Hace unos años leí en una entrevista unas palabras de Luis Landero que he terminado por hacer mías: “El arte de escribir es el arte de observar. Hacer que lo que miras valga por veinte y que tu mirada convierta en novedad las cosas. Gran parte de la literatura del siglo XX, y en eso Chéjov es un adelantado, es contar qué pasa cuando no pasa nada, qué pasa en nuestra vida, qué pasa una anodina tarde de domingo. Se pueden inventar muchas cosas, pero contar lo más inmediato es un reto. Chéjov decía que hay que hacer poderosas las palabras humildes e interesante a la gente vulgar. El escritor es un observador más que un pensador, tiene que observar y sentir”.
Y esa es a todas luces la opción literaria de Susana Benet: mirar las cosas y retratarlas de la manera más sencilla posible. Lo es en este libro y lo ha sido en su poesía anterior desde aquel Faro del Bosque publicado en 2006 hasta el más reciente Grillos y luna, pasando por La durmiente y desembocando aquí, en este Don de la noche (Pre-textos, 2018).
Que la vida es la suma de todos los instantes en que no pasa nada, el hilo en que se engarzan las perlas cotidianas, un compendio trivial de pequeñas hazañas domésticas es una realidad que muchas veces nos negamos a ver. Quizás porque nos venden que tenemos que vivir como si fuéramos los protagonistas de un telediario repleto de noticias y sucesos, siempre ocupados en mil cosas y distraídos en ninguna. Afilar la mirada como quien afila el lápiz, ejercitar la atención, pararse y contemplar son actos necesarios pues permiten admirar el presente y disfrutarlo con una intensidad que nada pide, que nada nos reclama, pues es limpia y es justa y nos la merecemos. Así es la poesía de Susana, serena en su manera de acercarse al misterio que es la vida, audaz en su deseo de contemplar lo ordinario.
Porque ahora, en cualquier momento, en cualquier rincón del espacio que habitamos está ocurriendo algo. Cosas pequeñas quizás, insignificantes pero hermosas: una hormiga perdida entre los libros de aquella estantería, un gato que camina por los tejados de esta finca en busca de la noche o de su don, una mano que se ha enlazado a otra mientras escucha lo que decimos en esta mesa. La poesía de Susana nos enseña a prestar atención a todas esas cosas, a ese mundo que es más rico aún si cabe cuando somos capaces de descubrir lo secreto, lo que no es tan aparente ni tan llamativo. Leer a Susana es compartir con ella este secreto a voces, esta verdad desnuda: que la vida es lo que está pasando ahora delante de nuestras narices a la espera de alguien que lo cuente.
Debajo de lo cotidiano hay presencias y ausencias, presencias que parecen ausentes y ausencias que devienen de una rotundidad tangible, casi cierta. El cuadro en la pared que ya no vemos a fuerza de mirarlo y el eco de una risa que estuvo en esta casa hace ya mucho tiempo. “Todo es ausencia en esta gran rutina / de la que has escapado / sin despedirte”, dice el poema «Ausencia». Porque si uno se fija bien hay vida incluso en la pérdida, como la hay en los cuartos de las casas que abandonamos o en las prendas que nos sobreviven, en “esa chaqueta tuya / manchada por el vino de tus noches, / por los versos escritos / en breves servilletas arrugadas / tejida por las manos / que te amaron”.
Hay en la celebración de lo cotidiano una nostalgia omnipresente por todo lo que ya no forma parte de esa cotidianeidad, el polvo en la mesa familiar que es lo único que queda de aquellos días: “Cerrada está la casa. / Sólo polvo por todos los rincones / sobre la larga mesa / donde tantos / festejos familiares”. El poema cumple aquí otra de sus funciones primordiales, la de arrastrar al presente lo perdido, la de evocar el humo de la memoria, como una reminiscencia pasajera, como esa que asalta a la poeta en el poema titulado Adormecida: “De pronto esta mañana, adormecida / me asalta de repente la creencia / de que tengo comida familiar”.
Las voces, el reloj, el viento, la lluvia, los gatos que son haikus, los insectos, los gritos que rasgan la madrugada, todo se está moviendo en los poemas de Susana, porque todo lo que vive se mueve. Como en un parpadeo, sus versos lo atrapan en un instante cualquiera y lo describen sin drama, sin apenas metáfora, sin exégesis. Ya bastante drama hay en el hecho de que el tiempo transcurra irremediablemente. Lo que pasa es lo que pasa. Y es mucho y está repleto de matices y carece de tiempo en el poema porque allí nunca deja de pasar. Igual que en sus excelentes haikus, la poesía de Susana Benet atrapa un momento fugaz y lo inmortaliza, como una fotografía, el retrato de un instante cualquiera que nos salva como nos salvan los momentos en que no pasa nada. La buena poesía no responde a las preguntas, no nos cura las inquietudes y los miedos. La buena poesía es la que plantea preguntas, la que deja abierto el enigma, como en este poema que creo reúne el tono y la esencia de este don de la noche que Susana nos regala.
“Todo lo que parece
tan lejano está cerca.
Aquello que creímos
olvidado, de pronto
regresa y nos conmueve,
apenas un instante,
sin señalar de dónde
brota ni a qué rincón
de nuestra alma regresa”.