Minimalismo de medianoche: La obra de Ezequiel Carlos Campos

Ezequiel Carlos Campos (Fresnillo, Zacatecas, México, 1994). Escritor y editor. Ha publicado en «Luvina», «Círculo de Poesía», «Punto de partida», «Corre, Conejo», «El son del corazón», «Papeles de la mancuspia», entre otras. Está incluido en «Todos juntos hacia un mismo sinfín» (IZC, 2014) y «Fabulaciones» (IZC, 2014). En lo académico ha publicado en «Jóvenes en la ciencia» (UG, 2018). Escribe la columna semanal “El pequeño guardatextos” en «Crítica» de «El diario NTR». Becario del Festival Interfaz-ISSSTE: Desdibujando límites, Monterrey, Nuevo León, 2017. Dirige la revista virtual «El Guardatextos» (www.elguardatextos.com). Es autor de «Aquello que no se cuenta» (2017), «Quizá por miedo a la noche» (2018), «El beso aquel de la memoria» (2018) y «El Infierno no tiene demonios» (2019). Algunos de sus poemas han sido traducidos al francés e inglés. Acaba de publicar El instante es perpetuo (2019) con el sello Literatelia.


Las personas que me conocen saben que mis lecturas no son solo con rigurosidad académica o literaria, sino que también involucran una gran influencia de la filosofía y la teología. ¿Cómo pretender leer algo que no se goza o no te transporte a un estado metafísico del individuo? Por ello, cuando encuentro un poema que responda a mis exigencias personales de carácter filosófico, lo disfruto y divulgo. Sin embargo, aquí no encuentro un poema, sino una obra conjunta que divaga entre el verso y la prosa poética, que te arroja a aquella crisis existencial que emana en todo instante, pero que te brinda halos de esperanza para encontrar la respuesta. Leer a Ezequiel Campos no es solo leer a un literato, es leer a un ser humano marcado por aquellos aspectos sencillos de la vida que se transmutan en inexorables situaciones antropológicas y metafísicas, que dan muestras de un aura filosófica de interpretación de la realidad.

Entre los poemas de Ezequiel encontramos un aura del existencialismo europeo propuesto por Kierkegaard o Schopenhauer, un cuestionarnos tan profundos frente a la fatalidad de la vida o aquella interrogante sobre qué es la muerte. Una línea literaria que nos acercaría a una cosmovisión propia de Albert Camus, pero sin escapar de las lecturas cotidianas ni de los espacios comunes de la vida.  Como lo encontramos en el siguiente poema:

Antes de morir mi madre
vio a mi padre muerto,
los dos en una playa desconocida
y él le decía vámonos,
pero ella no quiso ir.

Ese día me lo contó.
Había algo en su voz
que me decía que,
después de todo,
extrañaba a su hombre.

Al siguiente día ella
ya no despertó:

supongo que ahora sí se puso
el traje de baño y el salvavidas.

Hoy vi a mis padres,
jóvenes,
bajo un árbol enorme
–después de tanto tiempo–,
y yo, pequeñito, me les acercaba.

Ojalá me lleven al mar,
pues no lo conozco.

Entonces, plantearnos la cosmovisión poética de Ezequiel es plantearnos las preguntas necesarias sobre la vida, la muerte y el devenir. Sin halos de un romanticismo, sino con un cinismo crudo y real, un lenguaje poético que se mueve como un vals, sin perder la esencia de la fuerza de su contenido. ¿Quiénes somos frente al espejo? ¿Cuerpo, esencia, apariencia? Son preguntas que nos hemos planteado en diversas oportunidades. Aquí es donde nuestro poeta se mueve y nada, sin escapar de sus propios avatares, sin caer en rimbombantes versos, nos entrega una composición poética titulada El instante es perpetuo (Literatelia, 2019) y que resulta ser una especia de respuesta a estas preguntas. En cada uno de sus cuatro apartados, Ezequiel no realiza una reinterpretación del mundo, sino una reinterpretación de la dicotomía muerte – vida que nos acongoja y acompaña. ¿Qué esperar más allá de esta vida? ¿Qué hacer con los planes truncos? Quizá el siguiente poema tenga la respuesta

Reímos todos en este lugar desconocido
ya que no queda otra cosa
más que sintonizarnos:

la risa, expresión
universal del desconcierto.

