A veces no soy nada imparcial. Con aquello que me gusta voy a muerte, mientras con las cosas que no me importan lo suficiente, directamente opto por desoírlas. Algo así sucede con la poesía: soy selectivo; me cuesta mucho leer y descubrir (ahora menos, la verdad) autores nuevos y comprometidos con lo que escriben. La poesía es orfebrería, en el sentido de que hace falta más que una bolsa de palabras. La poesía no es talento únicamente, ni tampoco gozo: es entrar cincelando un mineral a hasta conseguir la forma ideal.
El poema perfecto no existe: hay condicionantes de todo tipo que agitan la composición. La imperfección es una virtud; rebeldía necesaria ante lo correcto. Por ello siento predilección por aquellos que se arriesgan, nadan contracorriente o muestran esquejes de sublevación ante imposturas, propias y ajenas. Revelarse es un verbo frágil pero delicioso; es la incomodidad hecha virtud inconformista, de aquella persona que busca algo más que un verso amable o de ficción y por ello no me cuesta ser imparcial. Entiendan que lea a Julia Laberinto porque sé qué puedo encontrarme. Y sé que mis expectativas van a estar cubiertas de sobremanera. Disfruten.
He despertado.
Contenía la respiración bajo las aguas de una corriente fría y ajena. La nada no tenía para mi ningún valor, porque el mundo encarnaba la desproporción del vacío.
Recuerdo el silencio. Bajo el agua, la voz apantallada por el peso y la presión.
Cualquier tímido susurro era censurado por la potencia arrolladora del aullido mayoritario.
Abro los ojos solo para mirar dentro.
Cobro conciencia de mi propia fuerza, el último reducto de oposición al agua que continúa fluyendo.
La brisa superficial contra el torrente. Unas gotas de lluvia contra la feroz destrucción del incendio.
Existe la posibilidad de despertar, pero no la de volver a dormir.
Y la vigilia es devoradora.
La felicidad, estando despierta, solo puede alcanzarse mediante la sumisión o el exilio.
No hay salida al control invisible del río; incluso las rocas que entorpecen su curso, nacen de las entrañas de su propio cauce.
Yo he despertado. Solo me queda ser agua, ser roca; estar despierta hasta desaparecer.
—
Manifiesto salvaje
Llegaron por la noche.
Había un cementerio en la plaza del pueblo
y susurraron mi nombre.
Pero yo ya estaba allí.
Si tocaras con las manos
la carne que comes,
yo miraría con ojos de ciervo
la bala.
Un cuervo aviva
la nostalgia de la fractura
y la naturaleza de la enfermedad
se hace infinita.
El río es tu sangre
pero no es el mismo
en el que me bañé
cuando era oso.
Agua, tierra, bocanada de marisma, pino verde.
Olvida la enfermedad.
Alguien se ha ahogado en estas aguas
que caen del cielo.
—
La ausencia de la palabra es un silencio pletórico de creación.
El ruido interior es más fuerte. Más fuerte.
Quiero decir algo; algo de río o de oleaje que no puede ser encadenado a la contingencia de las palabras que conozco. Incluso a la de aquellas que no entiendo. Porque el lenguaje es, en esencia, la herramienta de las personas para hablar de aquello que existe, no para encarnar el ruido interior.
Ojalá pudiera llorar el sentido del agua, representar la ausencia o el páramo líquido.
La cadencia de las sílabas que me mueven conduce a un espacio baldío.
El repiqueteo del agua sometida a la gravedad del espacio que ocupo es estéril. Porque mis ventanas están cerradas.
Mi agua es solo contenido. No existe un cauce que abarque el caudal que me llena.
No puedo delimitar los conceptos ni las corrientes. Soy incapaz.
La adaptación del fluido a su recipiente es una mera simplificación, la mirada parcial de la tibieza.
La adaptación de mi silencio a las palabras es incomprensible.
[Julia Laberinto (Madrid, un día de tormenta de 1996) es estudiante de Medicina por la Universidad de Alcalá y finalista de la Lanzadera de Poesía de Madrid en 2017. Coordina, junto con el resto del colectivo, el proyecto Infrageneración del 17, encargado de la promoción y difusión de poesía emergente. Le gustan más los gatos que algunas personas…]
Fotos: realizadas por Noelia Cuevas (@millenialpinnk)