Aquella tarde la tercer caguama me encontró queriéndome olvidar de todo.
No tomaba sola, por supuesto, las cervezas nos las estábamos dando entre Filiberto García y yo, en Los Gavilanes. Recuerdo que mi celular había consumido completamente su batería y que eso me había imposibilitado consultar la hora. Antes de que se acabara la quinta ronda, Filiberto me propuso que nos fuéramos a su casa para seguir pisteando. Y yo, como siempre, me dejé llevar.
Durante el breve trayecto, que separa los Gavilanes de la casa de García, pude darme cuenta de varias cosas: la primera fue que, aunque borracha, me sentía lúcida de una forma que ahora es difícil de explicar, si bien es cierto que no podía adivinar la hora y aquello me provocaba una cierta desazón, mezclada con angustia en el estómago. Afuera, las calles adoquinadas de Tlacotalpan, parecían estar cubiertas por una fina neblina azul que impregnaba al aire con un leve matiz, volviendo verosímil la percepción de que bien pudieran ser las 7 de la tarde o las 8 de la mañana, según se mirase.
Pasados unos 20 minutos, al fin llegamos a la casa de García.
El ambiente entre nosotros era inmejorable pero, apenas un segundo después de haber cruzado el umbral de su puerta, pude escuchar el timbre de mi celular. Primero traté de convencerme de que no era el mío, sin embargo al segundo timbrazo se hizo evidente que, sin lugar a dudas, era mi celular el que sonaba, de modo que me apresuré a sacarlo de mi bolso.
– ¿Tu novio? – Preguntó Filiberto.
– Sí –respondí, aturdida-. Pero no quiero hablar con él – dije y, en efecto, le quité el sonido y la vibración al aparato.
Desorientada, no tanto por la llamada de Hernán como por el hecho de haber descubierto que mi móvil había tenido batería todo este tiempo, procedí a mirar la hora. Eran casi las 9 de la noche. Súbitamente aterrada, observé a mi alrededor, poseída por el instintivo afán de reconocer el medio en donde me encontraba. De manera que, presa de una urgencia indefinible, deseé ver de inmediato mi rostro en el espejo.
Recuerdo que encontré un baño, descuidado y sucio, en algún rincón de aquella vieja casa, pero reconocer mi imagen no resultó tan sencillo como lo suponía, ya que, al observarme en aquella superficie, mi imagen se me reveló como un conjunto de facciones desordenadas que, por más que lo intentaba, no lograba asociar conmigo misma.
Ignoro cuánto tiempo pasé viéndome en el espejo, tocándome la cara con la punta de los dedos como si estuviera loca, pero imagino que debió haber sido bastante porque, en algún momento, alguien comenzó a tocar, frenético, la puerta del baño. Víctima de un espanto sin justificación racional, resbalé al fin sobre aquel piso húmedo, yéndome a estrellar directo contra el filo del escusado.
Desperté horas después en un cuarto de visitas de los muchos que, al parecer, tenía mi amigo en su casa de Tlacotalpan. Ya completamente descansada, noté que no tenía rastro alguno de haberme estrellado contra la taza del baño. Más tarde, Filiberto me hizo el favor de llevarme en su camioneta de vuelta a la Ciudad.
En el camino él estaba de buen humor, se ría de mí y de lo borracha que me había puesto. Quise contarle lo del celular, lo de la llamada de mi novio y, sobre todo, lo que me había ocurrido al verme reflejada, pero por algún motivo preferí guardar silencio. Acodada en la ventana de su camioneta, fumaba un cigarrillo mientras miraba cómo, allá afuera, las cosas iban desapareciendo, vertiginosas, haciéndose parte del pasado con una velocidad que me resultó inquietante.
Sólo entonces, ya un poco preocupada, me atreví a preguntar.
– Filiberto, ¿qué malditas horas son?