«Lumpen Supernova», de Emilio Martín Vargas

Lo dijo Parménides de Elea, es indiferente para mí por donde comience, pues allá volveré nuevamente. Por eso yo voy a empezar por el final. Y allí volveré nuevamente. Yo en mi casa, vosotros en la hoguera. Es el último poema de este libro. Un libro que firma un tal Emilio Martín Vargas al que conozco y no conozco. Un libro que habla justamente de eso, de ese difícil (quizás imposible) consenso entre los múltiples yoes que nos habitan.

Tú en tu casa, nosotros en la hoguera. La frase me devuelve a la que era yo en los años 90. Rock Transgresivo sonando en los garitos. Vuelvo al principio mecida en los ecos de la poesía de Robe Iniesta. Parménides. Heráclito. El sol es nuevo cada día. Y esto también es así, por mucho que se obstinen en decirnos lo contrario, por mucho que las hordas de las redes sociales quieran que nos construyamos una identidad. Si no fuera de ese modo, si el sol no fuera nuevo cada día, si no existiera el asombro que ese hecho insólito nos proporciona, no habría poesía. Igual que tampoco hay ritmo sin variación. No somos entes fijos grabados a fuego sobre la piel de nuestra identidad. No somos rocas inmóviles sufriendo los envites de un oleaje adverso. No somos bloques de hierro con convicciones de mármol. De eso hablan estos versos: de los muchos que habitan en nosotros mismos. Los selfies y los presocráticos, Hiperasia y Baudelaire, Dalsy y Jaggermeister.

Lumpen Supernova es un libro que intenta bucear en la identidad del poeta que lo escribe para constatar que ese yo del que habla es un yo cambiante como el río de Heráclito, como el libro que tengo entre las manos, como el personaje que me ha invitado hoy a estar sentada en esta mesa y que se llama Emilio, ese desconocido que escribe lo siguiente: “Dejo el móvil sobre los tréboles / y engallado me coloco al borde del misterio / que encierra el devenir del agua estancada: /en la misma piscina de todos los años / me sumerjo y no me sumerjo, / pues soy y no soy / el mismo hombre”.

Soy y no soy el mismo hombre, cada poema nos deja esa certeza que es a la vez incertidumbre. Ya no es Emilio, sino la voz que habla a través de Emilio, “el hombre que imagino descalzo sobre un camino de rescoldos hacia el fuego prometido”. Y también ese otro que entra en su casa cuando él no está y arregla el flexo del escritorio “para que su hogar / vuelva a ser su hogar”. El padre que teme por la salud de su hijo y el hijo que pertenece “a una raza de hombres y mujeres / que tallaron en piedra su alegría” y también el chaval de quince años que mira con ojos hambrientos a la profesora de lengua. Porque ser es un verbo cansado y uno se cansa de ser siempre el mismo, hasta de “ser sublime todo el tiempo”, y desea ser otro, un dandi por ejemplo, o Gil de Biedma. “El poeta que proclama la carencia de cuidados / el camarero que alberga en sus ojos multitudes / el amante que sacia la pasión de ser débil”. Lumpen Supernova es un libro infinito, como infinita es la variedad de tipos que habitan en el tipo que lo escribe.

Un tipo que escribe y piensa. Porque para escribir poesía hay que saber pensar. Esto lo debió de decir un griego. Los griegos ya lo escribieron todo y nosotros no hacemos más que repetir lo mismo aunque parezca distinto. No hay poesía sin pensamiento. Igual que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río. Y a Emilio, a la primera de cambio, le sale una máxima o un aforismo. “El valor era esto simplemente, mecer el miedo hasta que duerma”. “La inercia solo la dominan los dioses” .“Y decirnos adiós para ser siempre el futuro de todo lo vivido”. Ese laconismo con el que a veces nos habla, la brevedad en la que encierra su pensamiento, o la puntería filosófica con la que nos disparan algunos de estos versos, nos acercan a veces a ese paraíso soñado por él: Hiperasia, donde sucede un veraneo vestido de haiku: “Podar un bonsái: / contener la magnitud / de la tragedia” .

Alguien dijo alguna vez que la poesía es también el arte de podar, el arte de decir lo máximo en lo mínimo. La reflexión sobre la poesía, sobre el hecho poético, sobre su misterio, ocupa un papel principal en este libro. La metapoesía. Es como si Emilio se sintiera fuera de ese mundo, pero a la vez supiera que está dentro. O mejor, como si no pudiera hacer otra cosa más que estar dentro, aún pensándose fuera. Ser poeta es, creo que eso se lo escuché a Carlos Marzal, formar parte de una familia, darle la mano a aquellos que han pasado tanto tiempo a solas contigo. El lenguaje de los otros no me es ajeno. Emilio conversa con los poetas, se enfrenta a ellos. Porque en esa orgía de yoes que nos habitan a veces, como recordaba Luis Landero en Entre Líneas, son los yoes más afines los que no se ponen de acuerdo: el lector y el escritor se tiran de los pelos a la primera de cambio. Por suerte, la sangre no llega al río. Porque por encima de todo está lo que nos acerca. Y en ese acercamiento, el penúltimo poema del libro, dedicado a Antonio Cabrera.

Y ahora que he llegado al final, que es el principio, quizás haya conseguido explicar lo que he creído ver en la luz de esta estrella de extrarradio. Lumpen Supernova es un libro original y clásico. Monotemático y diverso. De verso libre y ritmo bien pautado. Elegante y canalla. Lo dijo otro griego (porque los griegos ya lo han dicho todo): en el equilibro está la virtud. Y el equilibrio siempre anda entre pares contrarios. “Igual que el sonido de un árbol / cayendo en un bosque deshabitado / es silencio si nadie lo oye”, la poesía de Emilio abre música en ese bosque lleno de voces. Es el río que cruza ese bosque. Hay que abrirlo, leerlo para entender esa “forma de ser libre / muy parecida a no haber sido / nada / nunca / nadie”.

A %d blogueros les gusta esto: