Cuerpos de agua; cuentos sobre la migración

Tres cuentos sobre la migración, extraídos de Cuerpos de agua (La Paz, 2019, Editorial 3600), el nuevo libro de la autora boliviana/uruguaya Camila Urioste.

Venezuela

Mi madre desconfía de los venezolanos. Desconfía de cualquiera que se acerque para pedirle algo. Cuando viajamos en flota a Sucre para visitar a mi abuela, siempre se suben dos personas para pedir dinero: una mujer avejentada y un manco. La mujer avejentada
pide dinero con voz cantada en un tono monótono. Mi hijo de diez años está enfeeeermo, dice. Dios se lo va a pagaaaaar. Dios se lo va a multiplicar el doooooble. El manco es un hombre de como cincuenta años, alto, forzudo, con un ojo completamente blanco. El manco habla como locutor de radio, con una voz potente pero suave, en un ritmo fluido y lleno de aire. Es como si la voz firme del manco, su enunciación perfecta, pudieran compensar la falta de manos; como si pudiera vestirse en las mañanas usando la potencia de su voz articulada.
Cuando uno no tiene manos, dice, ni vestirse en la mañana se puede, la familia se aleja de la persona, el individuo ni llevarse una cuchara a la boca hay caso, se sufre, el accidente bastante fuerte que tuve hace unos años, ahora estoy así, cambia la vida, ni trabajar se puede, ni valerse por uno mismo, los amigos se alejan, tal vez lo más importante que uno tiene lo ha perdido, la familia se aleja, sucede, que tengan feliz viaje, dios mediante lleguen con bien a la ciudad de Sucre, gracias.
El hombre viste siempre un chaleco de tela con gigantescos bolsillos en los que puedes meter una moneda. Porque no tiene como recibir una moneda en sus manos fantasmas. Una vez metí una moneda en ese chaleco sin que viera mi mamá. Hizo un sonido agudo al chocar con las demás monedas, y el señor me guiñó el ojo normal, atravesándome con el ojo blanco.
Mi madre desconfía de la señora avejentada porque no parece madre de un niño de diez años. Además, nosotras viajamos seguido, desde hace tres años, a ver a mi abuela en Sucre, y el hijo enfermo tiene siempre la misma edad. Yo ya he cumplido trece y el niño sigue teniendo diez. Desconfía del manco sin saber bien por qué. Tal vez es la voz, demasiado articulada para un hombre sin manos.
Lo mismo pasa con los venezolanos. Mi madre ve noticias sobre Venezuela y sufre. Ella vivió en Venezuela durante su exilio de la dictadura de Banzer, una de las épocas más lindas de su vida, dice. Ve videos sobre la situación de Venezuela en su celular, los apagones, los cortes de agua, los niños revolviendo la basura para comer, y los comparte con todos sus grupos de Whatsapp. Pero el otro día se nos acercó una mujer vendiendo manillas, una mujer que nos abordó diciendo: soy venezolana, vendo manillas. Mi madre le sonrió y me alejó de la mano. Lo mismo hace  cuando un joven que desde hace meses se para en una esquina de San Miguel nos canta: postres venezolanos, a la orden, postres venezolanos, exquisitos postres, a la orden.
No sabe bien por qué lo hace, pero yo sí. No cree que son verdaderos venezolanos. Cree que son cubanos o portorriqueños haciéndose pasar por venezolanos. Si tuviera certeza de que son venezolanos, tal vez les compraría algo. Porque ella vivió en Venezuela y siente el dolor del pueblo venezolano como suyo.
Pero no.
Una vez se nos acercó una señora a ofrecernos dinero venezolano a cambio de una moneda. No era un cambio de divisas lo que proponía, sino vendernos como reliquia el dinero venezolano a cambio de lo que quisiéramos darle por él. Mi madre se alejó como siempre, jalándome de la mano. Ya tengo trece años, ya no soy un niño. Puedo seguirla sin que me jale. Pero no quiero lastimarla. Así que me dejo. Yo la entiendo. Cualquiera puede poseer dinero venezolano, después de todo. El hecho de estar en posesión de dinero venezolano no te hace venezolano. Yo tengo una colección de monedas del mundo, podría hacerme pasar por chino o colombiano si eso bastara.
Sin embargo, yo hubiera querido tener un billete venezolano, para mi colección.
Yo creo que pedir no es nada agradable, y que si alguien pide en la calle es por algo. No creo que alguien lo haría por molestar, o por aprovecharse, o por la oportunidad de hacerse pasar por manco o por venezolano.
Yo creo que trece años es mucha edad para seguir andando de la mano de mi mamá.

