Soy hijo de esta época
que poco a poco
se va suicidando
sobre una calle de papel
donde el vate reescribe
nuestras muertes.
Aquí no hablamos sobre el quehacer poético ni sobre la tradición poética. Tampoco es un discurso contra un quehacer actual. Es una mirada crítica sobre la poesía contemporánea y el comportamiento/actitud del poeta contemporáneo. Una mirada personal y experiencial. Hablamos sobre los emergentes poetas que abundan y no sobre las técnicas que abundan y que son legítimas (soneto, verso libre, prosa poética, etc). Tantos poetas que emergen en estos últimos tiempos con diferentes técnicas, estilos e influencias. La innovación está a flor de piel. Existe poesía de todo y de toda clase. Sin embargo, emana una pregunta desde lo más profundo de las entrañas literarias: ¿todos son poetas?
Es una pregunta difícil de responder. El plano de lo subjetivo impera y el gusto – disgusto por un poema dejó de ser una experiencia kantiana de lo sublime. Ahora, la poesía es un sinónimo de licencia. Acto increado donde lo más importante es el alcance mediático del verso escrito. Donde la actitud del poeta es poder tener licencia de hacer y deshacer todo lo que desee. Donde escribir no es un acto de moralidad, de humanidad, sino un acto dadaísta donde lo tradicional y lo convencional son pecados que deben ser erradicados. La poesía contemporánea es hija de este fenómeno.
Sin embargo, ¿dónde queda la actitud humana de la poesía? Porque la poesía no es solo un vómito artístico, un apretar “Enter” en cada verso, una economía austera de las palabras. La poesía es una expresión necesaria de las últimas interrogantes, conscientes o inconscientes, del poeta que observa el mundo con admiración, amor, pasión; buscando aprehenderlo y comprenderlo.
Es interesante apreciar las reflexiones y estudios de tantos escritores y artistas. Desde Borges hasta Pessoa, desde los entrañables estudios de Carlos Guevara sobre lo poético y la vida, hasta las primeras creaciones filosóficas de los grandes pensadores del romanticismo alemán. Uno de estos, Novalis, nos interpela que el poeta posee una labor, una labor donde logra descifrar y describir aquello que es un abstracto en la realidad. Donde las conjeturas formales pueden poseer una explicación, donde la palabra crea y compone, donde el verso revela lo que está oculto.
Esta experiencia reveladora de la poesía, propia de la gracia de la acción del asombro y de lo que impacta, emocionalmente, en el sujeto, ya es un mero espejismo.
La poesía contemporánea se ha desligado de eso. Existen casos emblemáticos que aún mantienen esas sed por la trascendencia, hay poesía buena y profunda, que logra extraernos del tiempo para hacernos aterrizar en otro mundo. Hay poetas que se abren paso entre las calles de las capitales del mundo y otros lugares alejados del centro. La poesía se está abriendo paso y se descentraliza. Pero este no es el problema. En cada ciudad hay poetas buenos, poetas que logran comprender ese trámite necesario que se hace entre el cuestionamiento propio y la creación literario – poética. Poetas que aún no se divorcian de sus raíces humanas y logran coger toda herramienta de su entorno en favor de su creación. Los poetas son personas que logran otorgar luz a esos espacios oscuros y ocultos de la sociedad y del pensamiento humano, permitiendo que la sociedad se transforme, que los corazones ardan, que exista una voz para los que no tienen voz. Aquí estamos frente a las reflexiones de Bauman donde las relaciones son líquidas, donde el riesgo de hablar con otro se reduce a un pensamiento unitario e idéntico. Los poetas no poseen esa premisa, para ellos existe el pensar diferente, el interpretar el mundo desde sus anaqueles poéticos y reflexiones. Existen los poetas con una envergadura diferente que permiten contemplar el mundo con los ojos de los animales que no hablan, otorgando esperanza a su entorno.
Sin embargo, existe otra realidad.
La belleza que brinda acceso al ser, desde el pensamiento filosófico, es una exigencia que muchos poetas no cubren. La exégesis de los versos es un trámite formal donde lo que interesan es la cantidad de seguidores y lectores (enfermedad de los recuentos de fin de año). Bastaría con un solo hombre que lea al poeta, después de muerto, para sentir el cumplimiento del deber, pero es adalid de la creación el poseer cantidad y trascendencia. El poeta tiene miedo a la muerte y al olvido, pero ese mismo miedo lo destierra de su pensamiento, lo evacúa por las entrañas de las letras escritas, de los aromas de las hojas recién salidas de las imprentas, de las pantallas desorbitantes de aparatos electrónicos donde publica, diariamente, sus escritos. Es cierto, la tecnología avanza y uno debe adaptarse, pero dónde queda ese celo por lo que uno escribe.
En esto caen muchos de los poetas contemporáneos. Un divorcio con su moral, con su íntimo ser, con su función humana. Con la propia exigencia de su vida trascendente. Con sus contemporáneos, con las raíces del alma.
Los poemas quedan a merced del populismo o de un simple desenfreno sentimental del momento, con poco trasfondo humano y experiencial. La vivencia misma queda tirada a un lado del camino y el poeta se sumerge en una interpretación sesgada de la realidad. Una mirada donde el pensamiento de Wilde, en el cual la vida es interpretación del arte, se reduce a una experiencia sentimental empírica sin ser aprehendida, donde lo que uno cree vivir es, paradójicamente, una ilusión de vivir..
