Sábado 05 de octubre de 2019
Primavera del Libro
Santiago, Chile
Quiero comenzar con una de las conclusiones más relevantes de mi lectura del libro que hoy se presenta: leer un libro de casi 200 páginas en formato PDF no es la mejor de las experiencias. Sobre todo, cuando se trata de tomar apuntes para su propia presentación.
En El perfecto transitivo (Ediciones Filacteria, 2019), obra que escapa a las clasificaciones tradicionales, Francisco Marín Naritelli (1986) juega con el inconsciente personal y colectivo, ficcionaliza esa zona común entre nosotros y trabaja a partir de los materiales que la crónica nacional ofrece. El director es, además, autor de poemarios, novelas, cuentos y textos de investigación. Ha pasado por todas. No sé si con alguna ha dado en el clavo, pero me parece interesante reflexionar sobre el gesto de explorar siempre nuevas posibilidades, nuevas formas de acercarse, abordar y tensionar la literatura. De hecho, este, su nuevo libro, puede leerse como condensación exploratoria y consolidatoria de todo su trabajo anterior.
Uno de los personajes interesantes en este almanaque es el asesino Emile Dubois. Un retrato en primera persona, confesional, exculpatorio, en donde el criminal intenta venderse como un justiciero social. Se victimiza, recurre al lugar común y facilista de repetir que la prensa miente, que los medios mienten, que El Mercurio miente. En ese sentido, la enunciación de Dubois no pasa más allá que la del rapero del metro, el freestyle que se sube a cantar a todo chancho contra los pacos, contra los empresarios, contra las farmacias, contra los periodistas y cuyo discurso, en el fondo, es una sarta vomitiva de repeticiones sin ninguna profundización problemática.
Sin embargo, Naritelli va más allá, pues es capaz de superponer voces, épocas, lugares. Juega con los tiempos y los personajes, logrando armar un complejo entramado narrativo cuyo desinterés lineal desconcierta y, a la vez, descoloca.
Ahí está la gracia.
No estamos en los tiempos de contar historias.
El “alguien cuenta algo” queda obsoleto. Hay que ir más allá, hay que buscar, como mencionaba en un principio, nuevas posibilidades de exploración narrativa.
Cito un fragmento de “Hora punta”:
En la hora punta no hay salvación. Nadie se salva. Quien se salva no está a esa hora ahí. Quien se salva no es ciudadano C3, D o E. La masa se transporta. La masa deambula con la mente fija: de oriente a poniente, de norte a sur, de centro a la periferia, colapsando Tobalaba, Los Leones, Baquedano o Los Héroes. Arriba la cosa no va mejor. Los autos no avanzan (28).
¿Qué sentido tiene reclamar contra el taco, cuando de hecho, uno mismo, es el taco? En este fragmento el narrador toma distancia, habla de la masa situándose desde un punto observador, omnisciente, es un crítico incapaz de asumirse como parte del problema. Porque en el fondo, cuando hablamos mal de alguien también estamos hablando mal de nosotros mismos. Hay un espejeo que se nos escapa, un reflejo del que rehuimos la mirada.
En “Resistencias”, otra de las crónicas intervenidas y subjetivizadas, el autor toma el caso de Daniel Zamudio. Lo aborda desde esa prensa mentirosa, parcializada que el rapero del metro nos recuerda en cada trayecto subterráneo (¡uf!):
Aunque su cuerpecito era bello nunca alcanzó a entender el dictamen del odio. Tal vez porque nunca se ajustó a la etiqueta progre, al estilo del Che. O porque la libertad era la pulsión obscena del desvío. Y así lo mearon, lo escupieron. Así de fácil es quebrar la carne (31).
El relato me sugiere la pregunta sobre el valor de continuar sacralizando a un personaje. Tal vez ahí está la mayor apuesta del almanaque: posicionar a unos como víctimas y a otros como victimarios, en blanco o en negro, ausencia de contrastes, omisión de complejidades que obligan al lector a cuestionar su propio modo de entender y concebir el mundo: “En Chile las cosas no son como deberían. Más aún, cuando los afectados son pobres y no viven precisamente en el barrio alto” (45), dice el narrador. Lo sabemos, lo recontrasabemos, pero lo seguimos repitiendo con nuestro aperol en la mano como si el hecho de enunciarlo contribuyera de algún modo a la justicia social o, incluso, a la literatura.
En el apartado IV, titulado “Imagen”, suerte de diario reflexivo, el narrador asume la pose de un paseante y piensa los trayectos cotidianos por Ñuñoa: “Los mismos escolares buscando besos cómplices o un pito de marihuana o las monedas indispensables para comprar alguna cerveza de litro (…)” (151), dice. Este mismo paseante hace una diferencia categórica entre los que caminan con un libro en la mano y aquellos que no. Esa suerte de posicionamiento en el campo cultural que distancia al narrador de los sujetos observados y evaluados no es otra cosa que la concreción abismal entre letrados y aquellos que no lo son, entre los que tienen cultura y entre los que no, una exaltación masturbatoria del yo autoral que finalmente encauza en reflexiones como esta: “Ahora pienso en lo exquisito que sería observarme mientras camino leyendo un libro. Si eso fuera posible, tantas cosas podrían ocurrir” (152).
Francisco Marín Naritelli juega con esa pose del escritor, la evidencia, la expone al juicio de los lectores. El almanaque inclasificable, depositario del juicio creativo de su autor, nos traslada a un tiempo solemne, ajeno al actual mundo en donde la proliferación de autores, editoriales y libros, constituye más bien un atentado ecológico que se hace necesario pensar y repensar. Agradezco el que me hicieran leer el libro de Francisco en formato PDF, agradezco al autor, que me ha dado la libertad de no caer en la presentación adulatoria y me ha permitido articular un texto que tiene la pretensión de ir más allá del mero comentario de la obra.
No hay mejor texto literario que el que te despierta preguntas, inquietudes, el que te provoca, el que te sitúa y te insta a pensar sobre el aquí y el ahora. Todos sabemos contar historias, unos bien, otros mal, algunos lo hacemos horriblemente y el campo editorial está lleno de emprendedores que por unos cuantos cientos de miles de pesos publican cualquier cosa, con diseños de Paint, portadas descuidadas, errores obscenos en la materialidad de la escritura. Hoy en día no cuesta nada crearse un perfil en Facebook o Instagram con la añadidura de escritor: Juan Escritor, Pepita Escritora o Rodrigo Torres Escritor. Pero así funciona el mercado, genera necesidad y obliga. Cualquier pelagato con uno o dos libros publicados, a veces con ninguno, ofrece un taller literario y la gente llega, asiste y paga. Por eso el libro de Marín Naritelli es hoy un almanaque necesario, porque más allá de su escritura, más allá de lo dicho, funciona como trinchera de resistencia a instancias y poses escriturales y festivaleras, funciona como espacio en donde la escritura se exhibe así, sin más que las regulaciones que el propio autor se exige e impone. El resto, como debe ser, queda para el lector.