Busco
irremediablemente
la fórmula exacta para ser menos de cristal,
menos cáscara de girasol dentro de una semilla
y menos ruido de agua corriendo por el aire.
Busco con ahínco
la posibilidad de un impermeable
rojo, abundante de sangre y sin embargo
sin hematomas,
y mis dedos contactan con la tela, con la cama, con las escaleras y con la terraza
en ese incansable intento
de convertirme en piedra.
En ser cena de plato fuerte y gusanos
que me abandonen en un estante lleno de cucharillas y de zapatos y de botones y de dientes,
y allí pueda absorber burbujas de niñas saltando a la comba
mucho antes de conocer
el dolor entre las piernas
y la aguja en el cráneo. Punzante. Lengua de una pata.
Y cada noche se derrumba en mi espalda con la clave de una uña insistente,
trazando círculos,
y cada mañana se bebe en un zumo de naranja y en leche sin lactosa
y cada tarde se acerca sigilosa, con zapatos sucios y cordones desatados
culebras barriendo por el suelo,
y la boca abierta
riendo
de mi imposibilidad
de convertirme en roca
o en hueso.
Busco incansable
el remedio para dejar de ser luna en polvo o arrancarme la piel
con las manos
en un furor de príncipe en una guerra,
desenterrar los dientes de todos los muertos y con ellos
lanzar un grito agudo y abierto en medio de la plaza Beata María
y correr calle abajo
como una loca despeinada sin paraguas ni zapatos,
y chocar contra el suelo,
contra una nube o una fuente de brisa azul,
y allí por fin.
Pulverizarme.
Porque necesito buscar la descomposición del aire,
extirparme mis cristales uno a uno
y dar cobijo a mis ojos en una sábana blanca
-envueltos, tranquilos,
sin descubrir el absurdo-.
Ansío
como un cielo sin pájaros
que me abran en dos y extraigan
los trozos de vidrios que me quedan por dentro,
retíramelos, tú
o tú,
con un bisturí verde y puntiagudo,
y así que yo pueda
precipitarme,
segmentando la noche en dos pedazos
y yo en el medio,
aterrada,
corriendo.
Perdiendo todos mis cristales.