2 poemas sobre la India

Un mono en la vieja Delhi

Todo fluye y golpea.
La realidad fluye y golpea.
Este país fluye,
y golpea…

Namasté

Rostros anónimos diciendo welcome to India,
verdor por todos lados,
sonrisas, taxis tocando la bocina sin razón,
cruces de avenidas descomunales
en los que se mezclan bicicletas,
niños, vacas, carros de comida o de basura,
peatones y ratas, pies descalzos y turistas,
familias enteras en una motocicleta.
Barrios laberínticos por cuyas ventanas salen voces o música,
o cuelga ropa o cables,
mierda de vaca en el suelo,
olor a chai recién hecho
o a aceite usado cien veces para freír,
una moto que pasa zumbando entre la gente
y un hombre durmiendo en el asiento de su bicitaxi.

Un altar a Ganesha incrustado en un árbol,
olor a incienso,
ruido de tambores al lado de una sucursal del banco.

El majestuoso Taj Mahal,
los Himalayas,
la pintoresca cara del barrio Paharganj,
con sus hostales para mochileros,
su fascinante ajetreo,
su hervor de vida y sus bares.

Y la otra cara de Paharganj,
cuna del tráfico de mujeres y de la venta de niños nepalíes.

Los jardines de Lodhi,
el Templo del Loto de los baha´i,
un bebé con las piernas rotas abandonado afuera de un hospital,
estudiantes que nunca escriben su apellido por no revelar su casta.

Sí, las castas…

El Karma… samsara… moksha…
el hinduismo,
los sadhu, los hombres santos adoradores de Shiva,
deambulando semidesnudos,
dedicados a meditar, cubiertos de cenizas,
venerados y temidos.

Los aghori, los sadhu que practican el necrocanibalismo,
los jainistas que barren el suelo antes de pisarlo
por no matar a ningún ser vivo, por diminuto que sea.

Los jisras, hombres vestidos de mujer,
castrados voluntariamente, adoradores de Krishna,
convidados a los bautizos
para cantar y proteger al recién nacido del mal de ojo.

Los rohingya, refugiados birmanos que son tratados como basura.
Sita, la chica que hace la limpieza de mi edificio,
y a quien a pesar de llevar el nombre de una princesa,
no puedo darle la mano por ser una dalit:
una paria, una descastada,
destinada por el Karma a lavar ropa,
limpiar letrinas o recoger basura.

Los crematorios públicos de Manikarnika,
los orinales públicos y su hedor.

Templos budistas, mezquitas, iglesias,
cuervos, sapos, monos, águilas, vacas,
cabras, ratas, elefantes, arañas, cucarachas,
todos parte del paisaje urbano.

Dioses, cientos de dioses.

Cinco millones de niños que trabajan en la construcción
o cuyas diminutas manos son necesarias
para la fabricación de cigarros o de los recuerditos que compramos
los visitantes de este país.

Doscientos millones de mujeres que aún usan cenizas,
u hojas secas trituradas o trapos reusados cuando menstrúan,
y que no pueden ir a la escuela, ni al templo,
ni salir a la calle,
o que sufren algún tipo de exclusión por el tabú de la menstruación.

Doscientos millones de mujeres que no saben qué es
o no pueden pagar una toalla femenina.

El cadáver de un bebé flotando en el río Yamuna,
ahogado por su madre por nacer el día de un eclipse.

El imponente desierto de Rajastán,
el templo dorado de Amritsar,
Calcuta y la herencia británica,
Mumbai y la miseria,
Bollywood, la industria cinematográfica más grande del mundo,
las paradisiacas playas de Goa,
la esclavitud infantil,
los matrimonios forzados,
los feminicidios,
el monzón que golpea, inunda, destruye y mata cada año,
la maravillosa tumba de Humayun y la arquitectura mogol.

Un taxista que me aconseja no confiar en los pakistaníes,
Kashmir, la ciudad más bella del mundo,
los incontables aromas de la cocina india,
un estudiante que me pide permiso para salir y rezar hacia La Meca
una estudiante que me pide permiso para irse temprano
porque tiene que ir al río a honrar a la diosa Kali,
un estudiante que me pregunta por qué en México no hay monos en las calles,
otro estudiante que se inclina y me toca los pies
en señal de agradecimiento
por dejarlo entrar cuando llega 5 minutos tarde,
un estudiante hindú sentado junto a un estudiante musulmán sentado junto a una estudiante budista sentada junto a un estudiante jainista sentado junto a un estudiante sij…

Los Gurudwara, templos sijs que dan comida y techo gratis,
todos los días, a todo el que lo necesite.

