LA VENGANZA DE LAS OLAS
The waves broke on the shore.
The waves, Virginia Woolf
El Sol aún no se ha levantado sobre el Atlántico y al cielo le divierte confundirse con el mar, que derrocha luz azul en la bahía. Las olas —su rumor elevándose al infinito— se persiguen unas a otras, en juego que parece perpetuo. Una muere y la siguiente también, mas siempre surge otra dispuesta a avanzar hacia la playa. La irisada espuma que corona sus crestas deviene espejismo de eternidad, emponzoñado engaño, cuando toca la arena: nada sobrevive a las olas, nada lo hace, ni ellas mismas. Rítmicamente, azotan la costa solo para despedirse del cielo con un largo lamento mudo. Y es en ese paraje de destrucción, en ese cementerio de blancas lápidas, que el Sol, por fin, decide tornar la luz al mundo en cálidos esquejes que se abren paso entre los últimos coletazos de oscuridad. Ya ha hecho suyo un día más, ya le pertenecen las olas otra vez. Ya vuelve a poseer el amor y el rechazo, el gozo y el dolor: la vida.
«Siento como si todo se desvaneciera dentro de mí», dice Cordelia. «Puedo saltar y no peso; estas mañanas me tornan ingrávida, estos amaneceres perezosos absorben mis entrañas y me reducen a una muñeca de trapo… Soy un avión: si salto de la cama, no aterrizaré jamás. No volveré a pisar tierra si me lo propongo. Hoy no existo, no soy nadie, mi nombre no se desliza por el aire, no respiro oxígeno. Soy ausencia».
«Me ha despertado el incesante parpadeo de Cordelia. La siento cuando pestañea: es como si latieran sus ojos. Oigo su palpitar, rebota en mi cabeza y golpea mi pecho», dice Iam. «¿En qué soñaba? Desearía recordarlo; no, no, ¡mejor olvidarlo todo! Si lo recordara, Cordelia lo sabría, porque se me caería de los labios, y lo querría interpretar, y tengo miedo; no me gusta que entren dentro de mí; mi alma aún es barro sin huellas, ni siquiera las de Cordelia; sus pisadas son profundas y nunca se borrarían si llegaran a imprimirse en mi interior».
«Estaría bien darse un baño y dejarse llevar por las olas frías de la mañana océano adentro, y, quizás, con suerte, dormir mecida por sus impulsos, por sus embestidas hacia tierras desconocidas…», dice Cordelia. «Iam, acepta. La luz baña sus párpados entreabiertos. Todo es perfecto, él es perfecto. Parece una estatua renacentista: flemático, orgulloso, distante. Pero se me resquebraja la voz, tengo reparo en decírselo. Hace tiempo que no le hago un cumplido así y si se lo suelto de improviso… ¿qué va a pensar y qué voy a pensar yo de lo que él piense? Quisiera escarbar en su mente para extraer el material del que están hechas sus nebulosas, sus preocupaciones; quisiera enjuagar sus lágrimas con delicadeza… Mas siento que es deshora ya para eso, ¿por qué se me ha hecho tarde para demostrarle que le quiero?».
«Si Cordelia quiere bañarse, vamos a bañarnos. Esta luz de primera hora es una condena. Mi piel cosquillea de impaciencia; quiero otra vez la noche. Es curioso, me siento como Calpurnia, los idus de marzo, cuando le suplicó a César que no fuera al Senado, pues había soñado que lo asesinarían. ¿Por qué presiento que hoy nos va a pasar algo, que las olas callan un secreto, que el viento es su cómplice y que la tragedia acecha, corre por mis venas y es bombeada por mi cuerpo?», dice Iam. «¿Por qué siento que lloraré esta noche, por qué intuyo que debería retenerla, que si salimos del hotel va a precipitarse sobre nosotros un negro nubarrón?».
