La sopa como herencia

Lo único que se sabe

es que para nosotros, aquí dentro, la cena

por iniciar

se parece a un país que nos gustaría ver

en los mapas

Monika Atlasik

La sopa se parece a los días de enfermedad infantil. Ser demasiado joven para encender la estufa, con el cuerpo caliente y tendido en la cama. Con una madre subiendo las escaleras, aproximándose al cuarto. La sopa es aquellos días en los que comer en la habitación estuvo permitido y las caricaturas vespertinas jamás eran suficientes.

Las madres de todos los tiempos han depositado una compleja esperanza en la preparación de este platillo para transmitir humanidad en las psiques infantiles de los hijos. Las recetas terminan siendo inagotables, dejando cabida total a la experimentación; para permitir incluso alteraciones futuras por parte de sus descendientes. El objetivo, aunado a la pronta recuperación de las enfermedades comunes, es la devolución de calidez al cuerpo que con los años pierde. Un tipo de remedio preventivo y, a su vez, una ventana disponible para admirar el recuerdo de lo que se sabe fue una grata infancia.

A pesar de la resistencia a la degustación habitual de tan antiguo platillo en los adultos modernos; la necesidad de retomarlo es innegable. Ni siquiera la instantaneidad de nuestro tiempo se encuentra exenta de las bondades de este mítico alimento. La industria alimenticia pronto encontró una forma de beneficiarse de esta circunstancia incorporando al mercado una amplia gama de sabores y texturas en un formato industrializado.

Sin embargo, la tradición arraigada a nuestro vivir habitual hace de algunos extra-sensitivos, y esta agudeza funciona como precedente para la renovación o en todo caso la replicar lo ya creado.

Se puede asegurar suficiencia en la formación materna respecto a este asunto bajo circunstancias muy particulares, como encuentros directos durante la ejecución de una adultez promedio. Estar lejos de casa, con malestares evidentes (los propios o los de un allegado). El individuo en cuestión decide asegurarse de que el afectado se recupere. Gracias a la opinión popular, sabemos que los fármacos requieren de auxiliares como el baño tibio, las calcetas suaves y alimentos blandos. Inmediatamente, partiendo de lo anterior y gracias a la memoria y sentido común, el encargado hará lo que esté a su alcance para proveer al enfermo de una calidez necesaria.

Las recetas no escritas de quienes conoció alguna vez podrán mezclarse de manera funcional para experiementar, con porciones ambiguas, un manjar húmedo que sabrá a todas las infancias juntas; a todas las caricaturas, a las galletas clandestinas de madrugada. El individuo se convierte, como en un momento lo fue su madre, el dador de gracia. Un sanador absoluto.

Ese día y hasta el fin de sus días recordará las sopas que transitaron por su boca; pero sólo con las simbólicas sentirá la necesidad de buscar por sus medios un motivo de herencia: hijos, hermanos. Llegará la fecha en la que lo otorgado habrá de volver a su origen, y para este sujeto no habrá otro que su madre: la primera transferencia culinaria con la enfermedad como impulso.

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