Carta póstuma

Perdónenme, soy un mal padre:

Envenené todos los vientres
que remaban en el rayo,
les trituré el ombligo con un dedo,
el mismo que le arranqué a la sombra de un árbol;

así se domestican los rebaños de luz
para conciliar el sueño:
uno a uno sus flashes saltaban sobre mi cara
para entibiar el tiempo.

Lamento haber dislocado su desfile de caricia,
su marcha de arrullo, de canción de cuna.
También suturé los gestos de la luna
y la acostumbré a mirar con un solo ojo cerrado.
Nadie hallará esa cara asomándose en el cielo;
nadie podrá girar su cuerpo de perilla,
entreabrir su brillo y mirar a Dios
recostado bocarriba suspirando estrellas.

Decidí que reencarnaran en el vacío,
que sus bocas estuvieran bordadas
fuera de este mundo, malcriados
por intravenosa con un aguijón infinito.

Por mi cuerpo corrían sus voces
como un acorde que avanza rugiendo.
Sus huesos tronaban de hambre
como el estornudo de las hojas muertas
como la electricidad antes de fracturar
las venas de una bombilla vieja.

Los salvé de mi genética de buitre,
de mi fe por la carroña.

Até sus microscópicas vértebras
a mi única pluma sin mancha:
herencia transparente de su estirpe;
y cayeron, con unas alas inventadas,
en el arpegio lánguido del sol.

En algún callejón de sus venas
en una nota de su ligera voz
aún estaba la maldición de mis penas.

Tenían que morir, que morir, morir
antes de heredar el color de mis ojos;
y antes de mí, fueron de mi padre,
y antes de él, de mi abuelo
y así hasta llegar al tono limpio
que nunca será mío, ni de ustedes,
ni de nadie.

Su nombre fue y será de semilla
y echarán raíces sólo para ahorcarse.

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