«Ya no tengo sueño. La arena resplandece, el Sol cobra fuerza y se hincha de luz. Iam me ha sonreído tímidamente y yo no gravito; solo soy un pájaro que, una vez posado sobre el agua, una vez sentida la primera ola sobre su cuerpo, se echará a volar», dice Cordelia. «Alto, muy alto; lejos, muy lejos… tanto que el cielo se tornará escarcha, pues llegaré más allá del Sol».
Con el paso del día, las olas siguen ofreciendo sus sacrificios a dioses ignotos. Con cada nueva ola rota, con cada nueva pérdida, el mar se aflige. Parecería que debiera estar ya acostumbrado a ver desaparecer sus olas, pero uno —tampoco él, pese a su vastedad— no se acostumbra a la ausencia de quienes amamos. El piélago, muchos piensan, que es lugar de vacaciones, de despreocupación. Yerran. Mausoleo de las olas, es festín de la vida, pero, asimismo, funeral de esta, celebración de la muerte. Las gaviotas, las plañideras. Y el Sol, el sacerdote que oficia las exequias.
Ahora, ya se distingue el cielo. Es de un solo color; agrietado, no obstante, por gavillas de rayos solares, de las más diversas tonalidades, que dibujan caprichosas escamas en el lomo del océano. Y, a veces, en medio de la infinitud de las aguas, una flor de sal respira entre la espuma de las horas.
«Aseguran que hay más planetas que granos de arena en la playa, pero no es cierto», dice Iam. «¿Cómo va a serlo? ¿Y a quién le gusta más una buena hipérbole que a los astrónomos? ¡No puede ser cierto! Cada grano de arena es una daga que clava su calor en mi cuerpo. Prefiero la arena al agua. A la arena nos podemos aferrar. La arena no nos quiere llevar hacia dentro, no nos desea engullir. Cordelia es la mar; yo, la arena. Nuestras fronteras, nuestros límites, nuestros cuerpos se encuentran y se reconocen, pero existimos fuera del otro. ¿Qué es amor? Cordelia no responde a mi pregunta. Sin embargo, refulgen sus ojos. Cuando le brillan así, ¿qué abejas con linternas los sobrevuelan? Ella se quiere meter en el agua ya, cuando aún le resbala por el hombro un pedacito de sueño…».
«Me ha preguntado qué es amor. ¿Qué debo responderle? ¿Que amor es lo que convirtió a la ninfa en árbol, que es lo que condenó a la ciudad, que es locura que quema? ¿Qué desea escuchar Iam cuando me lo pregunta? ¿Que amor es lo que siento por él? Lo amo, claro que lo amo, pero Iam y yo somos el cielo y la mar. Iam es el cielo; yo soy la mar. No nos mezclamos, nos rozamos de perfil y nos abrazamos en nuestros contornos, y, ¿qué hay de él en mí y qué de mí en él? No somos pareja de la que pudieran escribir los románticos. ¿Lo fuimos alguna vez?», dice Cordelia. «¡Ya es suficiente! Yo solo quiero bañarme. Iam, basta de sonreirme así, basta de mirar el horizonte como si pudieras hacer de su línea antídoto contra el tiempo. ¡Coge la mano que te ofrezco, Iam! Cógela y vamos a bañarnos juntos, hazme olvidar que estas vacaciones terminarán, recítame aquellos poemas sin final que tanto desearía haber escrito».
«Entramos juntos en el agua. Cordelia la prueba primero con los dedos de los pies ¡y una sonrisa le atraviesa el rostro como relámpago tardío! Sí, ahora lo presiento con total seguridad. Algo malo va a pasar, mas sigo sin poder discernir el qué. Ella es César y yo Calpurnia, y, a pesar de que ya sé que no puede salir bien, que no saldrá bien, me bañaré con ella y le contaré algo divertido mientras ignoro los presagios», dice Iam. «Los mortales desafiamos los vaticinios funestos, pues se nos antojan portadores del desastre en lugar de simples mensajeros. Además, ¿qué sería de nosotros si nos hiciéramos eco de todo lo malo que puede avecinársenos? Tomo, por ende, la mano de Cordelia, es pequeña, y respondo a su pregunta: sí, Cordelia, estas vacaciones son maravillosas. Y la beso, y ella musita algo que no entiendo, algo sobre una estatua renacentista y el frío, y yo asiento, ¡cómo no hacerlo!».
