«el cuerpo también sabe» | reseña de «todos tenemos un jardín», de Belén Zavallo

«Todos colgamos misterios / que cuentan de nosotros algo que no conocemos». Subida a un parante de madera que lanza un inconfundible olor a Atlántico, mirando el mar con exagerada complacencia y apurando un mate porque ya viene la tormenta, leo por segunda vez y casi sin pausas Todos tenemos un jardín, de Belén Zavallo (Camalote, 2019). Me retraso en esos versos abrazando la idea de que tal vez, en un quijotismo excepcional, no estuviera del todo errado el pintoresco Saramago que dijo «dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre, y eso es lo que realmente somos». Eso, más la certeza de saberme alienada a este poemario, deja bien claro de qué manera nos va a aferrar este libro a una bandera de elocuencia estoica que ya no vamos a querer soltar.

Construirse. Entender que hay más de una lucha en movimiento. Entender que el cuerpo de una mujer es siempre un cuerpo de resistencia, que hay un legado que llevar sobre ese cuerpo y que el desafío ocurre, eclécticamente o no, a expensas de nuestros deseos e incluso de nuestros destinos. «Mi mamá tuvo un cuello ortopédico por las cervicales. / Me pregunto si a veces lo que heredamos / nos anticipa qué partes del cuerpo nos van a doler / los días de lluvia / y en qué gestos nos repetimos en otros.» Hacia esta cimentación, entonces, dirigimos la mirada mientras transcurrimos en los detalles más vívidos de este libro, que nos habla y nos aquieta, al mismo tiempo que, sin habérselo propuesto, nos alecciona  y nos descodifica.

Si algo busca la poesía de Belén Zavallo, es la unidad. Una que es íntima y edificante. Una que guarda, en la simpleza exquisita de un haiku de apertura, una revelación, una señal demorada de confidencia. Sus poemas  —su escritura franca y entera— se definen en relación con una especie de «fusión discontinua» de la que todos somos parte: «me gusta saber (…) / que nos parecemos pero no nos repetimos». Adivinamos así al instante que se trata de un yo integral pero indivisible, circunscripto a un conjunto de cotidianeidades que vienen a precisar su más íntimo mundo: pintarse las uñas, regar las plantas, sacar la basura, limpiar el inodoro, en suma, un yo ligado genéricamente a todo lo que de un poema no se espera pero que lo mismo viene a afincarse en la hoja y que, sin sospecharlo siquiera, se hace texto porque no puede emanciparse de aquello con lo que coexiste.

Belén escribe. Intensifica sentidos. Belén escribe, como escribió Alejandra, «para reparar la herida fundamental». Y en esta inventiva abre paso, tal vez impulsiva o tal vez involuntariamente, a la más cruda de nuestras posibles sanaciones. Belén escribe y nos empalma, con agudeza rítmica, a un poemario que está vivo, justo ahí, debajo de nuestras manos. Un auténtico extracto de vida, un pedazo de realidad suspendido en el momento preciso de estar en la escritura, de estar en el barro, de estar  —delicada pero resueltamente—  en el jardín que guardamos dentro, y que espera.

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El lugar que no existe

La cara de ella necesita
encontrar el lugar
que no existe para dejar
su recuerdo.

Las ojeras transportan
el color de los días que fueron
sólo noche.
Debajo de sus uñas
guarda tierra
que acumula
y le hincha las cutículas
que también insisten con punzar.

Ella quiere pintarlas
con esmaltes flúo
para que no se note
que sus manos
también son alfombras
que esconden la mugre.

Raíces

Hundirme y ser.
Tocar el suelo para encontrar lo fértil
que siempre es lo de abajo.
Me gusta pensar en los brotes de alfalfa
y ver que son finitos como cabellos de ángel
que flotan en una sopa que prepara una mano
que no le teme al fuego.
Los brotes que son bien blancos
porque anclan en la tierra
y no dejan de contrastar
porque su destino es no ser lo mismo que lo rodea.
Miro las plantas que mi madre cultiva
y sé que lo que riega
es más que un jardín.

Utilidades

Se descascara la piel y cae
como el revoque de la pared de la pieza del fondo
que se usó siempre para guardar lo que no se usa.
El cuerpo también sabe
cómo desprenderse del pelo y de las uñas
para anunciar que hay un espacio habitado
por lo que todavía no sabemos cómo sacar.

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María Belén Zavallo. Docente y coordinadora del taller de escritura creativa  «Nos/Otros en el texto». En marzo de 2019 publicó su primer fanzine, Todos tenemos un jardín, con Editorial Camalote.

Foto de portada: Los colores del lápiz

Foto de cuerpo de nota: Gentileza de la autora