Las flores de mi jardín

Las flores de mi jardín

 

Tú no sabes cuán grande es mi jardín, ni cuántas flores hay en él. No, no lo sabes, ¡cómo vas a saber lo maravilloso que es mi jardín! No lo intentes imaginar siquiera: se te escurriría como agua de las manos. No; pequeño, demasiado pequeño es el que te piensas… Mayor, es mucho mayor. Como un palacio de cristal al que las nubes, cuales botones en el cielo, abrochan su vestido.

Almendro: despertar

Apenas gateaba y los almendros, en un febrero ya jaspeado de marzo, me regalaban sus flores blancas y rosas, mordidas todavía por la timidez. Luego, tenía tantas ganas de correr y apenas sabía andar sin tropezarme… Y resplandecían las flores de almendro como farolillos que guiaran mi camino. Empezaba así mi andar por el jardín, sin dejar aún de vista la seguridad del porche, donde mi padre leía y mi madre me lanzaba besos. Y yo seguía el caminito de los almendros, que se erguían altos, tan altos como broches de bienvenida a una existencia nueva, tan poco usada…

Y los almendros florecían acompañándome. Y mi madre continuaba sosteniéndome la mirada risueña, y mi sonrisa, a la que aún le faltaba algún diente, era un haz de luz.

Margarita: niñez

 Pasados los almendros, hay, en mi jardín, unas margaritas que brotaron como si nada, sin que nadie las plantara. Simplemente, un día, abrí los ojos y allí estaban: sus pétalos de delicado aliento primaveral, su tacto de pulposa miel, su cuerpecito de mimbre, condenado a torcerse, invitaban a la vida, a la imaginación…

Esa parte del jardín es mi favorita. Me transporto a ella, hoy, mucho después de haberla perdido. Y evoco el roce efímero de las corolas de las margaritas que relucían… Y vuelvo a entonar aquella vieja canción que les cantaba mientras con mis dedos, aún impregnados de tanta niñez, iba hilvanando coronas con las que me proclamaba emperatriz. Todos los bichitos eran mis súbditos. Y yo su reina, pero una reina niña, que todavía gustaba de jugar con el aire y dar volteretas.

A veces, les preguntaba a las margaritas cómo sería mi vida. Si estaría llena de caramelos y poemas… Si añoraría aquellos días de niñez que tan rápido se desvanecían…

Las margaritas nunca me respondían. Y siguen sin hacerlo. Sonríen —calladitas cual si guardaran un secreto que solo los demás pueden escuchar—, acompañando con su yacer mustio el morir del día, mientras su silencio nimba mi alma.

Hortensia: soledad

Sigo por mi jardín. Y encuentro hortensias, puñados de hortensias, a lado y lado, una robándole el sol a la otra, insondables bajo su azul alfombrado.

Y, entonces, me hiere un frío que me ensarta como la certera saeta de una ballesta. Me zambulle entre las hortensias y me pone en las pupilas lágrimas que no reconozco, y, en mi seno, palabras de desánimo.

Y me pregunto: ¿por qué estoy tan sola, rodeada de estas hortensias, bellas, egoístas, desagradables columnas de desvalijados templos? Les niego mi cuerpo: lo escondo, en realidad, de mí misma, porque me avergüenza verlo. Se nubla mi jardín y hallo en la triunfante umbría, fugitivo refugio para mi faz estropeada, para mis rodillas excoriadas, para mi cuerpo rechazado.

Y, en ese infinito instante, echo de menos las amorosas margaritas que me otorgaban la soberanía de los habitantes de mi jardín. Y, en ese inacabable momento, solo veo desfilar gruesos y antipáticos escarabajos que se burlan de mí.

Hace ya tiempo que perdí de vista el porche de mis padres. Ya no hay nadie.

Y cae la noche. Habitada por ruidos insoportables, poblada de hortensias-soldado que me apuntan con sus lanzas. Quisiera llorar para ahogarlas con mis lágrimas; quizás así me querrían…

No puedo, empero, y, privada de ánimo, las hortensias, hostiles, me rodean y me siento abandonada a su amenazador hálito. Es extraño: las flores siempre habían dado pie a alegres canciones; nunca a desgarradores gritos de angustia.

Tulipán: amor honesto

Se ha vuelto a hacer de día y de los surcos de mis lágrimas, que araron mis mejillas, han brotado dos tulipanes enormes, vivacísimos. Los arrullo; huelen a miel; su tacto es de concha marina; su melodía, canicular.

Hay una valentía descarada y pura en su atrevimiento: ¡nacer de mis ojos! ¡Qué otra flor hubiera osado! Y, no obstante, aquí están ambos: dos lunas de cristal, bruñidas de honradez.

Paseando más allá, hallé un lago, a cuya contemplación me entrego, desde la orilla, jugueteando con su melancólica agua agradecida de ser cortejada.

Acaso me he enamorado.

Sonrío.

Me baño y mi cuerpo ya no me parece tan horrendo. Las cicatrices, las marcas y las asimetrías me placen. Las repaso con mis yemas. Si, al cabo, a quien amo le gustan, ¿por qué no a mí también? Si soy suficientemente válida para ser amada, ¿por qué no, simplemente, dejar de pensar que no lo merezco?

Y sueño, ilusionada, con felices reencuentros y la aventura de un futuro a dos.

Una llama de convicción, azul a fuer de pura, me prende.

¿Quién puede creer que amar, amar como yo amo, amar como se debe amar, puede ser pecado?

