¿De quién son estas manos?

Lo vi cruzar la calle en dirección a la cafetería en que me encontraba. Lo vi desde antes en realidad, desde el momento en que bajó del microbús y volteó en esta dirección y, después de entrecerrar los ojos para ver mejor, hizo un gesto de sorpresa al verme sentado dentro de esta cafetería específicamente, justo al otro lado de la calle. Lo vi trotar con torpeza sobre el paso peatonal en cuanto cambió la luz del semáforo: galopaba emocionada, espasmódicamente. Al cabo de unos segundos logró cruzar la calle a trote ligero y cuando llegó a la entrada del negocio, trató de reconocerme através de la ventana y, lo vi, estaba emocionado de haberme encontrado por pura casualidad aquí: las cejas levantadas, una sonrisa amplia y la mano alzada en señal de saludo lo delataban. Cuando se encontraron nuestras miradas no supe qué hacer. Estaba seguro de no ser la persona que el viejo creía, pero dudé por un momento. ¿Nos conocemos de algún lado? ¿Será posible que me haya olvidado de su rostro, de su nombre? ¿Será un familiar mío? ¿Tal vez un tío lejano? Me miraba fijamente, tratando de reconocerme una vez más, pero al cabo de unos segundos su sonrisa desapareció; su mano, que ondeaba a un lado de su rostro en un principio, se ocultó detrás de la nuca; su mirada cayó al piso. Lo vi caminar de regreso a la esquina donde había descendido del microbús, mientras se rascaba la nuca. No parecía entender nada de lo ocurrido.
No sé muy bien por qué, pero antes de salir de la cafetería me vi las manos con detenimiento, palpé mi rostro como si buscara algo en él y rasqué mi barba como si no lo hubiera encontrado. Examiné mis brazos, mi ropa, mis uñas. Observé con detalle la suela de mis tenis. Todavía era la misma persona que esta mañana, incluso me atrevería a decir que no había cambiado mucho en los últimos meses. El año pasado también era muy similar a como soy ahora. Hace tres o cuatro años ya me rapaba y tenía una barba semejante a esta barba que llevo conmigo el día de hoy. Salí, pues, de la cafetería todavía examinando mis manos, sus líneas, sus lunares, las arrugas que se forman al cerrar el puño, los vellos de las falanges y la resequedad de los nudillos. Saqué mis identificaciones de la cartera y me llevé una grata sorpresa después de todo: era yo. Un tanto parecido a mí, un tanto distinto, pero yo.
Caminé durante unos minutos calle abajo, regodeándome en mi descubrimiento cuando lo vi: era el mismo viejo, parado frente a la ventana de otra cafetería, saludando a una persona distinta con la misma sonrisa de asombro en el rostro. Lo vi rascarse la nuca de nueva cuenta sin saber muy bien qué había pasado. Lo vi dirigir la mirada al piso por segunda ocasión y alejarse de aquel establecimiento sin poder explicarse qué acababa de pasar. Por supuesto, examiné mis manos una vez más.

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