La puerta se partió y el sonido de la furia se propagó por la casa como un incendio, fue una salida contundente, una fuga que iba más allá de los contornos de la casa.
Él apretó los puños, odiaba el sonido de las puertas cerradas pero no se movió, miró molesto a su alrededor y tuvo la sensación de que todo se enfriaba y se expandía, el portazo había cambiado las cosas, había roto el íntimo equilibrio que lo sostenía, pero él no quería detenerse a pensar eso.
Se acostó pensando en el acontecimiento absurdo que devino en rupturas implícitas, todavía enojado por lo de la puerta y cansado de esperar alguna señal de que ella volvería confundió la oscuridad que lo abordó con sus ojos cerrados.
Los días después de eso pasaron lentamente, pesados y agobiantes, él se refugiaba en su enojo, porque mientras estuviera enojado por el portazo no habría lugar para la tristeza y estaría a salvo. Pero el tiempo para la implosión se multiplicaba ¿Hasta cuando resistiría su tibia fortaleza? La tarde parecía durar milenios y en su casa aún rondaban pedazos de amor que se deshacían por la ausencia. Intentó callar esos murmullos con música, porque las paredes habían guardado, risas, llantos y palabras que ahora devolvían y él fingía no escuchar.
Inspeccionaba por horas la puerta, molesto porque estaba seguro de que ella la había roto en su rabieta, la abría y la cerraba continuamente buscando algún sonido delator, pero nunca encontraba nada. Examinar la puerta se había vuelto parte de su rutina diaria de soportar los días, el vaivén de esa puerta lo ayudaba a escapar del momento previo a la fuga y el portazo, lo empujaba a crear nuevos métodos para la evasión, se saturaba de música, televisión, ejercicios, pero su rostro siempre volvía en las cosas que se había llevado porque ahora había huecos por toda la casa y era inevitable no caer en esos pequeños pozos.
Apenas ha pasado una semana, ella no ha regresado, no ha llamado y él espera que la puerta este bien, que no se haya roto algo adentro y quede cerrada para siempre.