Los hare krishna cantando por las calles,
los hindúes cantando por las calles,
los sijs cantando por las calles.

Las academias de yoga y los ashram
llenos de europeos y norteamericanos
que vienen a encontrar su yo interior.

Los niños dalit que buscan entre la basura algo que comer,
las inmensas plantaciones de té en Darjeeling,
las esvásticas por todos lados,
el sagrado río Ganges, lleno de cadáveres,
las diez encarnaciones de Vishnú,

Y un mono en un tejado de la vieja Delhi contemplándolo todo…

los colores,
la pobreza,
las sonrisas.

 

 
La rueda y la sonrisa

El silencio matinal
sobre las tranquilas aguas del sagrado Ganges
es apenas enturbiado por un leve chapoteo.

Las pujas del alba han terminado,
y en la parte sur de la ribera,
cerca de Assi Ghat,
un anciano lava ropa ajena en la orilla del río.

Su edad pasa fácilmente los setenta,
su piel es un cuero brillante y curtido,
su pelo y barba, blancos,
su delgadez deja entrever huesos
y algún músculo.

Alguna lesión en el cuello
hace que su cabeza caiga insostenida,
y la barbilla le toca el pecho.

En su espinilla izquierda una protuberancia,
¿es carne, grasa, pus, hueso?

Sus pies
–acaso después de tantos años metidos
en un río tan tóxico como sagrado-
son dos tumores llagados,
deformes,
hinchados,
que supuran a cada paso.

Con evidente esfuerzo,
el anciano se inclina sobre la lisa piedra
donde los más jóvenes azotan las prendas al lavarlas.

Él ya no puede.

Coloca la ropa sobre la piedra,
la rodea,
se sube a ella
y pisa con sus deformes pies
la prenda que lava.

El anciano es un dalit,
un paria,
un descastado,
un intocable.

Casi arrastrando los pies,
sale lentamente del río.

Deja la prenda limpia sobre los escalones de un templo,
y toma la siguiente…
Los niños tendrán 5 o 6 años,
Hermanos, probablemente,
pienso al verlos venir.

Sus rostros, sucios,
sus ropas, harapos,
sus labios, resecos,
sus pies, descalzos
y llenos de mierda.

Pani, me dicen señalando la botella de agua que llevo.

Se la doy.

También son dalits.

Parias,
descastados,
intocables.
La clase más baja,
despreciables,
indignos,
impuros.

Destinados por la rueda del karma
a pasarse la vida limpiando
o trabajando con desechos,
lavando ropa,
recogiendo basura,
limpiando mierda.

Sonríen.

Y duele verlos.

La sonrisa más dolorosa
me la dan dos niños dalits
a orillas del Ganges.

Me siguen por las callejuelas,
me sonríen.

Y es que aún no saben
-no pueden saber-
que les esperan 30, 40, 50, 60, 70 años
lavando ropa,
recogiendo basura,
limpiando mierda.

Que el karma así lo ha dictado.

Y habrá necios
-los hay siempre-
que digan que algo habrán hecho,
que están pagando algo,
que el karma no se equivoca.

Que lo mismo ese niño fue un Hitler,
esa niña un Trujillo,
un Bashir,
un Somoza.

Que lo merecen,
aunque no lo sepan.

Pero ellos sonríen

¿En qué momento dejarán de hacerlo?
¿Cuántos años más les durará la sonrisa?
¿A qué edad,
al amanecer de qué día
comenzarán a entender que la vida,
que su vida,
será lavar ropa,
recoger basura,
limpiar mierda?

¿A los cuántos años empezarán a aceptar,
a resignarse,
a convencerse de que esa es la vida
que merecen;
que nacieron dalits,
fuera de toda casta,
que son impuros,
que son indignos,
que la vida es limpiar mierda?

Y seguirá habiendo necios.
Que la rueda del karma y…
El silencio matinal
sobre las tranquilas aguas del sagrado Ganges
es apenas enturbiado por un leve chapoteo.

Las pujas del alba han terminado,
y en la parte sur de la ribera,
cerca de Assi Ghat,
un anciano
-que hace 60 años sonreía-
lava ropa ajena en la orilla del río.

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