Rasgos propios de poetas del internet o poetas que contemplan la creación literaria como un «vomitar el arte» sin darle forma ni fondo, sin aprehender la esencia de la realidad, solo usurpando coordenadas y vejámenes propios de las calles colindantes a su casa y colocándolas en un papel. Al final, el papel sostiene todo, incluso, los destierros y demonios de un escritor.
Por ello, es difícil encontrar poemas con un fundamento profundo que, en su esencia, logren transformar la sociedad, levantarse entre los muertos para guiar a los pobres o que expresen un profundo deseo de inmortalidad. No existe punto de comparación entre los poemas de un muchacho divorciado con su propia existencia, que puede poseer técnica, talento y don, pero falto de corazón y luces, con los poemas de Novalis, Schiller, Leopardi o de tantos otros hombres sedientos por la inmortalidad y el sentido. Poemas que emanan cuestiones filosóficas, personales, sociales, antropológicas, entre muchas otras. Poemas que pueden ser de impacto brutal en el canon literario universal, pero que quedarán a merced del vulgo estético que todos poseemos. Un vulgo superficial e infecundo, muchas veces condicionado. Tales como las críticas de los expertos del cine, críticas recibidas con odio y maldad por parte del espectador que solo siente deleite por los destellos y la música, descuidando el fondo y la trama. La poesía se vuelve un hijo del dadaísmo más profundo, tanto como un nihilismo reconvertido en el arte como un “me hace feliz, soy yo” que no puede ser cuestionado porque el arte ya no es un factor social sino un factor comunicativo personal sin interés de relación y contradictorio a las recomendaciones de Bauman. Las relaciones, que criticó, se vuelven líquidas y los versos son gotas de agua salada que no se pueden saborear adecuadamente.
Por ello, la poesía contemporánea queda supeditada a un simple gusto del lector y del crítico. Un espectro sencillo, pero que asesina, lentamente, el canon literario. No hay mucho que ofrecer y encontrar cuando la composición de poemas se reduce solo a un chillido ensordecedor de un niño que reclama por atención. Espacio donde es fácil encontrar poetas que beben y beben alrededor de la mesa de un bar, con enormes cantidades de alcohol y recitales manchados por el simple hedonismo de vivir. Las opiniones cuarteadas que se propagan por el internet y que no representan la coherencia entre poeta y humanidad. Porque es sencillo sellar encuentros carnales entre escritores, apoyados por la licencia de que el ser poeta le es permitido todo, bajo aquel estereotipo del poeta bohemio y sin licencias. Un rechazo a la ética, a la moral y a su papel dentro del mundo, un fermento del poema entre olores de cerveza y de cigarrillo. Pero aquí no yace la crítica hacia el poeta contemporáneo, porque el beber o el fumar no es un pecado ni un delito. Pero quien lee estas líneas irá recordando la cantidad de recitales donde abundan más las personas bohemias que los altares poéticos. Donde se versan ideas contra el mal uso de los recursos, las injusticias o el desdén de lo gobiernos, pero que solo quedan en ello: en versos. No hay profundidad del mensaje y la coherencia del mismo queda en el aire. Los genios poéticos han quedado enterrados en la memoria.
Quizá Platón no estaba tan ajeno a su idea de destierro en contra de los poetas. Porque la mirada actual de la poesía es de un cuerpo sobre un río maloliente. Atrapa, llama la atención, logra conmover. Pero ahí queda, en eso, en un impacto sublime que no produce acción voluntaria o transformación real y vivencial. Un impacto estético, pero no trascendente. Un impacto en donde caen muchos de los poetas contemporáneos, permitiendo que la poesía sea un cadáver que solo es útil para las aves de rapiña.
Ahora, es normal, que el poeta se mueva ya sea por la productividad de sus amigos, por las relaciones que posea, por el simple hecho de vivir de una manera desenfrenada. Por el primer estadío de Kierkegaard, por aquella actitud estética y ética de moverse por el placer. Y aquí muere la vocación del poeta, aquella vocación de aprehender y facilitar el acceso a la realidad. De lograr cautivar y enseñar.
La obra de arte no posee moral, pero es la obra de arte la que enseña y manifiesta la vida del autor, la que deja una huella en la sociedad. Este ya es un acto de su tiempo, de su entorno, de su actitud frente a los otros. No hay un vacío en su obra porque esta sería un mero compromiso, un suicidio artístico. Un trazo fino sobre el lienzo inmaculado de una hoja. Pero lo que realmente debería ocupar en el fondo de su obra – ese fruto de su vocación – se ve reemplazado por una actitud que solo busca rodearse de personas, físicas o virtuales, acumular premios, aplausos o reacciones en las redes sociales.
El poeta desea ser amado, pero ese deseo jamás será saciado. Él mismo se infringe el dolor por su superficialidad, por elegir ser del mundo y de sus estímulos. Sin poder despegar del suelo y comenzar a aprehender la realidad, dándole palabras a lo inefable y voz al silencio. Ahora se emplea a la poesía como la licencia apropiada para irse a la cama con quien uno desee, de pisotear el alma de los otros. De poder brindar los sermones necesarios sin mantener la coherencia del acto, de poder fornicar con los estímulos del mundo, pero sin dar vida, sin darle paso a la muerte. Quedar como una cabeza trofeo y tenerla en la sala para su exposición permanente.
La poesía se ha vuelto una prostituta empleada para satisfacer necesidades y el ser humano es su cliente usual.
Esta es la realidad de la poesía contemporánea, respetando las nobles excepciones que son como flores de Amancaes en temporadas de lluvia: son dones escasos, pero dones que otorgan esperanza.