El sacrificado

El pueblo no hablaba de sus secretos, los mantenía cerrados en la memoria, enterrados muy adentro. Pero ellos querían emerger, querían decirse aunque se empeñaran en callarlos con tierra. El tiempo glorioso de paz y prosperidad se había terminado, volvieron al hambre, a la guerra, al deshonor. El oscuro camino que habían decidido emprender para poder estar por sobre los otros, para poder ser habitantes de tierras fértiles, de agua abundante y pura los llevó confabularse y concretar el pacto.
Ellos sabían que a partir de ese momento, los frutos que dieran los árboles serían de sangre. Pero cuando el agua dejó de enfermarlos, cuando los frutos dejaron de ser de veneno y tenían sabor, sintieron que aquello había valido la pena. Ninguno hizo preguntas, pero en el fondo todos sabían lo que había pasado con aquel niño que fue llevado a las colinas.
Fueron años de vivir así, cómplices en el silencio y en el olvido.
Ahora volvían al principio, la tierra se secaba, el agua se oscurecía, los niños morían.
El sacrificado había vuelto, estaba de pie en la entrada del pueblo, había regresado a recuperar lo que era suyo.
El pequeño que debió ser entregado completamente a cambio de un territorio próspero, había sobrevivido y ahora volvía al pueblo como una tormenta para completarse.
Los animales que custodiaban los alrededores del pueblo habían sido parte del acuerdo, eran una frontera peligrosa que devoraba a los intrusos y protegía a los de adentro, pero ahora iban cayendo uno por uno y por cada muerte algún miembro le era restituido y por cada miembro que era restituido el pueblo se hundía en su propia inmundicia.
El sacrificado había vivido gracias a su madre, que interrumpió el ritual y se ofreció a sí misma para poder salvarlo, pero no llegó a tiempo.
El pequeño era un montón carne silenciosa que se movía, apenas tenía la forma, la sugerencia de un ser humano, pero logró sobrevivir.
Fue criado por un montaraz que lo sacó del altar de piedra y se lo llevó hasta su refugio en las montañas.
El montaraz sabía que estaba en un lugar sagrado, que el niño estaba ahí para un intercambio siniestro que no había podido concretarse.
Nadie más que él sabía del niño, así que lo protegió y le dió piernas y brazos de madera para para que pudiera moverse y lo adiestró para que pudiera defenderse, si los del pueblo se daban cuenta de quién era lo buscarían para completar el trabajo interrumpido.
El sacrificado recuperó la voz, los oídos, las piernas, un brazo pero la restitución de su cuerpo implicaba la muerte de todo un poblado y la sangre derramada no era una garantía para recuperarlo todo.
El pueblo no hablaba de sus secretos, pero cuando su secreto volvió para hacer justicia o cobrar venganza lo único que sintieron fue alivio. Ya no había nada que temer, nada de qué preocuparse porque todo iba a terminarse pronto. No más pesadillas, ni murmullos, no más secretos de tierra.
El sacrificado no había sido el único, había habido otros que no pudieron volver, pero solo él había corrido con la suerte de tener alguien que lo amaba.

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