La jerarquía social de los alimentos en Roma (Segunda parte)

En una sociedad donde la desigualdad de los estatutos se añade a la de las fortunas, las partes distribuidas respetan siempre la jerarquía social.

En un banquete público ligado a una fiesta religiosa, el emperador Domiciano mandó repartir cestas con comida, diferentes en tamaño y contenido, a los senadores y caballeros por un lado y al pueblo por otro. En las ciudades de Italia, las comidas públicas ofrecidas por generosos donantes respetaban el rango de cada uno: a los consejeros municipales, una verdadera cena; al pueblo, un simple vino de honor.

En las cenas privadas, la jerarquía está marcada no solo por los sitios ocupados, sino también por la calidad de los productos consumidos. En la literatura satírica, el hecho de que los invitados de segunda zona, colocados debajo de la mesa, no tengan acceso a los alimentos caros- incluido el pan blanco- ni a los grandes caldos servidos a los comensales de primera, colocados arriba, es un tema recurrente. Por el contrario, ciertos aristócratas quieren distinguirse sirviendo los mismos platos a todos sus invitados. Lúculo, por su parte, organizaba cenas más o menos fastuosas según el rango de los huéspedes del día y si tenía que cena solo, quería ser tratado en su propia mesa según su rango: «Lúculo cena en casa de Lúculo». 

La intervención del poder político contribuye a una unificación de los modos de alimentación, que afecta principalmente a los dos grupos de hombres, cuyo abastecimiento aunque no está enteramente asegurado, al menos está garantizado por el Estado: la plebe ciudadana domiciliada en la capital y el ejército. Dos grupos a los que la solicitud del Estado confiere un estatus de privilegiados con relación a la masa de la población del Imperio.

Otro grupo social que disfruta de una alimentación normalizada, esta vez garantizada por su señor, quien tiene un interés personal en su salud, son los esclavos, que quizás mejoraron su estatus paralelamente.

La Italia romana vio cómo se normalizaba y se generalizaba una dieta alimenticia basada en los cereales, cada vez más consumidos en forma de pan y en el vino. Pero esta dieta común se adapta a jerarquías sobre todo relacionadas con los modos de preparación, las cantidades y los trozos, especialmente las categorías de productos frescos consumidos y los condimentos.

Los romanos del siglo III A.C. son considerados como «comedores de gachas». No hay duda de que los hogares modestos conservaron la tradición de los cereales consumidos de esta forma o en tortas sin levadura. En la Roma de finales de la República y del Imperio, el pan solo tiene una preparación doméstica en las casas aristocráticas. La distribución de pan que se realizó en Roma en el siglo III no es solo una mejora de la dieta; permite al Estado jugar con las cantidades y las calidades, posibilita distribuir el pan más pequeño o más negro. 

A pesar de que los romanos no disertaron sobre los hervidos y asados, el descubrimiento progresivo de los modos de cocción imaginados por Varrón, establece una secuencia cronológica: primero el asado (assus), luego el hervido (elixus) y finalmente es estofado (ex iure), que parece para sus contemporáneos una secuencia cualitativa. El tiempo más o menos largo dedicado a la cocción parece una condición de la calidad del plato: la carne suele hervirse antes de asarse.

Lo más frecuente es que la comida se organice en torno a tres componentes principales, variando el tercero según los niveles sociales y los momentos. La inscripción de Isernia, conservada en el museo de Louvre, tiene en cuenta la trilogía pan-vino-plumentarium. Según Varrón y Plinio el Viejo, la palabra plumentarium se remontaría a la época en la que los cereales se consumían en gachas y no panificados.

La cocina de los ricos sugiere a menudo el despilfarro de un animal costoso para consumir una parte muy pequeña de él: para estigmatizar «todas las monstruosidades de un lujo que, rechazando con desagrado la pieza entera, escoge ciertas partes en cada animal», Séneca cita el ejemplo de los platos de lenguas de flamenco. La cocina popular es por oposición, según los consumos citados por los autores, la que aprovecha todo: las tripas, la sangre consumida en morcilla, los restos de carne que se prepara en albóndigas, la cabeza de cordero, etc. 

En las «Sátiras» de Horacio, la llegada de un huésped justifica que el pequeño hacendado renuncie a la frugalidad habitual y en su honor, sacrifique un pollo, una gallina o un cabrito de la granja. Este festín doméstico es superior a las compras costosas y ostentosas que se realizan fuera de la hacienda. 

En cuanto a los productos de calidad, con frecuencia se identifican por su procedencia: Plinio menciona la naba de Nursia y el nabo de Amiternum. El aceite que acompaña a las legumbres suele hacerlo como condimento.

Con los condimentos entramos en el campo de la cocina que, pobre o rica, practica la mezcla molida, para la cual hace uso del mortero, utensilio característico de las viviendas de la época romana.

 

Bibliografía:

  • FLANDRIN, Jean-Louis; MONTANARI,  Massino. Historia de la alimentación. Ediciones TREA, S.L., 2004.

 

 

 

 

 

 

 

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