Escribir tiene algo de río: las palabras forman corrientes, las frases se bifurcan, aparecen remolinos, piedras o diques inesperados y nunca se llega a desembocar del todo. Los proyectos de escritura fluyen uno tras otro o al unísono; crean un río que parece el mismo, pero siempre es distinto. ¿Cómo escribo yo? Siempre a mano, si es posible con un boli Bic, azul como los ríos, cuyos afluentes se convierten en poemarios, aforismos y relatos.
Escribo de manera impulsiva, en ese momento en que las aguas se desbordan en un tramo para volver de nuevo a su cauce. Escribo, además, con una letra cuestionable, porque nunca he sabido coger bien el bolígrafo. En el caso de la poesía, nunca pienso demasiado en lo que voy a hacer: puedo tener una idea inicial, una imagen que reverbera y quiere delimitarse, pero no sé cómo va a ser el poema. Escribir poesía es una cuestión de escucha, algo que fluye más allá de nosotros mismos. El poema es meter un vaso en el río y observar el agua que hemos atrapado; es un fragmento de algo, de infinito, de árbol, de mar o de edificio, o una visión de alguien que nunca llega a completarse del todo.

Mi primer poemario, ‘Ríos de carretera’, dedicado a la ciudad y a la arquitectura, lo escribí en la casa del pueblo. Las tejas donde crecen cardos, los campos de olivos y los montes dieron paso a un imaginario de rascacielos, niñas que juegan a la comba y puentes mezclados con elementos del campo. De este modo, un becerro, un ciervo o un pez plateado se mezclaron con el cristal afilado de los edificios. Me gusta escribir en la casa del pueblo porque es grande y antigua, porque escucho las campanas de la torre, a la Luna y a los perros que siempre aúllan a la misma hora de madrugada.

Para escribir, necesito estar concentrada, como el caudal cuando siente caer la lluvia en su superficie o como la trayectoria de la piedra que juega a la rana. No importa si hay ruido alrededor siempre que sea exterior y no perturbe mi escritura. Quizá, la vez que he estado más concentrada fue durante una estancia en París, donde escribí mi segundo poemario ‘A orillas de París’. Este libro surgió en un estudio de 14 m2 a las afueras de la ciudad. Como no tenía escritorio ni silla, lo escribí en mi sofá-cama (que se convirtió en barca), junto a la ducha y a la cocina eléctrica.
El proceso de escritura se extendió durante varios meses, en los cuales, tras mi jornada laboral de ocho horas en una oficina, me dedicaba a escribir poemas por la noche, primero en mi cuaderno de cocina y después en hojas sueltas. El ruido del calefactor que parecía viento, el vapor del té similar a la bruma de la mañana sobre el agua, la guitarra clásica que tocaba mi vecino y el foco-faro de la Torre Eiffel en la ventana me ayudaron a concentrarme.

Un río es inabarcable con una sola mirada. Por eso, cuando escribo aforismos, utilizo un rollo de papel de varios metros, como los que usan los niños para pintar en las escuelas. Empiezo a escribir aforismos (puedo escribir muchos de golpe) y a medida que necesito más papel voy desenrollándolo, lo que es fantástico porque parece que nunca acaba, como la propia escritura. Escribir aforismos es parecido a mantener el equilibrio en las piedras resbaladizas del fondo; esperar el momento exacto y saber que un paso en falso provoca la caída.
Los relatos necesitan más contención, hojas sueltas como las que barre el agua en otoño. La trama es importante, pero también la imagen, y esto está relacionado con el sueño: por la noche, cuando dormimos, caemos a un universo de esferas, soñamos, y esos sueños son pequeños relatos, historias que, igual que ocurre con la poesía, aparecen y se desvanecen sin que podamos controlarlos. Por eso me gusta escribirlos cuando me acuerdo, y también ilustrarlos. Los relatos son sueños; los sueños son relatos.

Así escribo, y en esas horas que le dedico, se detiene el tiempo. Un tiempo parado en el que, sin embargo, fluye el río, la corriente que nos llevará donde debemos estar, a proyectos nuevos, a perspectivas distintas, a desembocaduras donde nuestras visiones nocturnas se mezclarán con la espuma; en definitiva, a otro río.
Fotografía: Brassaï, ‘Vista desde el Pont Royal hacia el Pont Solférino’ París