Magnolia: victoria

Dejo atrás los tulipanes y su sin par belleza —he guardado en el bolsillo uno de sus pétalos para endulzarme el paseo— y arribo a un angosto momento. Ambos límites de la senda, hasta ahora la mirada puesta en el horizonte, se han acercado, casi se tocan. Y hacen complicado proseguir la andadura.

Los pasos me conducen a las magnolias. Se están abriendo y hadas doradas vestidas de organdí sobrevuelan sus blancos irradiantes y las cubren con su luz etérea. Me sonríen con despreocupación: se las ve ufanas. ¿De qué? ¿Por qué?

De mí. Por mí.

Me rodeo de ellas y las acaricio: primero, una, después otra, y otra —y otra, y otra, e incluso otra…— devienen bandera de mi altanería. Soy la que era: la emperatriz de este pequeño mundo. Pero lo soy, ahora, por mérito propio, porque me lo he ganado, porque he conquistado cada pequeño recoveco de mi jardín ignoto. He ganado.

Y la victoria sabe a tropezones de estrellas.

Las magnolias corean mi danza de gloria. Todos los sueños que antes eran tan solo vaho e ilusión se transforman en realidades. Miro al cielo, sé que estoy justo donde debería estar. Y me acuerdo de las tristezas que encerré en mi corazón creyendo que, algún día, trocarían en gozo. Hoy es el momento. Y, embriagada por su aroma y su soberbia, por la divinidad que me ha sido proclamada, vencedora de todo y todos, muerdo sus pétalos.

Sí, quizás el éxito sea solo fugaz, delicado como las alas de las mariposas —si las rozas, desaparecen…—, pero, de momento, me acompaña; lo tengo, aquí, conmigo. Con las magnolias. Entregándome el premio a la existencia.

Y las magnolias saben a vino rosado.

Dalia: gratitud

Mi paseo continúa por lares desconocidos. Mi jardín es vasto, largo como la cola de un dragón —¡quién podría conformarse con un jardín pequeño, sin flores!—, plagado de sensaciones, su aire agrietado por las luchas de los aromas por hacerse con la corona.

Encuentro dalias. El camino se ha hecho casi impracticable. Además, cada vez me cuesta más andar y experimento una fatiga vehemente que secuestra mis pies y me sopla el pecho con un cálido vientecillo de rendición y derrota vagamente familiar. Quiero dejar de caminar.

A la postre, ¿por qué debiera seguir haciéndolo?

Es en este punto de descorazonamiento cuando la voz de las dalias emerge de la tierra para inspirarme un gentil poema a cuyo decir me abandono. Cuenta con un solo verso y una sola palabra: «Gracias».

Gracias a las moléculas por juntarse y al universo por darme mi jardín, mi inmenso e increíble jardín, donde toda mi vida ha sido un aliento pasajero, mas, a la vez, el más profundo de los alientos. Gracias a la lluvia y a los rayos del Sol por mis exquisitas flores, gracias a las abejas por cuidarlas. Gracias a las nubes por haberme acompañado y gracias a las estrellas por haber hecho de luciérnagas cuando la Luna se rendía. Gracias a las dalias blancas y moradas; amarillas y rojas que, con su singular belleza, evocadora de lejanas y entrañables tierras, han rehecho mi quebrantado ánimo.

 Y solo hay sitio en mi interior para esta palabra («Gracias»), que se repite como un eco de algo mucho más hondo, como un rumor de verdad, como una ola de certeza: estoy tan agradecida, albergo tanta gratitud por mi jardín y por todo lo que me ha dado; por estas flores que me han regalado su respirar…

Les cuchicheo este secreto de almendra a las dalias. Ellas lo recogen y lo acunan. Me lo sabrán guardar, envuelto en la elegante belleza de sus pétalos estrellados, aunque el camino del jardín me lleve lejos…

Violeta: luto

Mis pies se convierten en hojalata y un dolor me atenaza el corazón. Amar tanto pasa factura; sentirlo todo tanto, desgasta. Es como si cada flor hubiera sido una aguja y yo le hubiese dado a cada una de ellas permiso para perforar mi alma. Esta misma alma que ahora ya jadea y gime, pero que, al alimón, sigue queriendo mientras divisa los confines de mi jardín. Y que su alivio se vele por una profunda amargura apenas me sorprende. ¿Acaso no querías esto?, le pregunto. ¿Acaso no querías descansar? Hace mutis y el ocaso se precipita, el jardín se termina: estoy ante sus lindes, es hora de irme para siempre.

Pero es tan bonito… Ojalá pudiéramos, ruegan mis adentros, volver atrás y encontrarnos con aquella niña que hacía coronas de margaritas o mordía magnolias, o se guardaba tulipanes en el bolsillo. Ojalá no tuviera todo que acabar de verdad, sino tan solo un poco, como una especie de pausa, como un sosegado atender… Ojalá pudiera después volver como si nada.

La violetas se yerguen ante mí y me preparan un lecho a su vera. Me estiro en él. Y ellas tararean besos mientras me arropan con su cárdena y serena oscuridad.

Ya no me siento exhausta.

Espero. No cabe en este inacabable instante más que la espera.

Mi jardín, mi precioso jardín, bordado de flores que todo lo iluminan; mi jardín de seda, donde todo lo viví… Me despido de él. Si las violetas me dejaran volver, no regresaría a ningún otro lugar que no fuera mi jardín.

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Etna Miró, abril de 2019

Twitter: @etnamiro

Este relato obtuvo el primer premio de la categoría C en el IV Concurso de Relatos Corto de la Universidad de Lleida el mayo de 2019

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