Catalina

 

Catalina acariciaba el río con el lomo de su bote, hundía la pala en el agua con lentitud memoriosa. La corriente le cantaba y ella pensaba en los ancestros que jamás honró y en el pueblo que abandonó para siempre.
En su reflejo hallaba todo lo nunca quiso ser, reconoció en su propia mirada el abatimiento de los años y remó con amargura. La orilla de la isla estaba cerca, faltaba poco para volver al tormento del hogar. Catalina era fuerte y soportaba largas jornadas de trabajo, se había acostumbrado a la violencia del esposo, la demanda de los niños y la humillación de los patrones. De haber podido arrancarse la piel para negar su descendencia lo hubiese hecho si eso le daba la tranquilidad que buscaba. Ella deseaba pertenecer a ese nuevo mundo que se levantaba frente a sus ojos y le prometía dignidad y rompió con su tribu para conseguirlo.
Ella quería que sus hijos fueran aceptados por los blancos y por eso les negó la lengua madre, la historia de su pueblo y su familia. Catalina renunció a su propio origen y acepto los mandatos que impartían los nuevos dueños de la tierra, soñando con una vida mejor.
Cuando Catalina dio a luz a su primera hija, renunció a ella de inmediato, no se molestó ni siquiera en ponerle un nombre, volvió del monte con ella en brazos y la entregó a unas vecinas al otro lado del Paraná.
—¿Está segura? —le preguntó la mujer que sostenía a la niña. Catalina no dudó. Miró a su hija, saludo a su amiga y partió de regreso. El río respetó su silencio, no quiso pensar en los verdaderos motivos que la empujaron a entregar a su hija, ella tenía cinco hijos varones y nunca a pesar del hambre pensó en hacer lo mismo con alguno de ellos.
La maternidad de Catalina siguió ramificándose, después de aquella niña vinieron nuevos nacimientos y la vida siguió su curso. Tiempo después cuando tuvo en brazos a su segunda hija al abrigo del monte, recordó a la primera. Tampoco le puso nombre a esa niña, simplemente cruzó el río y la entregó .
Ella criaba a los niños para convertirlos en hombres trabajadores, pero no sabía qué hacer con las niñas, ella quería que fueran mujeres libres, pero no sabía nada de la libertad. Si las dejaba quedarse serían como ella, mujeres que solo sabían resistir. Si les daba la posibilidad de una educación en lugar de resistir lucharían y se ganarían su lugar en el mundo.
Catalina siempre se lamentó haber traicionado a sus hermanos, de haber renegado de su verdadero origen. Cada atardecer se internaba en la espesura del monte a cantar en su lengua natal como reconciliándose con las ausencias, como retornando a las raíces, como redimiéndose en las canciones .
Las hijas de Catalina no fueron mujeres libres, una murió a manos de su esposo y la otra vive al servicio del suyo. A pesar del esfuerzo de la madre de alejarlas de ese destino terminó por empujarlas a él. Pero ella nunca lo supo.
Catalina vivió más que sus hijos, en los pliegues de su piel se amontonaban las historias y la sabiduría de la ancianidad.
Ella sonreía al recordar que no siempre fue dócil, que no todo fue resistir.
Ese día el río se mostró inquieto, la retenía en la orilla como queriendo hablarle, pero ella no entendía, la convivencia con los blancos había roto la íntima relación que mantenía con él y dejaron de entenderse, por eso la advertencia jamás fue oída.
Su marido fue mordido por una víbora ponzoñosa, mientras ella intentaba descifrar los misterios del río y acudió a ella pidiendo auxilio, Catalina lo miró agonizar por horas sin moverse, alejando de sus manos todo lo que pudiera aliviar su sufrimiento, lo escuchaba respirar con dificultad y se sintió valiente por permitirse ese acto de rebeldía. Disfrutó ver su martirio apagarse lentamente a sus pies.
—Por favor… por favor… —rogaba, pero Catalina solo escuchaba cadenas rompiéndose. Cuantas veces ella había estado también así, en el piso, rogando, sufriendo mientras se arrastraba por el barro y él siempre con el puño cerrado, implacable en su crueldad.
Ese día Catalina descubrió que podía ser aún más cruel que él, porque tantos años de exilio, de humillación y violencia la habían envenenado, ahora cargaba con la oscuridad de los rencorosos y una vez ahí no hay vuelta atrás.
Buscó la caña que él usaba para castigarla y le dejó en la espalda la misma cicatriz que él le había dejado años atrás. Pensó que él moriría antes de que ella pudiera devolverle todo lo que le había hecho, pero le bastaba con que él pudiera sentir por un momento, el dolor, la impotencia, el desamparo, la desesperación.
Ella lo dejó morir y ese día sintió que un nuevo mundo le abría las puertas. Ahora podía respirar sin miedo, era libre aunque tenía la certeza de haber hecho algo imperdonable. El monte ya no la acogería, ya no escucharía sus canciones porque algo en ella estaba roto.
En los ojos vacíos de su esposo había visto que abandonar a los suyos no había valido la pena, su tierra fue destruida y sus hermanos desterrados. Sintió el peso de la ingenuidad de su juventud pero era tarde para arrepentirse del camino que había elegido, aún podía darle a sus hijos una vida digna si abandonaba ese lugar y así lo hizo. Se rearmó de nuevo en otra parte con la esperanza de olvidarlo todo.
Pero la tierra siempre devuelve y ella recibió, una vida larga para ver perecer a los que amaba.

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