«Piso la arena y resbala bajo mis pies. Me siento feliz. Ayer me herí la rodilla, cuando caí sobre el asfalto, y noto su escozor, no obstante agradable, cual recordatorio de que me hallo en el océano, de que estoy viva, de que la sangre recorre mis venas», dice Cordelia. «Y río porque Iam ha dicho algo gracioso sobre las orcas, pero sé que, en algún lugar, una orca devora una foca, y eso me da pena, ¡aunque hoy no estoy de humor para dejarme ganar por la tristeza! ¡Quien quiera sentirse desdichado que no vaya al mar, la viveza de sus aguas es motivo de alegría! Iam ríe, quiero congelarle esa sonrisa para siempre en su faz; Iam, ¡sé feliz, conmigo o sin mí, pero debes serlo, qué pena sería no disfrutar la dicha que nos ofrece la vida!».
El mediodía irrumpe en el mundo, en el océano, en la playa. Lleva consigo más calor, revitaliza el Sol y alumbra todas las sombras que aún habían escapado a la mañana. Su tenaza es fuerte, asfixiante. Incluso las gaviotas buscan un recoveco donde refrescar su plumaje blanco, incluso el aire se apocopa al verse vencido por ese insoportable bochorno canicular que deja indelebles marcas en el ánimo de quienes lo padecen. A todo ello, las olas, imperturbables, siguen su camino hacia la orilla, hacia su ruina, hacia su perdición. Su espuma dibuja una sonrisa. No le temen a la arena, no después de tanto tiempo de lucha. Viejos amigos que se arrastran y zarandean, que se separan y confunden hasta que ya no hay dos, sino uno.
«Somos fantasmas de la sal, somos sus espíritus, habitamos el mundo de las ausencias, hacemos nuestras unas olas que no nos pertenecen. Siento hablar así a la arena y siento como si ya nada importara más que este preciso instante. Cordelia se hace la muerta, flota su cuerpo bello y proporcionado sobre el océano, y no puedo por menos que desear ser su escudo en contra de la enfermedad, del tiempo, de la vejez. Esa Cordelia que amo, dentro de unos años, se irá arrugando y, una mañana cualquiera, no la reconoceré; y, entonces, miraré al espejo y me descubriré bajo el escrutinio de un desconocido», dice Iam. «Quiero ser su espada para salvaguardar su juventud, quiero que me use como muro contra el dolor; inventaré para ella un mundo tornasolado, poblado exclusivamente de olas y poesías, donde la muerte o el desamor solo serán leyendas».
«Somos diminutos esbozos de existencia, se abre a mis pies el abismo del olvido: ¿cómo puedo recordar todo lo que siento, dónde lo grabo para que devenga inmortal? Me asusta la niebla del desconcierto, la negrura de la nada, ¡no quiero dejar de existir!», dice Cordelia. «¿Qué nos va a salvar de esta bacanal de mendacidad, de este frenesí de apariencias? ¿Qué hay de valioso en mí, en Iam, en nuestros besos para que merezcan ser recordados? Quisiera sobrevolar la Tierra y escribir en el cielo, con tinta de nube, nuestros nombres para siempre; así, a pesar de que el mundo se fuera al traste, Iam y yo seguiríamos existiendo de alguna forma… Solo es mío este instante, solo son mías las olas que ahora me balancean».
