Corro. Corro siempre, a todas horas, todos los días. Corro física, pero sobretodo mentalmente. Corro y no se si lo hago para intentar alcanzarme o porque huyo de mi misma.
Corro porque siento que el tiempo se me escapa, que no llego, por mucho que corra. Y, al correr, en vez de ganar, siento que pierdo.
Corro cuando pienso, corro cuando escribo, corro cuando sueño, cuando hablo, cuando río, cuando lloro, corro siempre.
Y estoy empezando a ahogarme.
Corro y no vivo, porque el lugar al que quiero llegar, no existe. Porque este ritmo no me deja acompañar a la vida en su lento pero frenético paso.
Corro y, cuando de pronto me paro a observar dónde estoy, me doy cuenta de que hace mucho tiempo que me he dejado atrás, intentando respirar de nuevo.
Corro tanto, que he decidido que no lo voy a hacer más. Que si no llego que me esperen, que me quiero parar a oler las flores del camino. Que voy a andar, a saltar, a correr, a volar si hace falta. Pero lo voy a hacer al ritmo que marquen mis pies descalzos, a uno que me permita sentir el tiempo que se va recorriendome la piel desnuda. A uno que me permita afrontar los miedos, no huir de ellos.