Mujer en la frontera

—¿Motivo de viaje?
Es el miedo el que propulsa los enormes barcos llenos de emigrantes, esos enormes navíos que, a través de los siglos, se echaron al mar. Es el miedo, no la marea, no el motor, no es el carbón ni el combustible, no el viento, sino el miedo.
Es el miedo que mueve las balsas repletas de desplazados en una noche de tormenta. Es el miedo el que arroja a un niño de 14 años a embarcarse solo en el puerto de Barcelona para plantar un árbol en otro continente. El miedo.
El que impulsa ese tren monstruoso desde Centroamérica hacia el norte, año tras año, ese tren que come gente, esa máquina de comer gente y gente. El que impulsa ese río humano que sale de Venezuela y se derrama por Sudamérica, como un corazón que se vacía. No las rieles, no la tierra, no el futuro. Es el miedo. El miedo lo mueve.
—¿Motivo de viaje?
—La esperanza.

Documental

Imágenes sucesivas de barcos, de metales herrumbrados, de cuerdas, de playas.
—En la novela El Sentido de Nieve de la Srta. Smilla, el autor asevera que el vapor de agua salada es corrosivo. A las cuerdas que se usan en el mar, cuerdas de acero, el vapor del mar las convierte en añicos. Las hace trizas. Solo que no se nota. Para quien observara las cuerdas, se ven enteras.
Imágenes dispersas, absurdas, tristes. Metal.
—Se ven bien, si solo las miras parecen intactas. Pero resulta que puedes deshacerlas fácilmente. A las cuerdas que han estado varios meses sobre el agua salada, las puedes deshacer entre tus dedos. Como algodón de azúcar entre tus dedos. Así es la identidad.
Imágenes de aborígenes con los rostros pintados. Imágenes de mujeres moliendo ají. Imágenes de personas arrimadas a la rambla de Montevideo al atardecer. Anaranjado.
—El tiempo es vapor de agua salada. La identidad son las cuerdas. La identidad es el metal de acero, el barco indestructible, el material precioso. Que puedes deshacer tras unos años en la mano como algodón de azúcar. Entre las uñas. La palabra que nombraba tus cerros.
Imágenes de cerros. Greda.
—¿Cómo se dice? ¿Cómo se come? Yo hablaba de otra forma, cómo era… mi acento se ha perdido. Tomaba mate, ya no. Ya no me acuerdo. Cómo se dice. A qué olía.
Imágenes entrecortadas de un interrogatorio. Interferencia.
Sonido desgastado.
—¿Documento de identidad?
—Mi pasado.
—¿Qué parte de su pasado?
— Mi infancia.
— ¿De qué está hecha su infancia?
— De andar descalza en la playa, de andar a upa de mi hermana mayor, de andar a upa en la bicicleta de mi amiga, sentada en el manubrio, de ir a ver tele a la casa del vecino, de andar de la mano de mi abuelo por la rambla del barrio…
—¿Cuál barrio?
—Rocha.
—Rocha es el Departamento. ¿Cómo se llama el barrio?
Interferencia. Estática. La imagen se pierde. La imagen vuelve.
—Pocitos…
—Vos no sos de Pocitos. Pocitos no es en Rocha.
—¡Malvín! Malvín. La playa de Malvín, en la ciudad de Montevideo, el barrio de Malvín. -—Malvín. Mi infancia hecha en Malvín.
—Qué queda de tu infancia?
—Huellas. En la arena.
—¿Nítidas?
—Vagas.
—Tu identidad
—Una cuerda. Recuerdos vagos, sabores, el mar. El mate.
—El mate es argentino.
—También es uruguayo. La voz de mi abuela, comer tortas fritas por la tarde, el asado los sábados, los domingos al estadio, la música, no sé qué música, una música… mis hermanas hermosas, mis hermanas. Comer dulce de leche.
—El dulce de leche es argentino. El asado también es argentino. Y el fútbol también.
—Es uruguayo. Como yo. Como la murga, el tango…
—¿Qué es Uruguay? ¿Una provincia?
—Es una idea. Una idea fija entre el río y el mar.
—No se nota. Solo de verte, así, a primera vista no se nota. Nadie diría…
—¿Qué no se nota? ¿Señor? ¿Qué es lo que no se nota?
El vídeo se corta. Estática, línea de luz en fondo negro. Nada.

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