Uno de los temas que más sale a colación en cualquier conversación de cafetería es Netflix. También en Navidad, y especialmente en esta época, cuando en la televisión la oferta que se muestra en la parrilla es siempre aterradora (galas, lentejuelas y carcajadas en playback).
Esta vez, en este 2018 que agoniza, la cadena de entretenimiento ha lanzado un producto de los Coen, The ballad of Buster Scruggs. Si es de los hermanos Coen, uno puede pensar que la jarana está garantizada, motivos hay para no poner en duda esta afirmación. Es más, tras el play, el espectador se deleita con la aparición de un personaje bastante excéntrico, con traje blanco reluciente de americano auténtico y sombrero tipo sombrilla de playa: Buster Scruggs (interpretado por Tim Blake Nelson).
La película se compone de seis episodios, cada uno con vida propia y personajes diferentes (aparecen James Franco, Liam Neeson o incluso Tom Waits, sí, el mismo). A modo introductorio, una mano pasa la página de cada cuento, dejando ver su título, antes de adentrarnos en la historia. Todo ellos comparten un mismo contexto: la vieja América del lejano oeste, el árido campo y algún que otro indio arrancando las cabelleras, dato histórico erróneo y que siempre perdurará en el cine del oeste (pues eran los vaqueros invasores los que arrancaban las largas cabelleras de los indígenas, y no al revés: poco había que arrancar de un pelo corto).
En el primer episodio, Buster Scruggs narra sus aventuras con una canción a golpe de ukelele y de caballo, mostrando así toda su extravagancia a varios bandidos con los que se topa en una típica tasca americana compuesta de cuatro paredes y mucho polvo. Su irrupción en un saloon va acompañada de tiroteos (sin perder la sonrisa) y un extraño musical que hace que recuerda a Flying Circus, de los eternos Monty Python.
Uno piensa: voy a ponerme las botas a surrealismo divertido. Gracias, creadores del Nota.
Nada más lejos de la realidad. Con el cuento de Meal Ticket el tono cambia intensamente. Liam Neeson da vida al director y empresario de la pequeña compañía de teatro compuesta por él mismo y Harry Melling, que interpreta al actor principal, Harrison. Es este un tronco humano dedicado al mundo del espectáculo, algo que también podíamos observar en la peculiar película Freaks, de Tom Browing. Harrison no solo se limita a mostrar su invalidez, algo que ya de por sí atraía en estos espectáculos, sino que posee un talento potente a la hora de realizar largos monólogos recitando obras de Shakespeare o de Percy Bysshe Shelley, atemorizando al público con su tono amenazante sobre la desgracia de Caín y Abel. Tras la función, el director pasa su gorro y espera esas monedas, esa voluntad que a veces es grande y a veces es pequeñita, que les permitirá comer las alubias de esa noche.
Los Coen, en una media hora aproximada, cubren este cuento de una fuerte intensidad emocional. El espectador ve el pequeño carrito, ve al director maquillando a Harrison, abrazándolo cuando hace frío, ya que el cuento se desarrolla en un invierno que poco a poco se va intensificando, en fin, los momentos íntimos también se recogen.
A medida que el invierno avanza, la audiencia decrece, y en la última representación que vemos, las espaldas de tres espectadores se niegan a ofrecer moneda alguna tras haber disfrutado de esos monólogos tan pulidos y complicados que Harrison les ofrece.
Acongojado, el director recoge su sombrero vacío y observa a lo lejos el espectáculo de un gallo que adivina números. El público ovaciona. Accede a comprar al ave para probar suerte con ella. Observamos ahora el pequeño vagón con un actor desmembrado y talentoso yendo al lado de un pollo al que se le sirve de abundante maíz y que atraerá a una audiencia amplia.
Los Coen también analizan algo que sucede en la sociedad desde que esta tiene poco uso de razón: la obra solemne y aguda junto con el talento se ven sofocados ante la exhibición barata, fácil de entendimiento y rápida que se brinda al espectador.
Harrison y su esfuerzo por memorizar y recitar con una voz estudiada textos que sobrecogen al espectador acaba siendo desplazado por un pollo. Una simple gallina que picotea unos números colgados de un cordón.
El hambre del director avanza y no hay monedas suficientes para el ágape del orondo pollo y las alubias de Harrison. En un río, prueba a lanzar una piedra. Con una sonrisa de famélicos dientes…se aproxima a su compañero de vida y trabajo: el desmembrado actor.
En la siguiente toma, vemos que los Coen han logrado un relato dickensiano al observar que del techo del vagón solo cuelga una jaula con la gruesa gallina dentro, como única compañía. Y el público que haya empatizado podrá notar en sus huesos ese frío del invierno tan desgarrador que ha empujado al director a lanzar a su amigo al agua.
Aunque los hermanos Coen nos ahorren la escena, es mucho más sobrecogedora, quizá, esa soledad del director que ahora tiene en sus manos, dentro de una jaula, ese Meal Ticket de risa fácil.
Otro de los capítulos que son como un tesoro en esta película es el All gold canyon, donde ahora el pasaje recuerda al Edén y el único actor es uno, intentando buscar pepitas de oro que se escurren por sus manos. Como en el episodio anterior, este relato se centra en la profunda soledad del personaje del buscador de oro, encarnado por Tom Waits. Su lucha diaria, sucio y marginado, en esa eterna búsqueda de un poco de fortuna que le haga cambiar su suerte. De nuevo, otro personaje de Dickens, pero en un contexto del lejano oeste. Si en el anterior episodio las únicas palabras que escuchamos es el recital de Harrison, en este sucederá algo similar. Los Coen, parcos en palabras en esta película, nos deleitan en esta ocasión con los rugidos de Tom Waits y alguna que otra palabra lanzada al viento…
Y es que All gold canyon es digno de mención debido a otro factor: la observación directa de Tom Waits hablando solo, con esa voz que recuerdo haber leído una vez que era descrita como empapada de whisky y atropellada después. Con cara de fauno, roba huevos a un búho y deleita al espectador quejándose en esa búsqueda imposible de oro, arrastrando su peto roto y su pony. Estos dos episodios componen un ejercicio de duelos de miradas, de escasos (inexistentes) diálogos y bellas tomas que recuerdan a No country for old men.
Incluso los gruñidos que Tom Waits lanza al viento son líricos, algo imposible de lograr a no ser que seas, en fin, Tom Waits.