Foto de portada: Diario Correo
Subo al Metropolitano. La ruta es el Expreso Cuatro. El peso de las personas se apoya sobre mi espalda y el cansancio no me deja mantenerme firme. El hedor se apodera del ambiente y todos sentimos una mutua y solidaria repugnancia. Cojo el celular, reviso las redes. La respondo a mi pareja, estamos conversando tranquilamente. Me detengo a tratar de mirar por la ventana de la puerta mientras trato de cultivar la paciencia. Regreso la mirada al móvil y reviso las noticias: Toque de queda en Chile, es lo primero que leo. Las fotos, las noticias, los artículos, las opiniones. Todos se vuelven solidarios en las redes sociales y, formalmente, se transforman en analistas, politólogos y opinólogos. Incluso me transformo en uno durante los casi 45 minutos que dura el viaje desde Barranco hasta la UNI en San Martín de Porres. Me transformo en uno, todos tenemos ese espíritu guardado, aunque lo neguemos.
Cada parada es un recuerdo diferente, cada estación. Cada pullazo de algún coterráneo. Todo se transforma en alguna forma de estatua que eterniza las formas, figuras y lágrimas saladas del mar.
El último año ha sido de total desangramiento en América Latina. Venezuela, Perú, Brasil, Ecuador, Chile, etc. Cada país tiene sus propios demonios y sus propios mártires. Cada quien tiene sus propios males: Nicolás Maduro, Jair Bolsonaro, Lenin Moreno, Piñera, Fuerza Popular, APRA, Los cuellos blancos, los carteles, feminicidios, secuestros, asesinatos, alzas de pasaje, mal manejo de los fondos, los combustibles, la corrupción, los gobiernos sin carácter, el Amazonas que arde, los fanatismos y la lista jamás termina.
La historia de Latinoamérica siempre ha sido escrita con sangre de tantos. Carretera de sangre que va desde Tierra del Fuego hasta las entrañas de los desiertos que comen a inmigrantes en la frontera entre México y Estados Unidos. Aguantamos el juego de ajedrez de Trump que comienza a jugar con personajes políticos de cada país, con contextos, con los pueblos. La Unión Europea mira de reojo, la Comisión de Venecia vino de visita al Perú y los demás países del orbe miran, expectantes, a ver cómo acaban las historias actuales.
Moreno y Piñera retroceden en sus decretos, aunque el chileno estuviera comiendo pizza durante un cumpleaños mientras las fuerzas del “orden” detenían a los manifestantes. En Ecuador se pacta el acuerdo, pero a costa de varias voces que ya no volverán a casa para abrazar a sus seres queridos. En Perú se decreta la disolución del Congreso, pero se siguen intercambiando los papeles y ahora la izquierda se va a juntar con el grupo de los condenados por diversos delitos (corrupción, violación, acoso, etc) y comentarios de índole misógino, xenofóbico y homofóbico. Aquí ya no hay izquierda ni derecha, solo hay oportunistas y demonios de quinta categoría. Las marchas han sido constantes y vienen a la mente los recuerdos de las revoluciones militares, tomas de mando y gente en la calle. Hombro a hombro, sin dejarse amedrentar hasta que el gobierno retroceda.
Un golpe me despierta de esta reflexión en la Estación Central. Nadie piensa igual, todos están preocupados en ocupar el único lugar disponible en el Metropolitano. Es como ocupar el último escaño dentro del Plan de Gobierno y yo, que me aferro a mi único espacio, me imagino aferrándome a lo único que me permite pensar que aún estoy cuerdo: mi pensamiento. Quizá Descartes no estaba tan errado, quizá lo único que nos salve sea la duda, el pensamiento, lo más concreto de nuestra propia existencia. ¿A qué más aferrarnos? El Leviatán siempre despierta y siempre mata.
A Bolsonaro no le importó el Amazonas, a mis vecinos tampoco. Solo pude sacar un ensayo, en clave de crónica, de la web donde quedará grabado este ensayo (y, quizá, quede en el olvido), para entregarlo a mis estudiantes. Leer y analizar, leer y analizar. No podemos hacer más, en el Perú las voces siempre son apagadas y peor en las zonas de las periferias. Ni qué decir de provincia o zonas más alejadas. Un venezolano le contó a mi mamá que los sicarios y delincuentes que llegaron en la gran ola de inmigración son pagados por Maduro para desprestigiar a sus coterráneos. Mi novia escuchó el mismo argumento. Les creo. Nicolás es capaz de todo, hasta de pactar con el diablo.
Quizá hoy escribo esto, quizá mañana ya no esté aquí. Los gobiernos miran las redes y quien levanta una voz es silenciado. ¿Cuántos ejércitos tendrán hornos en los sótanos de sus cuarteles para desaparecer las evidencias y las almas? Probablemente, todos.
Los viajeros del Metropolitano comienzan a discutir. Pelean por los lugares. Hay quienes aprovechan el pánico para sacar a la luz sus verdaderas intenciones: enfermos, pedófilos, delincuentes. Pero la gente se calla y, cuando el problema llega a mayores, quiere comenzar a grabar. Pero en Ecuador y en Chile ya no graban, salen a la lucha. Hay chicos que se han despedido de sus familias. Mañana ya no volverán a casa. Algunos tendrán su última noche. El Mercurio arde, es un edificio histórico, pero jamás respiró. Las voces que hoy se apagaron seguirán retumbando en la memoria del pueblo y se mezclarán con las voces de tantos otros caídos. Mientras África se ahoga en el Mediterráneo, Latinoamérica deja sus huellas en la carretera Panamericana. La línea guía ahora es de color rojo y los militares salen a las calles. Las cenizas del Amazonas llegan hasta la Cordillera de los Andes, el deshielo avanza y un manto gris cubre todo. Es el manto del olvido.
La alerta me despierta del pensamiento que me abrazaba y bajo en la UNI. Mando un audio a mi novia, le aviso que llegué bien. Respondo un nefasto comentario en redes sociales y prosigo mi camino. Un segundo carro me llevará a mi destino. Pienso que el 28 de octubre, el Tribunal Constitucional va a emitir su voto con respecto a la querella política peruana. ¿Qué haremos cómo país? No lo sé. Pensar que todo comenzó con el audio de César Hinostroza armando un artilugio judicial para favorecer a un violador de menores. Siempre supimos la verdad, pero jamás hicimos algo. Nos mantuvimos callados tanto tiempo que dejamos que la infección avance severamente. ¿Habremos abierto los ojos a tiempo o habremos llegado tarde?
Bajo del carro, camino hacia mi casa y pienso en la clase que brindaré a mis estudiantes esta semana. Llego a mi puerta, la abro y entro. Aviso a mi novia que llegué bien, saludo a mis padres, me echo en mi cama y pienso en aquel edificio de El Mercurio ardiendo.
¿Cuánta sangre más derramará Latinoamérica hasta que sea libre de sus propios demonios?
«La que sea necesaria» diría uno de los caídos en batalla.