«Cordelia: su nombre ya es costumbre para mí. Lo repito automáticamente. Cuando lo empiezo a vocalizar, las sílabas que siguen se agolpan, a la espera, en mi garganta, porque ya saben que van a salir… Pienso en ella; podría decirle a mi mente que dejara de hacerlo, pero el azabache de sus ojos atraviesa todo mi yo», dice Iam. «Tal vez esto es amor, a lo mejor no necesitamos nada más que el mar y alguien que nos quiera. O acaso todo es quimera y esto es solo parte de una ilusoria naumaquia… ¿Cómo sé si Cordelia es real, si lo que siento por ella existe, si este océano no es de cartón? ¿Cómo sé que estoy vivo, que el mundo tiene color?».
Respondiendo sus preguntas, las olas, sin motivo aparente, se cobrarán venganza. Su espuma se revuelve con furia, sus movimientos se violentan, sus clamores se tornan, con inusitada rapidez, vehementes. Capricho de agua, condena de los mortales. Se rompe el espejismo, se quiebra la tranquilidad; surgiendo sorpresivamente de la profundidad, de un arrebato, el ácido jugo de la tempestad lo embebe todo. Cuando la inesperada ola retrocede mar adentro…
«Cordelia ha desaparecido, ¿dónde está Cordelia? No responde a mis gritos. La tenía ante mí hace unos segundos y ahora no hay rastro de su cuerpo, de su bañador amarillo pétalo, de sus ojos susurrantes… Tampoco la distingo bajo el agua, ¡no la veo! Me tiemblan las manos, noto mi pulso disparado, sabor a sangre reseca en la boca. Cordelia no aparece, ¿dónde puedo hallar a Cordelia? Me desgañito y no responde. Ni traza de ella, es como si las olas la hubieran ido disolviendo, sin que yo me diera cuenta, hasta desvanecerla… ¡Cordelia!»; dice, grita, exclama Iam. «Tengo que hacer algo. ¿El qué? Las olas se han vuelto cada vez más peligrosas, me buscan, he de huir de ellas; me van a ahogar y la sal cubrirá mi cuerpo para siempre. Sus blancas espumas son ahora prominentes colmillos; sus empuje hacia la costa, hostiles ademanes. Cordelia, ¡no te encuentro! He de regresar al hotel, sí, esto es lo que haré; volveré al hotel y pediré ayuda… Noto aún el peso de las olas a pesar de estar corriendo por el paseo marítimo. Irrumpo en el vestíbulo, subo las escaleras, me agoto, jadeo, pero sigo… ¡Cordelia, tienes que volver, dime que no te he perdido, dime que no se te ha quedado el mar para convertirte en su sirena! Y entonces, llego y abro la habitación 19, nuestra habitación, y ese es el momento escogido por mis piernas para fallarme y arrojarme al suelo. Y noto el seco golpe de mi cabeza contra el parqué, y me duele. Duele tanto que todo revolotea a mi alrededor y la imagen de la estancia se transforma en un lejano encuadre de calidoscopio, y, a través de él, veo… Veo mi maleta, pero no la de Cordelia. No está su ropa, ni su perfume, ni su champú; tampoco sus gomas de cabello, ni su libreta. No hay nada de Cordelia aquí; ¿qué está pasando? Alzo los ojos y veo la cama: no es doble, es individual. Y únicamente en ese instante me doy cuenta. Las piezas encajan, el planeta vuelve a girar y las lágrimas vuelven a invadir mis mejillas… Ahora lo recuerdo, ha vuelto a mí, cual rayo de la memoria; se me hace presente la desgracia que, a veces, olvido solo para revivirla con más atroz tormento: Cordelia se ahogó hace ya tres veranos. Y tampoco este año ha venido conmigo. Desde el aciago instante en que la perdí, sólo regresa conmigo allí, en el mar, en el día, la hora y el lugar donde se sumergió, para siempre, bajo las aguas…».
Este relato mereció una mención del jurado de la categoría prosa en el XLII Premio Literario Félix Francisco Casanova, en diciembre de 2018
Etna Miró (Tw: @etnamiro)