La primera vez que leí un poema de Marosa di Giorgio, supe de inmediato que había hallado algo importante. Como lectores de poesía, buscamos ser cautivados, sacados de lo ordinario, esperamos siempre ese momento de descubrimiento, en el que nos encontramos con ese autor o autora que repercutirá en nosotros. Por lo general, basta leer un par de textos, o incluso unas cuantas líneas, para reconocer que estamos ante esa rareza que ha de tener un enorme significado.
Marosa abre las puertas de un mundo alucinante, fantástico, inquietante. Es inevitable no sentirse atraído de inmediato, no caer en la urdimbre seductora de sus palabras. La sola lectura es un rito, una invocación. Los papeles salvajes, libro que reúne su obra poética, es un portal a una realidad alterna, poblada de seres y fuerzas mágicas, donde la voluptuosidad de los sentidos nos sitúa en los límites de la belleza y el horror.
La naturaleza, y en especial el reino vegetal, se estremece de vida en estos textos. Flores, frutas, hojas, alimentos, recrean un universo femenino y extático, pero también inocente, visto a menudo través de los ojos de una niña.
«Me acuerdo de los repollos acresponados, blancos, —rosanieves de la tierra, de los huertos— de marmolina, de la porcelana más leve, los repollos con los niños dentro.
Y las altas acelgas azules.
Y el tomate, riñón de rubíes.
Y las cebollas envueltas en papel de seda, papel de fumar, como bombas de azúcar, de sal, de alcohol.
Los espárragos gnomos, torrecillas del país de los gnomos.
Me acuerdo de las papas, a las que siempre plantábamos en el medio de un tulipán.
Y las víboras de altas alas anaranjadas.
Y el humo de tabaco de las luciérnagas, que fuman sin reposo.
Me acuerdo de la eternidad».[1]
No se trata de una naturaleza salvaje, virgen, sino de un entorno natural que está en comunión con lo doméstico: el huerto y su abundancia, la flora y la fauna que rodean la casa, constituyen un espacio mítico. Allí se conserva la infancia como un edén perdido, custodiado y sostenido por las figuras del padre y de la madre, como grandes pilares. El espacio del huerto, pleno de maravillas, riquísimo en cada mínimo detalle, es el protagonista de Los papeles salvajes.
Estos textos son poemas y relatos a la vez. La obra poética completa de Marosa podría ser un solo poema, un solo relato y, también, una autobiografía. La voz lírica es también voz narrativa, y no es difícil intuir cómo esta reedifica y preserva el recuerdo de lo perdido; cómo hace de la infancia una hermosa ficción para, de esta forma, inmortalizarla. La Marosa niña que nos habla, no obstante, es también una Marosa adulta y una Marosa vieja; es también el misterio del huerto y un horror latente, una amenaza externa que atenta con penetrar. Porque el mundo etéreo que se nos presenta también tiene su contraparte de sombra, algo de pesadilla que se deja entrever, que avanza y retrocede, y no hace sino dotar cada escenario de un misterio y una belleza aún mayores.
La voz del horror y la voz de la inocencia, entonces, se conjugan. A medida que leemos, tenemos la impresión de estar sumergidos en un imaginario cercano al de los cuentos de hadas clásicos. Quien nos habla es la pequeña niña y es también la bruja. Es la criatura indefensa y es también la bestia.
«Al subir la luna, me puse el mantón blanco con lunares negros, el mantón negro con lunares blancos, me puse el disfraz de lobo, el disfraz de león, los lentes de mariposa, me pinté las uñas y la boca (…)
Me agazapé en un árbol, me plegué a las cañas. Di un aullido, un silbido que quiso ser alegre; como una palabra cruzó el aire.
Y la presa, ya, era presa. Le hinqué las uñas. Y la engullo. Aún tiene un pequeño gusto a dulce huevo». [2]
Encontramos seres y personajes que parecen extraídos de un sincretismo folklórico. Vírgenes y ángeles; hadas, gnomos, gigantes; espíritus y sombras, todo tipo de criaturas y naturalezas convergen en el reino del huerto. Es un mundo poblado de imágenes oníricas, que se desenvuelve con la fuerza y la profundidad de los mitos.
«Él era Van: rubio como un dios. Y no hubiera sabido decir en qué minuto se enamoró de Aralda. Toda su juventud, su adolescencia, porque aún era muy joven y muy alto y muy bello, había corrido detrás de locos amores (…)
Y después, extrañamente casó con Emil, la pobre Emil, la dueña de la casa, y el predio que ocupaban en el bosque. Y después, murió su madre y él la momificó y la llevó a un ábside en el bosque, porque Emil no podía soportar la blanca y siempre igual presencia.
