maximizarlo, intentando apoyarme en este proceso.

Gracias a las amistades que estuvieron al inicio, las que permanecieron, las que aparecieron, y las que se quedarán, por corto, mediano o largo tiempo.

Gracias a las que se fueron o se alejaron, porque quiere decir que ambas partes hemos evolucionado a nuestro camino correcto.

Gracias a la vida, por enseñarme su valor en esos minutos en que “mi sueño parecía hacerse realidad”, y definitivamente no quería irme.

Gracias a quienes creyeron que yo sí podía lograrlo (Vilma, Virginia, Tessy, Giuli, Marta, Daniel, Fonsi, Allison, Any, Laura, Víctor, Marco… y apoyos que deben quedar en el anonimato), y empujaron el carro cada vez que se acababa la gasolina.

Y, finalmente, gracias Melina.

Gracias por ser lo suficientemente terca y haber creído, pese a que cada amanecer de noviembre de 2017 se sentía como el último…

Que mereces vivir.

 

 

Foto de Portada: Melina Paccini.
A %d blogueros les gusta esto: