Hoy llovió. El viento aulló en las ventanas.
Afuera, la calle está sola, las aceras brillan, húmedas,
reflejan los pequeños soles de la noche. ´
Hace frío.
Un grupo de mendigos levantó un campamento en la esquina,
con sacos de dormir, cartones, cobijas.
Hace rato bebían, fumaban, hablaban
a los gritos, lunáticos, señalando el cielo.
Ahora posiblemente duermen.
La gata gris se estira y encoge, en medio
de su sueño. Tensa las patitas enguantadas de blanco,
el vientre redondo, también blanco, se eleva y desciende.
Contemplo su inocencia en la esquina de la cama,
una sensación cálida. Al menos ella tiene resguardo.
Mis propios sueños me asedian desde el techo
de la habitación. Descenderán cuando cierre los ojos.
Qué traerán hoy: escenarios psicodélicos, entrañas de fuego abierto,
la visión callada de mi padre, a mi costado.
Animales de poder que me acompañen en la travesía
angustiante, por esa playa nocturna –la arena blanquísima,
el mar encendido de turquesa–.
Cuando despierte, los iré perdiendo: un jirón de
sueño quedará entre las sábanas; al entrar al baño y
lavar mi cara, se irán las imágenes junto al agua.
Iré dejando fragmentos en la cocina, entre las tazas,
vasos, las galletas del desayuno.
El café inyectará mi sangre para hacer frente al día,
y el último sueño será una pelusa, caída en una esquina.
El mundo vibra al tempo de nuestra sombra,
una composición colectiva,
saco de luz que se expande y retrae,
un animal que sueña.
Hay notas tristes, notas serenas como gotas de ámbar,
notas alegres como hojas de hierba;
notas oscuras, clavando sus raíces en el cemento.
El sueño es nuestra amalgama, el líquido amniótico
de mendigos, niños y madres, obreros y empresarios
animales árboles.
Late su gran corazón,
una misma máquina infinita.