Y nació Aralda, y creció Aralda y se enamoró de Aralda. Y ahora, la llevaba en lo alto del trineo envuelta en aquella vaporosa lana, pequeño el rostro, rojos los labios, como a un cisne, a un huevo místico, a la hija de otro dios –ya no recordaba qué había caído de su sangre- como a la hija de otro dios, a un animalito bellísimo del bosque, a un inesperado trofeo ganado en alguna guerra a los armiños». [3]
Los personajes femeninos son particularmente importantes en esta poética. Encarnan la sensualidad, la belleza, la maternidad, la sabiduría, erigen y tutelan el entorno natural y doméstico. Son figuras arquetípicas, muchas veces parte de una genealogía matrilineal: la madre y la abuela son presencias recurrentes y de principal importancia a lo largo de toda la obra de Marosa. Actúan como hechiceras o sacerdotisas, sus dominios son casi siempre el jardín, la cocina, el cuidado de los otros, labores “femeninas” que, muy lejos de significar una relegación de la mujer, son un ejercicio de su poder; sobre todo en este universo también femenino en que se desenvuelven.
El libro Diamelas a Clementina Médici, que Marosa escribió a la memoria de su madre, es especialmente conmovedor por la devoción y ternura con que se refiere a ésta.
«Mientras hablas, un bulbo se remueve y crece. Sale un tronco en varias facetas. Hojas verdes, duras, y una flor de nieve es al tiempo mismo de color de rosa, y como siempre lleva tu marca: Clementina. Médici.
¡Porque la hiciste tú, tú la hiciste! ¡Eres tú quien hace las flores! Con tu cuchillo de cocina, plateado y fino. Tu tijera negra. Laboras en lo hondo de la tierra. Y en la luz haces aparecer los lirios». [4]
En la totalidad de la obra poética de Marosa, se hace siempre presente la figura de la madre; no obstante, aunque Diamelas a Clementina Médici obviamente no es la excepción, también está dedicado a Pedro di Giorgio, padre de la escritora. Los papeles salvajes es una cosmogonía íntimamente relacionada con el orden familiar.
Las palabras de Marosa son un fuego que arde y resuena. Crea escenarios vibrantes, imágenes de un simbolismo que dialoga con algo profundo en nuestra psique. Resulta algo difícil suponer sus influencias literarias (más allá de la evidente herencia surrealista), o circunscribirla dentro de determinada corriente: sus textos resultan inauditos, obra de una imaginación y una capacidad estética más bien extrañas. Escapan, además, del convencionalismo del género literario, sin encajar totalmente en una u otra clasificación.
Marosa nos asombra porque pone ante nuestros ojos lo inesperado. Quien la ha visto recitar en alguna grabación, sabe que tiene algo que no es de este mundo. Su entonación y el timbre de su voz, la gestualidad casi histriónica, la cabellera rojísima y el collar de perlas como una insignia. Bien puede, ella misma, ser un personaje de uno de sus poemas-historias.
«El día de mi nacimiento estaban todos los frutos. Las manzanas, rojas y picudas como estrellas, peras de alabastro, cruzadas por jazmines, nísperos en forma de joyas, anillos o pendientes (pero, se les reconocía por el aroma), tandas de lirios y claveles, uvas y rosas en todos los colores. Y los ánades en el patio, lagartijas, moscas, liebres, lobizones. Toda la Creación estaba allí, esperando con ansiedad a aquel ser nuevo que venía. Y yo me despegué desde lo más hondo de mi madre, me erguí con el cabello rojo que se iba por el suelo, y mi extraña identidad». [5]
Los libros reunidos en Los papeles salvajes son como continentes que conforman un mundo coherente, cerrado, describen la continuidad de una poética fiel a sí misma, construyen en conjunto ese universo-Marosa. Desde la inocencia y el horror de ese mundo, nuestra mirada es, de alguna forma, también nueva; de alguna forma nacemos como el resto de las criaturas de ese génesis, volvemos al “edén perdido” y reconstruimos el propio.
Marosa es capaz de devolvernos cierta pureza, de encender nuestra curiosidad y encantarnos; somos entonces como el niño que queda absorto ante una historia o una imagen, como quien se embelesa ante un misterio hasta entonces desconocido.
Los papeles salvajes es, también, una obra inagotable. Se dice que cada libro comprende muchos libros, porque ninguna lectura es igual a la otra. Personalmente, creo que nunca terminaré de leer esta obra, que mi encuentro con ella siempre implicará un descubrimiento, una renovada capacidad de asombro.
[1] p. 108. Los papeles salvajes. Adriana Hidalgo editora. 3ª Edición. Buenos Aires, 2013.[2] p. 289.
[3] p. 73.
[4] p. 585.
[5] p. 300.
