Responder a la pregunta de si había alimentos de ricos y alimentos de pobres en Roma es bastante difícil, aunque Marcial, en el siglo I de nuestra era no duda en utilizar los términos rico y pobre asociándolos a la alimentación: en el libro XIV de sus Epigramas, «los donativos alternados del rico (diues) y pobre (pauper)». Ciertos platos- sobre todo las legumbres y hortalizas, como el haba o la acelga- son considerados como alimentos de pobre o de «obrero» (un juego de palabras por la similitud entre faba/ «haba» y faber/ «obrero»). La misma idea aparece en una lámpara figurada de Aquiles, donde la representación de una cesta con un cántaro de vino, un pan redondo y un rábano está explicada por la leyenda: «Pauperis cena: pape uinu radic» («Cena de pobre: pan, vino, rábano negro»). La alimentación funciona como un marcador social.
Las raciones alimenticias de ciertas capas de la población romana, especialmente los esclavos por una parte y por otra, los soldados y el pueblo, se conocen por los textos que hacen alusión a normas prescritas o sugeridas por los responsables de su abastecimiento; los señores para los primeros y la burocracia del Estado para los segundos.
Las descripciones literarias, que nos informan más sobre los banquetes de la clase dirigente o más aún, de los nuevos ricos (tales como Trimalción, el personaje de Petronio), que sobre los consumos de las clases populares, se dispersan en diversos escritos. En un extremo encontramos a Catón, Varrón, Columelar o Plinio en Naturalista, que nos transmitieron informaciones concretas de todo tipo, especialmente sobre la conservación de los alimentos. En otro extremo encontramos a autores satíricos o a hombres de letras seducidos por la sátira: estas más bien informan sobre la jerarquía de los gustos, sobre los excesos, pero también sobre los contrastes y los prejuicios sociales. En un mundo donde la religión impregna fuertemente los actos de la vida pública y privada, los datos de tipo religioso aparecen en orden disperso en una larga variedad de textos que permiten reconstruir la «cocina» ligada al sacrificio de animales vivos, ilustrado por representaciones figuradas.
Una alimentación romana, ante todo, mediterránea, incluye cereales, vino, aceite, legumbres, hortalizas, frutas frescas o secas y alimentos ricos en proteínas de origen animal, así como, productos de recolección: setas, espárragos, bayas y frutos salvajes. La alimentación romana se transformó con los años debido a los progresos de la comercialización de los principales productos, de la que se beneficiaron tanto las ciudades como las clases dirigentes. Se produce un incremento paralelo del consumo popular que aprovecha en el caso de Roma, las importaciones masivas y regulares de trigo de Egipto y de África, de aceite de Bética (Andalucía) o de Tripolitania, así como, del consumo de lujo y ostentación. No todo el mundo come lo mismo, porque no todos tienen los mismos medios, pero la sociedad también está dividida sobre lo que se puede comer, es decir, lo que es legítimo comer. Por último, la compra con dinero no es la única forma de abastecimiento de los consumidores.
En el mundo romano, el donativo de alimentos está documentado sobre todo de arriba abajo, ya tenga un carácter cívico o ceremonial, o dependa de una relación de patronazgo. La noción de pobreza no interviene explícitamente, ya que el donante y el beneficiario siempre están unidos por un vínculo.
El autoconsumo se encuentra en lo más alto y en lo más bajo de la escala social: es el modo de consumo mayoritario de los campesinos y también, el de los hacendados que viven en la ciudad. Como es de esperar, la recaudación siempre beneficia a la ciudad, que es la primera y la mejor alimentada. Sin embargo, una vigilancia permanente de las cantidades y de los precios por parte de las autoridades. Así, nos encontramos un edicto de Diocleciano que dice: «Ordenamos que los precios mencionados en el breve documento adjunto, sean respetados en todo nuestro territorio, de manera que todos los ciudadanos comprendan que se les priva de poder aumentar los mismos lo que no impide que si la abundancia de bienes es evidente, puedan fijar precios más bajos. La moderación deberá ser norma general entre los vendedores y compradores que suelen ir a los puertos o recorren las provincias ajenas. Que sepan que en los tiempos de irremediable carestía, no deberán superar los precios fijados para cada cosa. Y finalmente dictaminamos que si alguno de nuestros súbditos tiene la osadía de actuar contra lo dispuesto en esta norma, sea por espíritu de lucro o por ansia de acaparamiento, sea condenado a la pena capital». Columela atribuye al crecimiento del consumo monetario y al alza de los precios el hecho de que «los pobres dejaron de tener acceso a las comidas caras y tuvieron que conformarse con comidas más baratas». Según su opinión, «antiguamente el pobre y el rico se alimentaban de la misma manera, con leche, caza, carne de animales domésticos, agua y trigo». En Roma, como más tarde en numerosas sociedades, la moneda abre la brecha de las diferencias en el terreno de la alimentación. De hecho, la gente humilde de las ciudades solo dispone de unas monedillas para comprar a diario en el mercado o para alimentarse en los figones: «Salvo una moneda de dos ases que destinamos a la compra de garbanzos y de altramuces, no tenemos nada en el bolsillo», afirma un modesto comensal de Trimalcion.
Bibliografía:
- FLANDRIN, Jean-Louis; MONTANARI, Massino. Historia de la alimentación. Ediciones TREA, S.L., 2004.