Como una escalinata aparentemente interminable, se alza un camino delante de nosotros y cada uno de los peldaños que lo constituyen representa la muerte de una persona de nuestro entorno. Espero que no se malinterprete esta idea: no quiero decir que caminamos sobre los muertos y sus vidas, sobre sus esfuerzos y sus creencias, mucho menos que los muertos allanan el camino por el que andamos, como si existieran sólo para abrir paso, como si fueran la avanzada de un ejército que se opone a la muerte con su vida: si elegí la imagen de una escalinata se debe a que avanzar sobre cada uno de estos escalones representa un esfuerzo mínimo frente a la longitud total del camino; si mencioné que pareciera interminable es porque tengo cierta esperanza en que la vida no finalice pronto. Dicho esto, podemos volver a la imagen: el camino lleva una dirección concreta: arriba y adelante. Adelante para dejar atrás; arriba para sobreponernos.
Un viernes de agosto del año pasado me informaron sobre la muerte de un tío cercano. Había pasado mal ese último año a causa de un cáncer bastante avanzado, lo cual provocó que su familia lo internara por lo menos dos ocasiones en el transcurso de los últimos seis meses de su vida. Durante este período, tuvo oportunidad de volver a cumplir años y de participar de la fiesta que organizó uno de sus hijos para celebrar la fecha. Divididos los ánimos, hubo quienes trataron de animarlo y quienes no podían ver en aquel evento nada más que una despedida.
Bajo mis pies, el camino cruje con elocuencia, en contraste con el silencio en que nos tienen sumidos nuestros antepasados. Debe ser por eso que me desagrada tanto el silencio de los velorios: porque me inquieta profundamente. Mientras las personas sentadas delante del ataúd se observaban los dedos entrelazados sobre sus regazos para no mirar directamente el cadáver de mi tío, en tanto que la familia susurraba pésames y condolencias y al mismo tiempo que sus amigos recordaban anécdotas, chistes y dolores compartidos con el difunto, un silencio pesaroso se posaba entre los asistentes. No tolero ese silencio que está en lugar de tantas otras cosas: de la rutina, de la vida, de la costumbre. Tenemos que reunirnos aquí, debajo de este techo, delante de este cajón, para construir y contemplar, en consecuencia, este ánimo silencioso que nos revela la muerte de una persona y, en última instancia, la nuestra. Memento mori.
¿Quién más sube esta escalera conmigo? ¿O se trata de un trayecto solitario? En este recinto, hay más de cien personas contemplando aquel cadáver, ese cuerpo que contrasta estrepitosamente con la foto que han colocado encima del ataúd. Por un lado, pálido, impasible, mi tío reposa dentro del cajón con los ojos cerrados; por otro, en la fotografía, se ríe a carcajadas mientras toca una guitarra. Tal vez canta, incluso.
Salí a caminar para acercarme al ruido, lo recuerdo, y ya estaba, de nuevo, subiendo a solas por aquella escalinta.
Meses más tarde me enteré de la muerte mi tía abuela. Escuché sollozar a mi madre cuando alguien se lo informaba por el teléfono y la vi contener el llanto mientras me daba la noticia. Yo no he llorado, todavía no. Ha ocurrido en otras ocasiones que me llega el llanto cuando comprendo del todo lo que ha sucedido, ya que ha pasado suficiente tiempo para que se asiente la ausencia sobre todas las cosas que me rodean, ya que ha pasado suficiente tiempo para volver a la rutina, para encontrarme inesperadamente con alguna de las actividades que compartía con esa persona.
La última ocasión que nos vimos fue en casa de su hijo. Estaba acostada en una cama de hospital, recuperándose de una infección en los riñones que contrajo durante un viaje que hizo a Puebla para visitar a sus hermanas. Pese a estar convaleciente, tenía una clara disposición a permanecer de buen humor con quienes fuimos a visitarla: intentó comer gelatina y tomar agua, hizo chistes, me preguntó sobre mis hermanos y sobre qué pasteles me gusta hacer. «Escoge uno», le pedí, «La próxima vez que vengamos, te traigo el pastel que quieras para celebrar que vas a estar mejor». «El de zanahoria», me respondió. No siempre, pero supongo que a veces la gente se despide haciéndose promesas, esperando que aquella obligación los mantenga cerca.
Había estado enferma desde hace unos años. Primero tuvo leucemia y, posteriormente, complicaciones propias de sus tratamientos, de la edad. Superó la leucemia, al menos durante un buen tiempo, pero cada día se le complicaba más caminar, subir y bajar escaleras —subir y bajar por aquella larga y personal escalinata—, así que rentó su casa y se mudó a un departamento en planta baja, ubicado a unas calles de ahí. Ella no lo supo, pero hace unos meses, durante una visita que le hicimos en familia, uno de mis primos y yo aprovechamos un viaje a la tienda para ir a ver la casa. Supongo que lo hicimos porque tenemos muchos recuerdos en ella: la vieja puerta de madera de la entrada, su toldo, la fuente del jardín, los domos que permitían la entrada de luz natural al comedor. Todo había desaparecido: en su lugar había una reja negra de metal, sin toldo; el jardín ya no tenía rastro alguno de la fuente; el comedor se había convertido en un bar de cuya pared colgaba un anuncio de cerveza.
Esta escalinata, según la imagino, se encuentra al aire libre, aunque no podría describir sus alrededores cabalmente; tampoco podría distinguir siquiera su comienzo ni el sitio exacto donde concluye. Desde que me percatara de su existencia, a medio camino ya, no he dado más de unos pasos. Aun así, el camino fatiga. Se sube la escalinata sin prisas, a paso lento, pero es cierto que, habiendo llegado a cierto punto, vale la pena detenerse y mirar alrededor antes de continuar.
Unas veces le llevé el dinero de la renta y me quedé a platicar con ella de cualquier cosa que se nos ocurriera: de su dolor de cadera, de sus terapias y masajes, de lo que le gustaba comer, de sus vecinos. Recuerdo haberla visto feliz después de las elecciones, aunque no estuviera muy informada. Se alegraba de que se fuera Peña Nieto y de que hubiera ganado López Obrador, quien, además, le gustaba para novio. Le pregunté si recordaba la vez que nos regaló cochinita pibil a mi hermano y a mí por nuestro cumpleaños, hace quince o veinte años. Lo recordaba. Le pregunté si se acordaba de cuando jugábamos afuera de su casa, de que mi papá siempre la llevaba a su casa después de las fiestas. Se acordaba. Yo, por otro lado, la recuerdo bailando chachachá y música tropical, tomando tequila, riéndose.
La velaron en el panteón Lomas Renacimiento, en Naucalpan de Juárez. Ya era de noche cuando mi madre y yo salimos para allá. En el camino —me resultó curioso— recorrimos el Paseo de la soledad, una vía oscura y pequeña dividida por un camellón sobre el que se alzan cedros, pirules, truenos, eucaliptos, álamos, ocotes. Me pareció un camino adecuado rumbo al velorio, rumbo a cualquier velorio, tal vez porque llovía ligeramente. Mientras recorríamos el Paseo de la soledad, llovía ligeramente. Entonces, el sonido suave de la lluvia me distrajo: sin percatarme, ya me encontraba de vuelta sobre aquella escalinata mentirosamente interminable.