Nadie de nosotros quiere irse todavía,
nos reímos porque el destino de todos
es vernos entre lo inexplicable,
en un parpadeo que se extiende.

Y seguimos riendo
a punto de marcharnos a un lugar
donde la risa seguirá aun después del tiempo.

Sin embargo, encerrar la variedad de respuestas que nos propone Ezequiel en una sola composición es una actitud mezquina de parte de nosotros. La composición total de la obra que nos presenta el autor es una clara intención por desmembrar los misterios del mundo y dejar que el mundo aclare los misterios propios que poseemos. Porque la misma naturaleza humana es la que busca, por fuerza propia, una respuesta que logre calmar la sed estructural de un espíritu que tiene más preguntas que respuestas. Por ello, plantarnos cara a cara con los poemas de Ezequiel es plantarnos cara a cara con nosotros mismos. La conjura del existencialismo junto a un simbolismo moderado, precursor de alguna clase de poesía filosófica, nos trae esta conformación de piezas delicadas, firmes y proféticas.

A continuación, presentamos una selección de poemas de Ezequiel Carlos Campos, extraídos de su último poemario.

Prefiero que me corten la cabeza y mi cuerpo siga moviéndose; que mi voz se parta en tres y salga por mis oídos y mi nariz; nunca ver el día, no ir a la playa, ni tocar a una mujer; una placidez inventada o un lugar lejano; tornarme amarillo por todos los tiempos; no irme todavía, que las palabras se repitan mil veces en un segundo, porque el castigo de la existencia no se le perdona a nadie.

¿Y si un suspiro me dejara exhausto
para que la vida se me vaya de las manos?

¿Si en todo ese lapso solo escuchara
el lamento continuo de las infancias derruidas,
el último grito donde ayudo al mundo
a calmar la sed de los suicidas y, todos, por fin,
nos vemos en otro cuerpo, en otro espacio,
aunque no queramos irnos todavía?

Veo una fila de cuerpos que suben al campanario.

Caminamos de uno en uno
y pronto toca
tirarme.

Y cuando lo hago pienso que despierto,
pero no lo hago:

debo mantenerme en este interminable desfile de almas.

De niño creía que la ceguera era cosa de sabios, que ser ciego ayudaba a que la inteligencia explotara porque ver las cosas entorpecen, tergiversan nuestro mundo. Por eso los que usaban anteojos eran semidioses que casi ven más allá de lo posible. Ahora que una ceguera involuntaria me llegó, espero descubrir cómo es el mundo atrás de nosotros.

No quiero cerrar los ojos,
siento muy por dentro
unas manos con pegamento
tratando de cerrarme los párpados.

Nunca creí en los últimos instantes,
en la guerra que se vive
y el cansancio eterno para quedarnos otro rato.

Es cuando callo y mis ojos
ven de pronto un rayo de luz.

Y callo de nuevo,
porque no hay manera de saciar esta sed.

En este momento los árboles dejan de tener hojas; las aves, en vez de volar, caminan, me hablan, intentan guiarme por una carretera de piedras. El viento estático, las luces sepia y mi cuerpo –que casi ya no muevo– se eleva, camina con pies de humo.

Había algo en ti que no era tuyo,
al parecer un espejo cambiado
mostraba una cara ajena
a la que veía sonreír,
también una cortina entre tus ojos:

no nos mirabas pero a la vez,
algo de adentro
se quedaba viendo o fingía distraerte.

Una imagen distinta quedaba.

Ahora, después de todo,
rompo el cristal para no que te veas
así, tan muerto.

Mi cuerpo es humo. Cuando prendes el incienso en tus insomnios, aquel smog que respiras, los químicos de tu cigarro cuando te destruyen. No se te haga extraño tanta contaminación: los que estamos aquí nos evaporamos.

Ayer no creía en la muerte definitiva, donde ni la memoria ni la chispa más mínima de mi cuerpo estallara en el aire que respiro. Hoy, sin embargo, veo que nada está vivo, solo estas palabras que nunca sonaron mientras las campanas suenan en la iglesia.

Portada El Instante es Perpetuo.png

 

 

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